Solemnidad
de Todos los Santos
Todos
los santos
La fiesta de la santidad
En el día de todos los Santos la palabra de Dios nos introduce
en el misterio de su amor, del amor que llena toda la vida haciendo
extraordinaria cada acción ordinaria. El Papa Francisco nos recuerda en la
Exhortación apostólica Gaudete et Exsultate (GE
10) la llamada de todos a la santidad: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,45; cf. 1 P 1,16). Tres lecturas impresionantes
nos acercan al misterio del amor y de la alegría propia de la santidad: El
libro del Apocalipsis (Ap 7,2-17), la primera
carta de Juan (1Jn 3,1-3) y el Evangelio de Mateo (Mt 5,1-12). Una multitud
inmensa se reúne en torno a Jesús. Es la multitud de discípulos y de sufrientes
de la historia. Es la multitud de los santos que están de pie ante el Cordero,
anunciando y celebrando el triunfo del Cordero degollado y Resucitado, cuya
Pasión ha transformado el sentido de la vida humana, convirtiendo en Santos a
todos los hombres y mujeres que, por ser discípulos o por ser víctimas en la
historia, han sido y siguen siendo llamados por Dios para ser Hijos suyos. Es
la fiesta de la santidad. Son gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua. Y
esta realidad que se revelará un día en plenitud es el horizonte de esperanza
hacia el que nos encaminamos y que está marcando nuestro presente.
La multitud de los santos
vinculados al Crucificado y Resucitado
Los santos son todos los hombres que a lo largo de la historia
han quedado vinculados a Jesús Resucitado por medio del sufrimiento inocente y
por medio de la fe, día a día, llevan en sus cuerpos las marcas de la gran
tribulación. En dos lenguajes diferentes y en dos géneros literarios distintos
se describe una realidad común. El género apocalíptico y el evangélico nos
llevan a la experiencia del Reinado de Dios en la vida humana, que convierte en
Santos a los seres humanos capaces de vivir en comunión con Dios y entre
nosotros.
La muchedumbre inmensa y
universal en el Apocalipsis
La lectura del Apocalipsis nos cuenta hoy la visión de un ángel
que lleva el sello del Dios vivo para marcar a los siervos de Dios. El número
de 144.000 sellados tiene un sentido más simbólico que histórico. Los números
en este tipo de literatura no tienen meramente un valor cuantitativo sino
especialmente cualitativo. En este caso 144.000 (Ap 7,4;
14,1.3) expresa la universalidad de la salvación de Dios que en el tiempo de la
historia, antes del final, instaura el Reino de Cristo (1000 años) el
cual abarca a la humanidad de todos los tiempos, del AT y del NT (12 x 12 x
1000). Después se dice explícitamente: Se trata de una multitud innumerable. En
el pasado han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero, con
túnicas blancas, por tanto que participan de la resurrección, con palmas en las
manos, como signo de triunfo. Es una multitud vencedora, que está en pie, y por
tanto participa de la misma suerte del Cordero: Son los que vienen de la gran
tribulación. El Cordero degollado, pero en pie, es Jesús, el crucificado
resucitado. Este cordero ha venido de la gran tribulación, ha derramado su
sangre no sólo para quitar el pecado (lavar las túnicas) sino para que esa
multitud tenga una participación existencial en el Resucitado (blanquear las
túnicas).
La gran dicha de la multitud de
los santos es Dios
Después se completa lo que acontece a esta multitud. En el
presente están sirviendo a Dios constantemente, como un pueblo de sacerdotes.
En el futuro el Cordero acampará entre ellos y ya no habrá más hambre ni más
sed (Is 49, 10) y Dios enjugará las lágrimas de sus
ojos (Is 25,8). Esta perspectiva de futuro conecta
directamente con las Bienaventuranzas: “Dichosos los hambrientos y sedientos de
la justicia porque ellos serán saciados” y “Dichosos los que gimen porque ellos
serán consolados”. La gran dicha de la multitud de los santos es, siempre y en
todas las bienaventuranzas, Dios y sólo Dios. Sin embargo las bienaventuranzas
no se remiten sólo ni principalmente al futuro, sino también al presente de
esta vida, abriendo al ser humano a una propuesta de dicha y alegría que sólo
es propia del Reino de Dios, pero que está disponible para todos los hombres y
mujeres que al oírla entren en su dinamismo de vida y de alegría. Esta dicha es
el elemento constante de todas las bienaventuranzas. La dicha no es sólo la
felicidad, comúnmente entendida como la satisfacción de las necesidades básicas
humanas. La dicha implica una alegría profunda en el interior del ser humano,
de origen espiritual, que tiene su razón de ser en Dios, y que es compatible
con la vivencia de situaciones de sufrimiento y de tribulación, desde la
esperanza puesta en Dios, en virtud del cual estas experiencias no pueden conducir
a la mera resignación impasible, ni a la alienación espiritualoide,
ni al inmovilismo social.
