2º DOMINGO DE PASCUA, CICLO C

UN PAQUETE DE REGALOS PARA LA HUMANIDAD

 

Para entrar al cenáculo donde ocurrió el primer encuentro de Cristo con sus apóstoles después de su resurrección me parece que habría que entrar de puntitas, sin llamar la atención porque ese día glorioso ocurrieron muchas cosas, que parecería un ambiente familiar, al cual se nos hubiera dado el privilegio de asistir. El medio que se respiraba en ese llugar era por un lado el miedo, el temor ante una muerte como la que le había ocurrido al Maestro  y por otro la alegría del encuentro con el mismo Cristo que seguía siendo el mismo pero ya era otro distinto. Notamos en primer lugar que Cristo se apareció de improviso, ya no por la puerta, simplemente se presentó en medio de  ellos, que no podían dar crédito a sus ojos y a su corazón.  Y fue Jesús mismo el que abrió la sesión con un saludo por demás solemne al mismo tiempo que lleno de alegría y  de sencillez: “La paz esté con ustedes”. No podía desearles nada mejor y no podía regalarles cosa mayor que esa, la paz para el corazón, para ellos y para el universo entero. Hubo un momento de estupor, de sorpresa, en el que no hallaban que hacer ni que actitud tomar. Siempre ocurrió lo mismo con todas las personas con las que Cristo se encontró después su resurrección. Cristo salió a su encuentro, y para desatar aquella situación,  deseó  de nueva cuenta la paz para sus corazones, y entonces sí vino la alegría, la algarabía y los abrazos, que transformaron el ambiente de manera que se mostró otro totalmente distinto del que habían experimentado  unos momentos antes. Luego vino algo muy importante, el envío a sus apóstoles al ancho mundo de la misma forma que a él lo había enviado el Buen Padre Dios. Un regalo sin duda alguna importantísimo para nuestra humanidad, que no se quedaría desamparada, pues aunque confiada a hombres mortales, les daba autoridad para llevar su Palabra a todas las gentes. Y así como se dice con ligereza que las desgracias no vienen solas sino en racimo, así también Cristo agregó a continuación  otro regalo muy singular, algo que no nos merecemos pero que fue fruto de su amor y de su generosidad. Soplando sorpresivamente sobre los apóstoles como el Padre sopló al principio de la humanidad, Cristo les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonado y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar.  Qué gran regalo para la humanidad y para la naciente Iglesia, algo que los mismos hermanos separados quisieran tener con ellos, y que los que se han alejado del Señor quisieran tener aunque no lo declaren de palabra: ser perdonados de sus pecados.  Nunca nos cansaremos de dar gracias al Señor de poder tener cerca a alguien que nos diga con toda seguridad: tus pecados quedan perdonados.

 

Parecería que ahí terminó todo, pero Cristo no se desentendería nunca más de los suyos, y la verdad es que Tomás uno de los once apóstoles no estaba con ellos, y cuando le anunciaron que ya el Señor había estado con ellos y no dio crédito a sus palabras, se mostró reacio a aceptar, exigiendo algo fuera de toda consideración: meter su dedo y su mano en las heridas abiertas de Cristo.

 

 Al domingo siguiente Cristo hizo una nueva aparición a sus discípulos, estando ya presente el Apóstol Tomás, y después del mismo saludo del domingo anterior, inmediatamente se dirigíó al Pobre Tomás que fue tomado por sorpresa: Tomasito, ven acá le diría Cristo con todo cariño, mira, ven,  tú exigías pruebas, pues te voy a dar esa gracia, mira aquí están mis manos y mi costado, a ver mete tu dedo y tu mano.  Eso fue demasiado para Tomás, que nunca se imaginó tanta ternura de parte de Cristo. Y no es que no creyera, porque en vida de Jesús había dado muestras de su amor y su entrega al Salvador,  y él mismo sería el que se lamentaba de no haber dado crédito al testimonio de los apóstoles, pero eso sirvió para que nos regalara con un primer y clarísimo acto de fe en la presencia de Cristo resucitado. Sin duda alguna que Cristo lo tomaría en sus brazos mientras lo invitaba a tocarle. Eso fue demasiando para Tomas, que sin duda alguna cayó al suelo, y desde esa situación, con lágrimas en los ojos, sin atreverse a mirar a Cristo, sólo acertó a decir: “Señor mío y Dios mío”. Y con esa ocasión Cristo afirmo: “Tomás, no sigas dudando sino cree… tú crees porque me has visto, pero dichosos también los que creen sin haber visto”, con lo cual exhorta a todos los hombres a aceptar el testimonio de la Iglesia representada en esa ocasión por los primitivos apóstoles y que hoy se prolonga por días sin término, alentando a tantos hombres y mujeres que hoy se jactan de no creer en Dios ni en Cristo, menos en el poder de la Iglesia de hacer presente cristo entre los hombres. Son más cada día los que afirman que no creen porque no ven, y que sólo se puede confiar en lo que puede palparse y tocarse, pero aquí está hoy el Señor Jesús señalando caminos de verdad y de vida para todos los hombres. Hoy queremos simpatizar con los que no tienen completo el don de la fe, pues están así quizá sin su voluntad, exhortándolos a continuar su búsqueda, hasta quedar frente a frente a Jesús que no desea otra cosa sino la paz y la salvación de todos los hombres. No desconfiemos que esos hombres y mujeres encuentren quizá con nuestra ayuda el camino de encuentro con Jesús el Salvador del mundo.

Si mi mensaje fue importante para ti, transmítelo a tus amistades, te lo suplica el P. Alberto Ramírez Mozqueda que está en alberami@prodigy. net.mx