DOMINGO XXII  (A)  (Mt. 16, 21-27)

 

-          Jesús nos habló, sin tapujos, de la necesidad que comportaba la cruz para su seguimiento. Hoy da un paso más y viene a decirnos que, no aceptar la cruz, “nos familiariza con Satanás y nos aleja de los amorosos planes de Dios”.

-          Está claro que, con solos criterios humanos, es muy difícil armonizar, nuestra manera de concebir la felicidad, con las maneras de Dios. ¡Nosotros no podemos comprender que la cruz pueda ser un elemento positivo para alcanzar la felicidad!.

-          Y así pensaba también, el bueno de Pedro cuando, desde sus criterios meramente humanos y, porque quería “lo mejor” para su Maestro, se lo lleva aparte, para disuadirlo de tan dolorosos planes: Pero, ¡Señor!, ¿que nos estás diciendo?. ¡Eso no puede ser! La reacción de Cristo fue tan dura como sorprendente. Pero…, ¿Qué me dices, Pedro, qué estás pretendiendo tú? ¿Qué renuncie a  hacer la voluntad de mi Padre? ¿Qué eche por tierra la Redención de la Humanidad? Sin advertirlo, ¡tú le estás haciendo el juego a Satanás!:

 

“¡Apártate de mi, Satanás, tú piensas como los hombres, no como Dios!”  

 

-          Hasta aquí el pasaje evangélico. Pero, no nos quedemos en generalidades porque aquí, ¡hay tela cortada para todos!

 

-          ¡En cuantos momentos de nuestra vida, tú y yo, hemos merecido aquel mismo reproche de San Pablo a los Filipenses!: “Con lágrimas os lo digo porque, he sabido que hay muchos de vosotros que andan como enemigos de la cruz de Cristo” (Filipenses 3, 1)

 

-    Más de una vez nosotros hemos merecido este lamento de San Pablo:

-  Cada vez que hemos optado por lo fácil e inmediato a costa de una manifestación clara de la voluntad de Dios.

- Cuando pudieron más, nuestras apetencias desordenadas, nuestras pasiones, que el querer de Dios.

-  Y en tantas y tantas ocasiones en las que, “pensando como los hombres”, erramos el camino y, desechando la Cruz de Cristo, preferimos las pasajeras satisfacciones que nos presentaban los enemigos de la verdadera felicidad que Cristo nos ofrece.   Guillermo Soto