Domingo 7 de Pascua (C)

La Ascensión del Señor

 

PRIMERA LECTURA

Lo vieron levantarse

Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles 1,1-11

En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido, movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios. Una vez que comían juntos, les recomendó: «No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.» Ellos lo rodearon preguntándole: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?» Jesús contestó: «No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo.» Dicho esto, lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse.»

 

Salmo responsorial 46, 2-3. 6-7. 8-9. R. Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas

 

SEGUNDA LECTURA

Lo sentó a su derecha en el cielo

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios 1,17-23

Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro. Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos.

 

EVANGELIO
Mientras los bendecía, iba subiendo al cielo
Conclusión del santo evangelio según san Lucas 24, 46-53

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: – «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.» Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.

 

Fidelidad y apertura

 

Hace años un afamado teólogo comenzaba su reflexión sobre la presencia de la Iglesia en el mundo de hoy proponiendo con agudeza una dialéctica entre identidad y relevancia, dos dimensiones, en apariencia, incompatibles: si los cristianos tratan de alcanzar relevancia y aceptación social, han de acomodarse al ambiente entorno, con lo que sacrifican su identidad cristiana; y si, por el contrario, refuerzan los elementos de su identidad, tienen el peligro de perder presencia social y convertirse en una secta. Es claro, y así lo proponía este teólogo, que la verdadera relevancia del cristiano y de la Iglesia sólo puede alcanzarse sobre la base de una identidad experimentada y creída. Y esto mismo es lo que les dice Jesús a sus discípulos antes de su Ascensión. Son palabras que aúnan admirablemente las dos dimensiones: la identidad, el núcleo esencial del mensaje cristiano, el recuerdo del misterio pascual de la muerte y resurrección del Mesías; y, sin solución de continuidad, la relevancia, la misión de la Iglesia, que Jesús confía a sus discípulos, y por la que se abre así al mundo entero.

La íntima unión de las dos dimensiones es esencial. En primer lugar, porque el contenido de la fe no es un sistema ideológico, moral o religioso más o menos atrayente, sino la vinculación con el Mesías, una persona de carne y hueso, que realmente ha vivido entre nosotros, ha muerto y ha resucitado, cumpliendo así el designio salvador de Dios, que es lo que significan las palabras “así estaba escrito”. Por eso, la misión no se realiza por medio de la propaganda, la fuerza o los argumentos racionales, sino mediante el testimonio de aquellos que están vitalmente unidos al maestro: “vosotros sois testigos de esto”.

Es significativo que la Ascensión tenga lugar en Betania: lugar de muerte y de vida (cf. Jn 11, 1-43), de amistad con el Maestro, de contemplación y de servicio (cf. Lc 10, 38-42). Los fuertes vínculos personales que evoca Betania nos hacen comprender que la Ascensión de Jesús a los cielos no es una separación. Lucas, teólogo de la historia de la salvación, va distinguiendo con claridad sus diversos momentos, y ahora señala la línea divisoria entre el período de la presencia terrena de Jesús, que se prolonga en cierto sentido durante el tiempo de las apariciones pascuales, y el tiempo de la misión. Pero, en realidad, la Ascensión marca, más que una desaparición, una nueva forma de presencia que, precisamente por universalizarse en la misión, no puede tener el carácter visible que vincula a determinado espacio y tiempo. Es la presencia en el Espíritu, la fuerza de lo alto que ha de revestir a los discípulos. Ahora bien, el carácter universal de esa presencia no debe llevar a equívocos: no es una universalidad “abstracta”, limitada al mundo de las ideas, sino una universalidad concreta, ligada a todo lugar y todo tiempo: ser sus testigos “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo”, sabiendo que Él está con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Esos “confines del mundo”, en el espacio y en el tiempo, se encuentran allí donde yo, cada uno de nosotros, se encuentra en cada momento: aquí y ahora, hasta aquí y hasta este momento ha llegado el mensaje del Evangelio, y la misión de cada uno es seguir llevándolo a todo tiempo y lugar.

Gracias a esta nueva forma de presencia en el Espíritu y que es el testimonio de los creyentes, Jesús “sigue padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros, sus miembros, experimentamos”, como nos recuerda San Agustín: él mismo es el perseguido cuando los cristianos sufren persecuciones (“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Hch 9, 4); él mismo pasa hambre y sed y penalidades en todo ser humano que sufre (cf. Mt 25, 34-45). Pero esta forma de presencia también hace verdad la inversa: si los discípulos volvieron a Jerusalén (que, no lo olvidemos, “dista poco de Betania, unos quince estadios” – cf. Jn 11, 18) y estaban “con gran alegría siempre en el templo bendiciendo a Dios”, es porque, en medio de las dificultades y contrariedades de este tiempo de misión y testimonio, participan y gozan ya de las primicias de la victoria de Cristo sobre la muerte. Por eso dice también San Agustín, hablando de la Ascensión, “que nuestro corazón ascienda también con él… de modo que gracias a la fe, la esperanza y la caridad, con las que nos unimos a él, descansemos ya con él en los cielos”.

Entendemos así que, aunque la misión se realiza humildemente por medio del testimonio de hombres débiles y limitados, no es cosa de la libre iniciativa o la imaginación humana, sino que es llevada adelante por el Espíritu Santo. De nuevo descubrimos cómo la apertura y relevancia de la misión es cuestión de fidelidad al núcleo de la fe confesada y vivida. Sólo desde esa fidelidad y esa guía del Espíritu es posible, como nos recuerda Pablo, recibir la sabiduría que ilumina el corazón, comprender vitalmente la esperanza a la que estamos llamados, la eficacia desplegada por la fuerza de la muerte y resurrección. Y sólo así la misión podrá evitar las deformaciones a que se puede ver sometida si nos dejamos llevar de nuestras propias ideas y que, de un modo u otro, tientan sin cesar a los seguidores de Jesús. La pregunta de estos en la escena que Lucas reproduce con otros matices al comienzo de los Hechos de los Apóstoles puede entenderse en este sentido: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?” Es una pregunta que sigue denotando a estas alturas una cierta incomprensión del mesianismo de Cristo y de su misterio pascual. Es fácil y tentador soñar con la fundación de un determinado sistema, más o menos teocrático, que establece claras fronteras entre “nosotros y los demás”, o comprender el testimonio, sea como un místico quedarse mirando al cielo, o, por el otro extremo, como un programa de pura transformación social que deja en la penumbra la confesión de fe. Es decir, es fácil caer en la tentación de subrayar la identidad a costa de la relevancia, o, lo contrario, buscar formas de relevancia que dejan desvaída la fidelidad al núcleo de la fe. Pero, como dice Jesús, “no os toca a vosotros poner en cuestión la autoridad de Dios”, sino realizar la misión encomendada: el testimonio de fe, que aúna fidelidad y apertura, confesión de fe y compromiso. Y no puede ser de otra manera, porque la verdad que se transmite por vía de testimonio es posible sólo cuando se incorpora en la propia persona la verdad testimoniada, que no consiste en hablar de “algo”, sino de vivir como vivió “alguien”, Jesucristo, reproduciendo en uno mismo ese núcleo de la fe: dar la propia vida para alcanzar la Vida.