MARTES
DE LA SEGUNDA SEMANA DE PASCUA
Arnaldo Bazan
“En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos
de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero ustedes no
aceptan nuestro testimonio. Si al decirles cosas de la tierra, ustedes no
creen, ¿cómo van a creer si les digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo
sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la
serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para
que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Juan 3,11-15).
El ser humano sólo puede hacerse una idea,
bastante remota, por cierto, de lo que es el cielo. Y eso por una sencilla
razón: ninguno de nosotros ha estado nunca allí.
Dios quiso colocarnos aquí primero para realizar
algo así como un entrenamiento que nos permitiera apreciar lo que luego nos
será dado.
Dios no es como esos padres que malcrían a sus
hijos dándoles todos los gustos. El más bien nos educa permitiendo que pasemos
trabajos y nos sintamos obligados a enfrentar los problemas por nosotros
mismos. Es así como se aprende.
En esta escuela que es la vida tenemos que pasar
muchos trabajos, como los pasa el campesino que quiere tener una buena cosecha;
como los pasa el obrero que quiere ver felizmente terminado su trabajo; como
los pasa el estudiante que quiere llegar a su graduación.
San Pablo, que tuvo el privilegio de ver el
cielo, se quedó prácticamente mudo a la hora de decirnos lo que contempló.
Expresándose en tercera persona dice: Conozco a
un cristiano que hace catorce años - si fue con cuerpo o sin cuerpo, no lo sé,
Dios lo sabe - fue arrebatado hasta el tercer cielo. Y me consta que ese hombre
- si fue con cuerpo o sin cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe - que fue arrebatado
al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede expresar (2a.
Corintios 12,2-3).
Claro que Pablo se estaba refiriendo a sí mismo
como aquel que había logrado ver lo que luego no podría expresar con palabras
humanas.
El propio Jesús no nos lo pudo decir todo, pues
tendría que haber cambiado nuestra actual condición. Pero de lo que no hay duda
es de que nos enseñó claramente que nuestra meta final es el cielo, el Reino de
Dios, y que, si somos fieles, viviremos para siempre con El.
Esto lo promete una y otra vez, según nos lo
recogen las páginas del Evangelio. El vino a desentrañarnos el misterio. El
vino a ser nuestro Camino al cielo. El es el Pastor
que nos conducirá hasta las moradas donde habita Dios. El, que estaba en el
cielo, vino para que también nosotros podamos vivir allá.
Arnaldo Bazán