LOS OJOS Y LA FE

Domingo segundo de Pascua. A

 

“¡Dichosos los que creen sin haber visto!”

(Jn 20,29)

 

Señor Jesús, muchas veces nos lamentamos de no haberte visto. Y muchas personas pretenden justificar su falta de fe apelando al hecho de la ausencia de Dios. Se quejan de no ver a Dios cuando más lo necesitan, por ejemplo, en los momentos de crisis y fracasos, de enfermedades o de muertes, de guerras o de terremotos.

Podemos observar que no echan de menos a Dios en los momentos de triunfo y de alegría. Al parecer, en esos momentos, no consideran necesaria la presencia de Dios. Por eso no dedican ni un minuto para darle las gracias por esos triunfos y logros que se atribuyen a sí mismos.

En el fondo, el problema está en nuestra autosuficiencia. Pensamos que al creer le estamos haciendo un favor a Dios. Es un auténtico milagro comprender que podemos creer en Dios gracias a su misericordia. Y milagro es también llegar a descubrir que Dios cree en nosotros antes de que nosotros lleguemos a creer en él.

 Además, con demasiada frecuencia pensamos que necesitamos ver para creer en Dios, cuando, en realidad, solo cuando llegamos a creer en Dios, recibimos también la capacidad para ver. Es la fe la que purifica nuestros ojos. Es la fe la que nos da la nueva luz que necesitamos.

Señor, todos los que inmerecidamente hemos recibido el don gratuito de la fe, nos consideramos dichosos y felices por haber llegado a creer en ti, a pesar de no haberte visto en carne mortal.

Recordamos con gusto las palabras que dirigiste al apóstol Tomás: “¡Dichosos los que creen sin haber visto!”. Esta bienaventuranza despierta en nosotros la alegría del Evangelio y el gozo de anunciarlo y testimoniarlo con  nuestra propia vida, para que otros puedan llegar a creer.

Señor Jesús, resucitado de entre los muertos, te reconocemos como nuestro Señor y nuestro Salvador. Gracias a la luz de la fe, en ti vemos reflejada la misericordia de Dios. Bendito seas por siempre, Señor.

José-Román Flecha Andrés