Miércoles de la Octava de Pascua, Ciclo A

Padre Arnaldo Bazán

"Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús, que distaba sesenta estadios de Jerusalén, y conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado. Y sucedió que, mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran. El les dijo: “¿De qué discuten entre ustedes mientras van andando?” Ellos se pararon con aire entristecido. Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: “¿Eres tú el único residente en Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?” El les dijo: “¿Qué cosas?” Ellos le dijeron: “Lo de Jesús el Nazoreo, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo; cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que él vivía. Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no le vieron”. El les dijo: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?” Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le forzaron diciéndole: “Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado”. Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Se dijeron uno a otro: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos, que decían: “¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!” Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido en la fracción del pan" (Lucas 24,13-35).

Aquellos dos hombres que iban caminando hacia Emaús se consideraban discípulos de Jesús. Sin embargo, en esos momentos amargos, después de haber visto a su Maestro colgado de una cruz, se sentían totalmente perdidos.

Por propia confesión expresaron su desánimo, pues habían esperado que Jesús fuese el liberador de Israel, que desde hacía años estaba sometido al poder del Imperio Romano.

Era la gran equivocación que había cometido el pueblo de Israel, ansiando un Mesías guerrero, un nuevo David dispuesto a tomar las armas contra sus enemigos.

Tenían las Escrituras, pero no las habían entendido. Por eso Jesús les echa en cara su falta de entendimiento de lo que realmente habían anunciado los profetas.

En ningún momento se habla del Ungido de Dios sino como el “siervo de Yahvé”, siervo sufriente que debía cargar con los pecados de todos y sufrir las consecuencias.

Así Isaías: "Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados" (53,3-5).

Nuestro Salvador no vino a resolver los problemas que nos toca a nosotros enfrentar. El vino a hacer algo que ninguno de nosotros podía hacer, pues somos incapaces hasta de merecer la salvación. Pero el Padre Dios nos ama con amor infinito. Somos sus criaturas, pero El quiso que fuésemos sus hijos. Por eso determinó el remedio que necesitábamos, y envió a su Hijo Único para que lo aplicara a todos los que quieran recibirlo.

Siempre tenemos que usar de nuestra responsabilidad para salvarnos. Así decía san Agustín: “Aquel que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.

Si no podemos merecer la salvación, tenemos que desearla ardientemente. Es lo único que Dios nos pide. Una eternidad feliz bien vale cualquier sacrificio que tengamos que hacer.