SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

Padre Pedrojosé Ynaraja Díaz

 

Lecturas liturgicas

 

Ap 2-4. 9-14

 

Yo, Juan, vi a un Ángel que subía del Oriente, llevando el sello del Dios vivo. Y comenzó a gritar con voz potente a los cuatro Ángeles que habían recibido el poder de dañar a la tierra y al mar:

 

«No dañen a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los servidores de nuestro Dios».

 

Oí entonces el número de los que habían sido marcados: eran 144.000 pertenecientes a todas las tribus de Israel.

 

Después de esto, vi una enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas. Estaban de pie ante el trono y delante del Cordero, vestidos con túnicas blancas; llevaban palmas en la mano y exclamaban con voz potente:

 

«¡La salvación viene de nuestro Dios

 

que está sentado en el trono,

 

y del Cordero!»

 

Y todos los Ángeles que estaban alrededor del trono, de los Ancianos y de los cuatro Seres Vivientes, se postraron con el rostro en tierra delante del trono, y adoraron a Dios, diciendo:

 

«¡Amén!

 

¡Alabanza, gloria y sabiduría,

 

acción de gracias, honor, poder y fuerza

 

a nuestro Dios para siempre! ¡Amén!»

 

Y uno de los Ancianos me preguntó: «¿Quiénes son y de dónde vienen los que están revestidos de túnicas blancas?»

 

Yo le respondí: «Tú lo sabes, señor».

 

Y él me dijo: «Éstos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero».

 

 

 

2ª 1Jn 3, 1-3

 

 

 

Queridos hermanos:

 

¡Miren cómo nos amó el Padre!

 

Quiso que nos llamáramos hijos de Dios,

 

y nosotros lo somos realmente.

 

Si el mundo no nos reconoce,

 

es porque no lo ha reconocido a Él.

 

Queridos míos,

 

desde ahora somos hijos de Dios,

 

y lo que seremos no se ha manifestado todavía.

 

Sabemos que cuando se manifieste,

 

seremos semejantes a Él,

 

porque lo veremos tal cual es.

 

El que tiene esta esperanza en Él, se purifica,

 

así como Él es puro.

 

 

3ª Mt 4, 25—5, 12

 

Seguían a Jesús grandes multitudes, que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania.

 

Al ver la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a El. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:

 

«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.

 

Felices los afligidos, porque serán consolados.

 

Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.

 

Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.

 

Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.

 

Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.

 

Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.

 

Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.

 

Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.

 

Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron».

 

COMENTARIO

 

La Iglesia primitiva acostumbraba a celebrar el aniversario de la muerte de un mártir en el mismo lugar del martirio. Frecuentemente, los grupos de mártires que morían juntos, evidentemente, eran celebrados juntos en el lugar de su triunfo o en el de su sepultura. Ahora bien, en ciertos momentos, concretamente durante la persecución de Diocleciano, fueron tantos, que resultaba imposible asignarles fiestas exclusivas. La Iglesia, espontáneamente, siendo consciente que todos sus héroes merecían recuerdo y veneración, asignó una jornada dedicada a todos ellos. 

 

Sin renunciar a lo dicho y se ha de asignar un día concreto como origen en la Iglesia latina de esta fiesta, debemos acudir a un hecho concreto.

 

Existía en la Orbe un monumental edificio de la época clásica, dedicado a todos los dioses. A todos personajes, imaginarios o que se recordaba con algún fundamento de su existencia. Recibió el nombre de Panteón. (Pan, todos y teon o zeon, divinidad). La dejadez y el desinterés por tales creencias fueron, poco a poco deteriorando la construcción.

 

Focas, emperador de Oriente, regaló tal edificio al papa Bonifacio IV, quien hizo que se convirtiera en iglesia, dedicándola el 13 de mayo de 610 bajo la advocación de Santa María la Rotonda. En el siglo IX el papa Gregorio III trasladó gran número de cuerpos de mártires desde las catacumbas y volvió a consagrar la iglesia el 1 de noviembre de 835 denominándola Santa María ad Martyres. (

 

Siempre que voy a Roma, si puedo y pese a su actual decoración interior, centrada en la fugaz dinastía monárquica de los Saboya y ahogada la posibilidad de reflexión por la algarabía de los visitantes, no dejo de entrar, meditar y rezar).

 

 El papa Gregorio VII, por prosaicas razones, constatando que a principios  de noviembre las faenas agrícolas descansaban, determino que el 1 de ese mes fuera el asignado y dedicado a la veneración de todos aquellos, mártires o no, de los que se conservara santa memoria.

 

Cambio de tercio.

 

Cuando compré el “Martirologio Romano” en lengua vernácula, me propuse leer diariamente la página correspondiente a la jornada, como complemento del rezo de la Liturgia de la Horas.

