“No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo” (Jn 12, 47).
No deseo ser tendencioso, ni arrimar el ascua a mi
conveniencia, pero el axioma pronunciado por Jesús es contundente: Él ha venido
a salvar, no a condenar, y ofrece la salvación a toda la humanidad. En los
diálogos nocturnos que Jesús mantuvo con Nicodemo, el Maestro le aseguró: “Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar
al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17).
El ofrecimiento de Jesús de su propia vida, no tiene
límite por su parte: «Bebed todos; porque esta es mi sangre de la alianza, que
es derramada por muchos para el perdón de los pecados (Mt 26, 27-28). Esta
expresión tiene un sentido de totalidad: pueden beber todos, pero no es
obligación, sino ofrecimiento.
Justamente en la parábola del Buen Pastor, dice
Jesús: “Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen,
igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las
ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas
las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo
Pastor” (Jn 10, 14-16). Las últimas palabras de Cristo resucitado a los suyos
son de envío y misión universales: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,
18-19).
Nadie está excluido del ofrecimiento de salvación de
Jesucristo. El salmista ya había entonado su cántico misionero universal: “Que
Dios tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación. Oh
Dios, que te alaben los pueblos, que
todos los pueblos te alaben. Que canten
de alegría las naciones, porque riges
el mundo con justicia y gobiernas las naciones de la tierra. Oh Dios, que
te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. La tierra ha dado su
fruto, nos bendice el Señor, nuestro Dios. Que Dios nos bendiga; que le teman todos los confines del orbe.” (Sal
66, 1-8)
En un primer momento, los apóstoles creían que la
Redención alcanzada por Jesucristo era exclusiva para los judíos, y en caso de
que surgieran conversos, para todos los circuncidados. Pero el Espíritu Santo
infundió su luz desde el primer momento para que comprendieran que Jesús había
venido para manifestar y ofrecer el amor de Dios a todos. «¿Se puede negar el agua del bautismo a los que
han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?» (Act 10, 47). «Así pues, también a los gentiles les ha otorgado
Dios la conversión que lleva a la vida» (Act 11. 18).
Pero cómo hacerse eco de la Buena Noticia en un
estado de confinamiento. El amor es sagaz, y tiene un lenguaje que todos
entienden, que es precisamente el amor. Es momento de amar, de orar, de
compartir, de ofrecer gestos gratuitos que declaren el amor de Dios,
manifestado y sellado en Jesús para todos los pueblos.