Domingo 1 de Cuaresma (C)
PRIMERA
LECTURA
Profesión de fe
del pueblo escogido
Lectura
del libro del Deuteronomio 26, 4-10
Dijo Moisés al pueblo: -
«El sacerdote tomará de tu mano la cesta con las primicias y la pondrá ante el
altar del Señor, tu Dios. Entonces tú dirás ante el Señor, tu Dios: “Mi padre
fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí, con unas pocas
personas. Pero luego creció, hasta convertirse en una raza grande, potente y
numerosa. Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y nos impusieron una
dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el
Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra
angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en
medio de gran terror, con signos y portentos. Nos introdujo en este lugar, y
nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. Por eso, ahora traigo
aquí las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor, me has dado.” Lo
pondrás ante el Señor, tu Dios, y te postrarás en presencia del Señor, tu
Dios.»
Salmo responsorial 90, 1-2. 10-11. 12-13. 14-15 R. Está conmigo, Señor, en la
tribulación.
SEGUNDA
LECTURA
Profesión de fe
del que cree en Jesucristo
Lectura
de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 10, 8-13
Hermanos: La Escritura
dice: «La palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón.»
Se refiere a la palabra de la fe que os anunciamos. Porque, si tus labios
profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó de entre
los muertos, te salvarás. Por la fe del corazón llegamos a la justificación, y
por la profesión de los labios, a la salvación. Dice la Escritura: «Nadie que
cree en él quedará defraudado.» Porque no hay distinción entre judío y griego;
ya que uno mismo es el Señor de todos, generoso con todos los que lo invocan.
Pues «todo el que invoca el nombre del Señor se salvará
EVANGELIO
El Espíritu lo fue
llevando por el desierto, mientras era tentado
Lectura
del santo evangelio según san Lucas 4, 1-13
En aquel tiempo, Jesús,
lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y, durante cuarenta días, el
Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado por el diablo.
Todo aquel tiempo estuvo sin comer, y al final sintió hambre. Entonces el diablo
le dijo: - «Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan.»
Jesús le contestó: - «Está escrito: “No sólo de pan vive el hombre”.» Después,
llevándole a lo alto, el diablo le mostró en un instante todos los reinos del
mundo y le dijo: - «Te daré el poder y la gloria de todo eso, porque a mí me lo
han dado, y yo lo doy a quien quiero. Si tú te arrodillas delante de mi, todo
será tuyo. » Jesús le contestó: - «Está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y
a él solo darás culto”.» Entonces lo llevó a Jerusalén y lo puso en el alero
del templo y le dijo: - «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está
escrito: “Encargará a los ángeles que cuiden de ti”, y también: “Te sostendrán
en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”.» Jesús le contestó:
- «Está mandado: “No tentarás al Señor, tu Dios”.» Completadas las tentaciones,
el demonio se marchó hasta otra ocasión.
La fe y las tentaciones
Da que pensar el que las lecturas que enmarcan el Evangelio de hoy sean dos
profesiones de fe: la profesión de fe de Israel en la intervención de Dios en
la historia, para formar y salvar a su pueblo; y la profesión de fe del
cristiano en la muerte y resurrección de Jesucristo.
La fe que profesamos se plasma en el sacramento del Bautismo. Y es en la
experiencia del Bautismo de purificación en donde Jesús hace su experiencia
religiosa central: la de saberse el Hijo amado de Dios Padre y ungido por el
Espíritu. Pero los símbolos que expresan nuestra fe, nuestras convicciones e
ideales fundamentales, aquello por lo que estaríamos dispuestos a darlo todo,
tienen que ser probados por la misma vida, que plantea múltiples dificultades y
obstáculos a nuestras buenas intenciones. Por eso, el rito de purificación que
es el bautismo pide la purificación real que supone ser puesto en cuestión en
lo profesado en el rito. Y así, también Jesús, como hombre que es, «al volver
del Jordán», es sometido a la tentación y a la prueba. Ahora debe responder a la
elección paterna eligiendo él a Dios. Y es el Espíritu del que estaba lleno quien
«lo fue llevando por el desierto». El Espíritu de Dios es el Espíritu de la
verdad, de la autenticidad, que no lleva por caminos fáciles y trillados, ni
evita de manera mágica las dificultades, sino que guía (inspira, orienta) sin
forzar la libertad para poder afrontarlas. Las que padeció Jesús en el desierto
y en toda su vida se expresan aquí en dos palabras que resumen a la perfección la
condición del ser humano: «sintió hambre». El hambre es la cifra de todas las
carencias humanas, de su condición menesterosa y dependiente. El hambre básica
es la del alimento del cuerpo, pero existen otras muchas: de calor y acogida, reconocimiento,
autoestima, seguridad, sentido… El hambre, en todas sus formas, nos hace
vulnerables a la tentación: la misma necesidad reclama su remedio, a veces
compulsivamente, a toda costa, a cualquier precio.
Es importante recordar que la tentación no viene de Dios: «Ninguno, cuando
se vea tentado, diga: “es Dios quien me tienta”; porque Dios ni es tentado por
el mal ni tienta a nadie» (St 1, 13). La condición
básica de la tentación es nuestra condición menesterosa, que Jesús ha hecho
suya. Pero su esencia consiste en la incitación malévola al remedio de aquella
a precios que no se deben pagar. Por eso aparece el diablo, personaje
inquietante que, aprovechándose de la situación de fragilidad representada en
el hambre, hace propuestas que, siendo inaceptables en condiciones normales,
pueden hacer mella en la voluntad humana cuando la necesidad aprieta.
Las tentaciones experimentadas por Jesús son las tentaciones fundamentales
que, de múltiples modos, puede experimentar cualquier ser humano. Veámoslas
brevemente:
«Que esta piedra se convierta en pan». Es importante la apostilla
inicial: «Si eres el hijo de Dios». Es decir, usa tu poder en beneficio propio,
aprovéchate, el poder que se te ha dado es tu privilegio, tienes deseos y
necesidades (hambres), y tienes poder, la cosa es clara. El poder… Todo el
mundo tiene algún poder, algún ámbito de responsabilidad, de autoridad. No
importa que sea mucho o poco. Jesús tenía el poder de hacer milagros. Otros
tienen el poder de decidir, de disponer, de repartir, de la información o del
saber o, simplemente, una llave… Y la tentación es hacer de ese poder un privilegio,
usarlo no para servir, sino para servirse, para sacar provecho y beneficios que
no nos corresponden. Un ejemplo muy claro es el soborno, la «mordida»… Otro e
gran actualidad es la corrupción política, que tanto nos indigna. Pero sería
bueno que cada uno se mirara a sí mismo, que pensara qué piedras convierte en
panes, de esos de los que el hombre no debería vivir.
No se dice que no debemos esforzarnos por el pan. Eso es no sólo
legítimo, sino debido: «danos hoy nuestro pan de cada día», nos enseña a orar
Jesús. La tentación consiste en que «la piedra» se haga pan, en sacar partido
de donde no se debe, abusando de la propia posición. Esta tentación revela
sobre todo nuestra debilidad, el hecho de que estamos sometidos a muchas
necesidades y a nuestra limitación para satisfacerlas, y son aquellas las que
nos empujan a hacer que las piedras se conviertan en pan. ¿Cómo vencer la
tentación?: «No sólo de pan vive el hombre (sino de toda Palabra que sale de la
boca de Dios)». La Palabra de Dios nos fortalece contra la tentación, pues nos
abre a dimensiones (verdad, justicia, generosidad, servicio, sentido) que están
por encima de nuestras necesidades materiales, y nos hace comprender que sólo respetando
aquellas es posible atender legítimamente a éstas.
«Todo esto te daré si te arrodillas delante de mí». La segunda
tentación es muy radical. Porque realmente Jesús quería «todo esto», todos los
reinos del mundo, pues lo que quería (y era su misión) era extender por todo el
mundo el reinado de Dios. Y es que los reinos de este mundo se hallan alienados
del reinado de Dios y en gran medida (no del todo, tal vez, el diablo exagera y
miente) bajo el poder del mal. «Es lo que quieres, es mío, yo te lo doy». Así
de fácil. El precio es inclinarse ante el mal, ante el diablo, reconocer su
poder. Es un camino rápido y cómodo para el éxito (el éxito de una buena misión).
Pero enseguida comprendemos la trampa y la contradicción. ¿Cómo extender el
reinado de Dios adorando al diablo? No es posible servir a dos señores... Y,
sin embargo, no siempre lo vemos tan claro: es la tentación de alcanzar buenos
fines por medios malos: extender el Reino de Dios por medio de la violencia,
servirse de la mentira, de la injusticia... Es la tentación de la eficacia a
cualquier precio, diciéndonos que es inevitable, que todo el mundo lo hace, que
si no cedes no estás en este mundo, que no se puede ser ingenuo... Los mismos
apóstoles sintieron con fuerza esta tentación: hacer que baje fuego del cielo (cf.
