SÁBADO DE LA SEXTA SEMANA DE PASCUA
Padre Arnaldo Bazán
“Aquel día no me preguntarán ustedes nada. En
verdad, en verdad les digo: lo que ustedes pidan al Padre se lo dará en mi
nombre. Hasta ahora nada le han pedido en mi nombre. Pidan y recibirán, para
que su gozo sea colmado. Les he dicho todo esto en parábolas. Se acerca la hora
en que ya no les hablaré en parábolas, sino que con toda claridad les hablaré
acerca del Padre. Aquel día pedirán en mi nombre y no les digo que yo rogaré al
Padre por ustedes, pues el Padre mismo los quiere, porque me quieren a mí y
creen que salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra
vez el mundo y voy al Padre” (Juan 16,23-28).
Entre los cristianos de hoy podemos ver una gran
diferencia. Hay quienes apenas podrían llamarse así, ya que se contentan con
visitar la Iglesia “de vez en cuando”. Otros hasta participan de la Eucaristía
cada domingo, pero fuera de eso no dedican ningún tiempo para ponerse en
contacto con Dios. Hay en fin otros que se mantienen creciendo en el amor de
Dios y el conocimiento de su Palabra.
Cuando estamos en ese contacto íntimo, en ese
trato frecuente con Dios, con Jesús, con el Espíritu Santo, con María y los
santos es que se hace realidad esa claridad de que nos habla Jesús.
Este crecer supone un constante esfuerzo por
irnos desprendiendo de nosotros mismos, hasta que alcancemos esa plenitud que
permitió a san Pablo decir: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí;
la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que
me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2,20).
Es entonces cuando podemos ver más claro, aunque
nunca llegaremos en este mundo a tener una claridad total, que sólo conseguiremos
en el cielo.
El mismo apóstol dice también: “Ahora vemos en
un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo
parcial, pero entonces conoceré como soy conocido” (1 Corintios 13,12).
Esta idea la completa san Pablo con estas
sublimes palabras: “Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos
como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma
imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2
Corintios 3,18).
El problema es que no todos están dispuestos al
sacrificio de sí mismos para que puedan reflejar la gloria de Dios en ellos.
Pero si nos mantenemos en oración, ya sabemos cuánto poder nos ha dado el
Señor, tanto que podemos obtener todo lo que pidamos.
Permitir que sea Cristo quien viva en nosotros
supone una decisión de asemejarnos cada vez más a Él. Esta sería la verdadera
finalidad del vivir cristiano, pues en la imitación de Jesús es que estriba el
auténtico seguimiento al que hemos sido llamados.
La conversión que El
nos exige va por ese camino. Nunca terminaremos ese proceso que supone llegar a
imitarlo lo más cerca que podamos. Pero esto sólo podremos conseguirlo si
contamos con el Espíritu Santo para lograrlo.
Arnaldo Bazán