San Juan de la Cruz, en una bella
página, nos dice que ya todo lo que debíamos saber nos lo enseñó Dios por medio
de su Hijo, que es su Palabra, y no tiene otra.
¿Cómo entonces dice Jesús que es el
Espíritu Santo quien nos lo enseñará todo?
Bien claramente podemos colegir por
lo dicho en la Escritura que con la venida del Paráclito no hemos recibido
ninguna enseñanza nueva, nada que no hubiera ya enseñado Jesús.
Pero con la gracia del Espíritu es
que podemos asimilar esas enseñanzas y, sobre todo, ponerlas en práctica.
Ese sería el sentido de las últimas
palabras del párrafo, en que Jesús señala que El les
recordará cuantas cosas les tengo dichas.
Todos sabemos que no basta leer un
libro o escuchar un sermón, ni tan siquiera seguir todo un curso para decir que
hemos aprendido algo. Al igual que con el proceso digestivo, en el que entra no
sólo la ingestión de los alimentos, sino también la asimilación y la
eliminación, así con nuestros conocimientos en general y nuestro saber de Dios
en particular.
Jesús nos dio el alimento que es
capaz de nutrir nuestras mentes para que exista un cambio en nuestras formas de
pensar y de actuar. Luego el Espíritu completa todo esto, ayudándonos a
asimilar lo recibido y a distinguir entre el trigo y la cizaña, para eliminar
aquello que no pertenezca a las enseñanzas del Maestro.
Como el alumno que necesita un
profesor que le “repase” lo que otro ha enseñado, así el Espíritu nos va
guiando para que aceptemos sólo lo que es de Jesús y rechacemos lo que no lo
es.
Claro que la acción del Espíritu se
dirige, en primer lugar, a la misma Iglesia, depositaria de la Verdad revelada
por Jesús, para que, por medio de sus pastores, a quienes corresponde el
magisterio en nombre del Señor, mantenga incólume la unidad de la fe y la
preserve del error.
El Espíritu actúa en cada uno de
nosotros para que discernamos lo correcto de lo falso, acatando con humildad lo
que la Iglesia nos señala como auténtica doctrina cristiana.
Arnaldo Bazán