15 de agosto
Solemnidad de la
Asunción
Lectura del libro del Apocalipsis
11,19a;12,1.3-6a.10ab
Se abrió en el cielo el santuario de Dios y en su santuario
apareció el arca de su alianza. Después apareció otra señal en el cielo: Un
enorme dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos y siete diademas en las
cabezas. Con la cola barrió del cielo un tercio de las estrellas, arrojándolas
a la tierra. El dragón estaba enfrente de la mujer que iba a dar a luz,
dispuesto a tragarse el niño en cuanto naciera. Dio a luz un varón, destinado a
gobernar con vara de hierro a los pueblos. Arrebataron al niño y lo llevaron
junto al trono de Dios. La mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar
reservado por Dios. Se oyó una gran
voz en el cielo: «Ahora se estableció la salud y el poderío, y el reinado de
nuestro Dios, y la potestad de su Cristo.»
Salmo 44,10bc.11-12ab.16 R/. De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir
Segunda lectura
Cristo tiene
que reinar porque Dios ha sometido todo bajo sus pies
Lectura de la primera carta del
apóstol san Pablo a los Corintios 15,20-27a
Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos.
Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si
por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Pero cada uno en
su puesto: primero Cristo, como primicia; después, cuando él vuelva, todos los
que son de Cristo; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su
reino, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza. Cristo tiene que
reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último
enemigo aniquilado será la muerte. Porque Dios ha sometido todo bajo sus pies.
Lectura del santo evangelio según
san Lucas 1, 39-56
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la
montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En
cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó
Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las
mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la
madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de
alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el
Señor se cumplirá.» María dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi
salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me
felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes
por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación
en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de
corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los
hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a
Israel, su siervo, acordándose de la misericordia –como lo había prometido a
nuestros padres– en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.» María se quedó con Isabel unos tres
meses y después volvió a su casa.
En camino y hacia
arriba
La primera lectura nos presenta un
cuadro impresionante, de resonancias cósmicas, en el que se simboliza la lucha
en curso en la historia de la humanidad entre el bien y el mal, entre las
fuerzas diabólicas que tratan de apoderarse del mundo, y las que tratan de
realizar en este mismo mundo los designios de Dios. El cuadro resulta tremendo,
porque en verdad esa lucha es durísima y dramática. Con frecuencia se tiene la
impresión de que las fuerzas del mal tiene las de ganar, porque no conocen
límites a sus agresivas y perversas estrategias para imponerse, mientras que
las fuerzas del bien a veces nos parecen demasiado débiles y a la defensiva y
en retirada, como la mujer embarazada, amenazada por el dragón, y que huye al
desierto. Sin embargo, en esa situación de retirada y aparente debilidad, desde
el cielo se oye un himno que habla de salvación, poder, reinado, que proclama,
en definitiva, la victoria de Cristo.
Esta representación grandiosa y
dramática, escrita en tiempos de persecución de la Iglesia (la mujer del
Apocalipsis), a la que el Imperio romano (el dragón rojo) trata de destruir (de
borrar a Cristo de la faz de la tierra), afirma, a pesar de los pesares (y
pesares había muchos), que, contra toda evidencia histórica, es Cristo, la
Iglesia, la fe quienes ya han vencido. Y esto es así porque, como proclama
Pablo en la carta a los Corintios, Cristo ya ha muerto y, sobre todo, ya ha resucitado,
y en Él la muerte y el pecado, los enemigos de Dios y de los hombres, ya han
sido vencidos, han perdido todo su poder.
Pero esta verdad de fe parece ser
contradicha por el devenir de la historia. ¿Cómo vivir ya hoy, en medio de
nuestra atormentada historia, la victoria de la que nos habla nuestra fe? Y,
aún más, ¿cómo participar en esta batalla que continúa desarrollándose en el
mundo, y contribuir de algún modo al advenimiento definitivo de esa victoria?
La fiesta de la Asunción de la
Virgen María nos ilumina hoy en este sentido, nos ayuda a entender el sentido
de la historia, que sólo es accesible a una mirada de fe, y nos invita a
insertarnos en él.
En contraste con el grandioso
cuadro del texto del Apocalipsis, el Evangelio nos dibuja una situación casi
insignificante. Una humilde mujer, joven y embarazada, se pone en camino, sube
desde el valle de Galilea a la montaña de Judea, a una pequeña aldea, para encontrarse y ayudar a
una mujer anciana, también embarazada. Todo en el texto habla de subida: el
camino empinado desde el valle de Galilea en que se encuentra Nazaret y que
conduce a la montaña de Judea. Pero también la elevación de esas mujeres
grávidas de vida y bendecidas por la gracia, que elevan sus voces para
bendecir: Isabel a María, porque ya ha sido bendecido el fruto de sus entrañas,
por el que María lleva en las suyas. María bendice a Dios, que hace maravillas
por los que confían en Él.