Los bienaventurados
Los destinatarios de las bienaventuranzas son, en primer lugar,
personas que están o pasan por una situación de negatividad extrema: los
pobres, los que gimen, los indigentes, los que tienen hambre y sed, también de
justicia. Son personas que carecen de lo más mínimo para una vida digna y
humana. La razón de la dicha no es la situación en la que se encuentran sino el
giro que van a experimentar esas condiciones sociales. El que va a realizar ese
giro es Dios mismo, que traerá el consuelo, que dará el don de la tierra y
saciará a los hambrientos y sedientos. Sólo por ser víctimas, por ser
sufrientes, independientemente de sus creencias religiosas, Dios está de su
parte, y Dios hace una promesa de futuro que ciertamente se cumplirá. Dios
anulará tal estado de negatividad y de injusticia y acabará con todo ello. Lo
que no se sabe es ni cómo ni cuándo esto se llevará a cabo. Los sujetos a los que
se les anuncia la dicha en la segunda parte de las bienaventuranzas son
personas cuya disposición personal, cuyas actitudes y acciones, impulsadas
desde el amor, pertenecen al mundo de relaciones hacia los demás y hacia Dios,
propias del Reino de Dios: Donde se vive practicando la misericordia, la ayuda
mutua, la solidaridad, la transparencia interior, la autenticidad y la
sinceridad, trabajando y luchando por la paz y la justicia, hasta ser
perseguidos por ello. Este mundo nuevo de relaciones trae sin duda la dicha, la
alegría inefable del tiempo mesiánico.
La Bienaventuranza de los
pobres es el Reino de Dios
La primera bienaventuranza, la de la pobreza, es aún más
paradójica. Se trata no sólo de los pobres sino de los pobres cuyo espíritu
permite que el Dios del amor y de la justicia reine en ellos. Por una parte,
los pobres son los que carecen de medios para una subsistencia humana y
digna. El Reino de Dios – dice Jesús- les pertenece. Pero esa
primera bienaventuranza dice algo más. Dado que los que viven en el estado de
pobreza y de miseria son millones de seres humanos, hermanos nuestros, la
propuesta de Jesús es ponerse de parte de los excluidos y marginados de la
sociedad, de los indigentes, maltratados y oprimidos, dar acogida a los
inmigrantes, incluidos los sin papeles, ponerse del lado de las víctimas,
uniéndonos libremente a su causa. La primera bienaventuranza y la última (la de
los perseguidos por causa de la justicia que Dios quiere instaurar o por
fidelidad a esa opción primera por los pobres) no hablan del futuro, sino del
presente, de modo que no podemos conformarnos con las lecturas que desplazan la
dicha y la santidad al más allá de esta vida. La fuerza de esta
proclamación es que Dios hace llegar su Reino, también en el tiempo presente,
para los que son pobres, pobres con espíritu, y para los que se hacen pobres a
conciencia y, por ser fieles a este plan de la justicia de Dios, son incluso
perseguidos.
Todos santos y llamados a la
gran alegría
Todos ellos están en esta historia, en el presente, de pie, con
túnicas blancas y palmas en la mano, como los que vienen de la gran
tribulación, cantando el triunfo paradójico del que fue crucificado y que
enjugará toda lágrima de nuestros rostros. Ésta es realmente la multitud de
todos los Santos, cuya gloria no se canta principalmente en los templos, sino
que se proclama, día a día, en todos los lugares de la tierra y en todos los
tiempos de la historia, también en los cementerios, donde el dolor y el
sufrimiento han quedado marcados por la sangre del Cordero. Feliz día de todos
los santos, en el que todos podamos sentir la dicha de la santidad, llenando de
amor todas las acciones de la vida.
José Cervantes Gabarrón,
sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura