Jueves de la Octava de Pascua

Padre Arnaldo Bazán

"Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz con ustedes”. Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: “¿Por qué se turban ustedes, y por qué se suscitan dudas en su corazón? Miren mis manos y mis pies; soy yo mismo. Pálpenme y vean que un espíritu no tiene carne y huesos como ven que yo tengo”. Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies. Como ellos no acabasen de creerlo a causa de la alegría y estuviesen asombrados, les dijo: “¿Tienen aquí algo de comer?” Ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Lo tomó y comió delante de ellos. Después les dijo: “Estas son aquellas palabras mías que les hablé cuando todavía estaba con ustedes: "Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”. Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: “Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Ustedes son testigos de estas cosas” (Lucas 24, 35-48).

El pueblo de Israel no había recibido una clara revelación con respecto a la resurrección. Eso llevó a muchos a negar la vida más allá de la muerte, y a otros a pensar que después de la muerte se tendría que esperar al final de los tiempos para resucitar.

Los apóstoles, por tanto, formados en esa tradición, no podían entender la posibilidad de la resurrección inmediata de Jesús, lo que le obligó a darles pruebas de que se trataba de la misma persona.

Con todo el cuerpo de Jesús, aunque era fundamentalmente el mismo, no lo era de la misma manera, por cuanto el suyo era ahora un cuerpo espiritual.

Antes de la resurrección no habría podido presentarse sin tocar a la puerta y luego desaparecer. Y si llegó a comer del pescado que le ofrecieron, lo hizo solo para asegurarles de que no se trataba de un fantasma, ya que, como subraya Lucas, estaban “sobresaltados y asustados creyendo ver un espíritu”.

De la misma forma que había hecho antes con los discípulos de Emaús, también ahora insiste con sus apóstoles en la necesidad de que el Mesías padeciera.

Es entendible la confusión de los discípulos, por cuanto el sufrimiento nos asusta, nos deprime y nos lleva a rechazarlo abiertamente.

Pero, ¿es bueno sufrir? Si nos quedamos sólo con la impresión dolorosa que produce diríamos que no. Pero si las consecuencias del sufrimiento son para beneficio habría que responder afirmativamente.

No hay madre que no esté dispuesta a sufrir junto a un hijo enfermo. Y hasta el dolor es necesario para que descubramos que algo anda mal en nuestro organismo. El dolor nos avisa para que tengamos cuidado.

Cuando el dolor responde a una necesidad es que lo apreciamos. Y Dios usó del sufrimiento de su Hijo para demostrarnos el amor que nos tiene. Como diría el propio Jesús: “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Juan 15,13).

La resurrección de Jesús es la prueba de que es el verdadero Salvador. Por nosotros “...se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Filipenses 2,8).