Lc 9, 54), tomar la espada (cf. Lc
22, 38), pugnar por ser el «mayor» (cf. Lc 9, 46),
elegir los mejores puestos junto al Maestro (cf. Mc 10, 37). También la Iglesia
la siente de múltiples formas y no puede ser de otro modo, pues la sintió el
mismo Jesús. Pero la respuesta de Jesús es clara: «Está escrito: “Al Señor, tu
Dios, adorarás y a él solo darás culto”.» El bien sólo se puede promover por
buenos medios, y no admite componendas. Y eso significa en muchas ocasiones
saber perder, renunciar a la eficacia inmediata. No postrarse ante el mal, ante
el diablo y los poderes de este mundo (la violencia, la mentira, la injusticia)
y adorar sólo a Dios significa no doblegarse, ser libre, pero también elegir el
camino estrecho y empinado que eligió Jesús, que lleva a Jerusalén, al fracaso
humano de la muerte en la Cruz.
«Encargará a los ángeles que cuiden de ti». La última tentación eleva
el tiro y se dirige a Dios. Si no quieres inclinarte ante el diablo, de
acuerdo, pero al menos recurre a Dios, esto parece que sí puede hacerse, y es
acorde con la pureza de la religión. Pero esta tentación sutil no es menos
malvada, pues no se trata de someterse a Dios, sino de manipularlo, de «usarlo»
en beneficio propio: la religión como espectáculo, como magia, que invita a la
fe «para que todo te vaya bien y florezcan tus negocios»; es la relación
comercial con Dios. Y parece que esta tentación era particularmente fuerte para
alguien como Jesús: no usar su poder en beneficio propio (la primera tentación),
y no inclinarse ante el poder del mal (la segunda), sino usar su poder para
convencer: hacer milagros (signos sorprendentes y maravillosos) para inducir la
fe, en vez de pedir la fe para realizar signos de salvación. Se comprende que
Jesús no ceda tampoco a esta tentación: el milagro como magia y espectáculo
sólo suscita la credulidad, que no toca las fibras profundas del ser humano; pude
producir una admiración o un entusiasmo pasajero, pero que no transforma por
dentro, y, por tanto, no promueve la perseverancia en el camino del bien.
Jesús, en cambio, llama a la fe como confianza y apertura para salvar por medio
del amor.
La cortante respuesta de Jesús está llena de sentido: «No tientes al
Señor». ¿Cómo se puede atrever el diablo a tentar al mismo Dios? Porque Dios ha
asumido la fragilidad humana. Y, entonces, también sobre él se ha de cumplir la
ley, que tantos repiten a diario y el diablo (el separador) hace suya, de que «todo
el mundo tiene un precio», todo el mundo acaba por venderse, por ceder a la
tentación. Es decir; no existe de verdad el bien, la verdad, la justicia y la
honestidad: lo que parecen ideales y valores son sólo intereses, inclinaciones
egoístas y estrategias disfrazadas. Si todo hombre tiene un precio, Jesús,
verdadero hombre, tendrá que tenerlo también, se piensa. Pero aunque, como
vemos, Jesús no se vende, sin embargo, como hombre que es siente las punzadas
del diablo que lo empuja a aprovecharse, a buscar la componenda.
Tras las palabras de Jesús («no tientes al Señor») suenan de nuevo
éstas: «Escúchalo». Y es que tentar al hombre Jesús es tentar al mismo Dios.
Pero no por eso deja de ser significativa la victoria de Jesús sobre el
tentador. Lo vence como hombre, pues como hombre es tentado, mostrando que no
es cierto que todo hombre tenga un precio, ni que sea imposible ser justo, o que
todos los ideales sean falsos. La tentación nos pone a prueba, es verdad, en
ella podemos experimentar nuestra debilidad, pero podemos vencerla: escuchando
su Palabra, inclinándonos sólo ante Dios, acogiendo el Espíritu de filiación
que nos hace, en Cristo, hijos del Padre celestial.
Comprendemos ahora mejor, por qué el marco de este episodio de las
tentaciones de Jesús (y de las nuestras), son esas dos confesiones de fe. La fe
profesada, expresada en el Bautismo, alimentada en la escucha de la Palabra y en
la adoración del único Dios nos ayuda a no ceder ante las insidias del mal, a
elegir bienes mayores que cualquier riqueza material, a vivir en la libertad de
no inclinarnos ante el mal, a renunciar a manipular a Dios.
Las tentaciones de Jesús, que él experimenta no sólo en el desierto,
sino en todo su ministerio (de ahí las últimas y enigmáticas palabras del
evangelio de hoy: “el demonio se marchó hasta otra ocasión”), son las
tentaciones que de múltiples formas todos experimentamos por nuestra condición
humana. Por ello, debemos mirarlas con prudencia, pero también con esperanza y
confianza: Jesús las ha vencido, nosotros “por Cristo, con Él y en Él” podemos
vencerlas también. En Cristo, en su palabra, nos hacemos fuertes y nos
sometemos sólo al Espíritu de la verdad, el amor y la libertad, para servir,
para entregarnos sin componendas, para creer con confianza.
La tentación no es el pecado, sino la encrucijada en la que podemos
elegir a Dios.