Es en este contexto de subida y
elevación, que habla al mismo tiempo de las dificultades de la vida, pero
también de las dimensiones superiores que ennoblecen nuestra existencia, como
podemos entender el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a los
cielos, que no expresa sólo una gracia peculiar recibida por María, sino la
realidad a la que todo hombre está llamado en cuanto partícipe de la salvación
en Cristo.
Cristo resucitó “en la carne”. Es
decir, el cuerpo humano, su carne, es también sujeto de la salvación. Se
subraya así la profunda unidad del ser humano en la complejidad de su cuerpo y
de su espíritu. El cristianismo no puede entenderse como una religión
espiritualista, desencarnada, enemiga del cuerpo y de la materia, también creada
por Dios y que participaba de la bondad de la creación. Al contrario, el
cristianismo es la religión de la encarnación, en la que la carne es presencia
y rostro de la dignidad personal del hombre, imagen de Dios.
Si Cristo en su encarnación asume
plenamente nuestra condición corporal, nosotros, en Cristo, participamos de su
condición gloriosa en la totalidad de nuestro ser humano, cuerpo y alma.
Contra esta esperanza, sin embargo,
se alza la crudeza de la muerte corporal. El hombre muere y su cuerpo se
corrompe. ¿En que queda la esperanza de la vida eterna? Ante la evidencia de la
corrupción corporal, existe el peligro de reducir la esperanza cristiana a la
categoría de la inmortalidad del alma: algo del hombre perviviría, pero no su
cuerpo.
Es cierto que nuestra fe proclama
la resurrección de Cristo “al tercer día” y que el sepulcro vacío es la
confirmación en negativo de la esperanza en la resurrección de la carne. Pero a
nosotros, parece, no nos es dado gozar de la resurrección de la carne de manera
inmediata, sino que hemos de esperar en un enigmático “estado intermedio” de
difícil comprensión. Y sigue en pie la evidencia de que, si el sepulcro de
Cristo quedó vacío tras su resurrección, los sepulcros de los demás hombres
siguen llenos de despojos humanos.
El dogma de la Asunción de María en
cuerpo y alma a los cielos nos recuerda que la participación del hombre en la
muerte y la resurrección de Cristo es plena y no sólo parcial. Cuerpo y
espíritu, la unidad del hombre, están llamados a esa participación. En segundo
lugar, este dogma habla de la dignidad del cuerpo humano, que no es para el
cristiano ni cárcel ni tumba del alma, como decía Platón. Además, de manera especial,
habla de la dignidad de la mujer, también en su cuerpo, tantas veces
indebidamente instrumentalizado.
Si es verdad que el cuerpo humano
tras la muerte se corrompe, no lo es menos que el alma humana puede también
corromperse, todavía en vida, con la corrupción del pecado. El pudor del cuerpo
preserva su dignidad de la debilidad a que está sometido. Pero también hay un
pudor del alma, que afirma la dignidad del hombre como imagen de Dios más allá
de sus expresiones imperfectas.
Como es sabido, en la tradición
oriental la Asunción de María, sin el rango de dogma, se venera bajo el título
de la “dormición” (Uspenie). María no conoce la muerte propiamente tal, que es
por definición la dispersión del cuerpo y su separación del alma, sino que el
fin de su vida terrena es una dormición de la que, según la tradición ortodoxa,
al tercer día se despertó con su cuerpo incorrupto. Las lenguas eslavas enlazan
de algún modo con la tradición bíblica de la antropología unitaria y sin
escisiones, en que tanto el cuerpo como el alma designan al hombre entero,
aunque subrayen un aspecto suyo. En ruso cuerpo se dice “telo”, y la palabra
está vinculada etimológicamente con el adjetivo “todo”, “entero”, “tseloe”, y
con el sustantivo “integridad”, “tselosnost”. El cuerpo es el todo del hombre y
no una parte. Y esto significa que, propiamente hablando, en esta vida temporal
no tenemos cuerpo en sentido pleno, por ser nuestra existencia deficitaria en
tantos aspectos. Sólo en el cuerpo resucitado de Cristo alcanza el ser humano
su plenitud corporal y espiritual. También en lo corporal somos peregrinos, y
la esperanza cristiana, en esta perspectiva oriental, no consiste sólo en
confiar en que esta carne nuestra resucitará, sino en que en la resurrección se
nos dará la plenitud corporal que en esta vida no hemos podido gozar del todo.
La “Uspenie” de María nos habla de esa plenitud, inseparable de la plenitud de
gracia. No sólo Dios se encarna de María (se sirve de ella para hacerse
hombre), sino que al hacerlo, humaniza plenamente a María, la hace participar
de la plenitud corporal en que consiste la salvación, vencedora de la muerte.
María Inmaculada nos habla del
poder sanador de Dios, que reconstituye con su gracia la obra “muy buena” que
salió de sus manos. Y la Asunción nos avisa de la salvación integral a que
estamos llamados, del humanismo integral en que consiste el cristianismo,
frente a unilateralidades espiritualistas o materialistas, igualmente enemigas
del hombre concreto. La fe en la Asunción de María manifiesta el pudor con que
Dios rodea a sus criaturas, para preservarlas de la corrupción del pecado y de
la muerte.