 

Advierto que hoy en día, está obligado a escribir datos en columnas y casillas. No faltan programas informáticos que lo faciliten. Sorprende, cuando uno lee el Martirologio, que la redacción no se ha sometido a estas reglas. Al principio le molesta la falta de disciplina que existe al anotar detalles y que muchos de ellos no le importan para nada. Se entera de un mártir de época romano, que se especifique la vía donde murió y su detallado lugar, o el cementerio donde enterraron sus restos.  De nada le valen estos detalles, pues, si un día visitando Roma desea venerar sus reliquias, a nadie podrá preguntar, ya que nombres y numeraciones han cambiado. Es tan frecuente este detalle que hasta le llega a sacar gusto.

 

El Martirologio Romano fue el último documento oficial del Concilio Vaticano que se publicó. En realidad es una recopilación de listas procedentes de diversas comunidades. Unificados tales escritos hoy en día, conserva el nombre, sin que sean todos mártires ni tampoco que fueran ciudadanos romanos. A mí me gusta decirles a los chiquillos, que es el libro de los records Guinness de la santidad cristiana homologada. Pero muchos lo fueron, sin que oficialmente consten. Más aun, periódicamente debería publicarse los correspondientes complementos.

 

Vuelvo a cambiar de tercio.

 

Un día, deseando celebrar misa en una catacumba, me ofrecieron un recinto donde estaba  enterrado un mártir que aparece mencionado en el Canon Romano. Otro día me tocaba  permanecer en Clermon Ferrand mientras reparan mi utilitario y me enteré de los muchos acontecimientos y santos que allí vivieron. Personas e iglesias, mucho más importantes que los viandantes y calles por los que encuentra uno deambulando. Y no digamos cuando camina por Jerusalén o por el antiguo foro de Roma. Desplazarse desde el Coliseo hasta la cárcel Mamertina, a pie y yendo sólo, es una gozada. Reviven sin verlas las heroicidades de tantos testigos de la Fe que por allí pasearon, conversaron o murieron.

 

Nuevo tercio, esto no es una corrida.

 

Una sublime experiencia. Reconoce y acepta uno hoy la proclamación de un cristiano como beato o santo y resulta que no le es un personaje extraño. Se encontró con él y le estuvo fotografiando en cierta ocasión o recordando el dicho de que “un amigo de mi amigo, es amigo mío” se siente unido y emocionado al asistir o contemplar por Tv la inscripción de uno de estos, durante la solemne liturgia de su beatificación o canonización.

 

Se nos ha dado la oportunidad de vivir si adaptaciones, el dicho de Pablo: “Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef 2,19).

 

Conoce uno a alguien que le sorprende por su excelente comportamiento, se relaciona con él  y un día se entera de que ha muerto. De inmediato piensa que quien ha fallecido es un santo, ahora bien ¿tal virtud será reconocida oficialmente por la Iglesia? Eso es harina de otro costal. Llevar a cabo un tal proceso supone mucho esfuerzo, labor de investigación, comprobaciones, redactados, envíos a la comisión correspondiente, que dedicará su tiempo al estudio del testimonio. Tales labores suponen mucho gasto.

 

Se ha publicado recientemente un libro cuya tesis es que la inmensa mayoría de los santos han sido gente rica. Aparentemente puede parecer verdad, pero en realidad no es así. Pongo un ejemplo de antología. Un pobre hombre, un pordiosero, un indigente, sin dejar de serlo hasta el final de su vida, lo fue San Benito Labre. Caminó viviendo de limosnas, de un extremo a otro de la Francia del siglo XVIII,  peregrinó a Compostela, llegado a Roma. vivió seis años en las ruinas del Coliseo, antes de morir a los 35 años, el 16 de abril de 1783 en el domicilio de  un carnicero, que lo había encontrado desmayado en el mercado. La noticia de su muerte se extendió por toda Roma. Fue pobre de solemnidad, siempre vagabundo generoso con lo que recibía como mendigo, entregándoselo a prisioneros o a quien fuera, si estaban más hambrientos que él. No sé quien pagaría el proceso de canonización, probablemente ni siquiera existió, sería reconocido por aclamación popular, sin gasto alguno. Ahora bien, moviéndose uno por terrenos del Norte de Francia, puede encontrar más de una preciosa imagen con una inscripción que dice: por aquí paso San Benito Labre y al verla y calcular el precio que costó la talla, pensar que se trataba de un cristiano rico. Rotundo error.

 

Algo semejante se podría decir de Charles de  Foucauld, el 13 de noviembre de 2005 fue proclamado beato durante el papado de Benedicto XVI. Y pronto, pasada la pandemia se le inscribirá en el registro de los santos, sin que haya supuesto ingentes fortunas conseguirlo.

 

Cuando estoy escribiendo el presente, tengo en mis manos el tique de reserva de un lugar en la basílica de la Sagrada Familia de Barcelona, para asistir a la beatificación del joven mártir de 19 años, Juan Roig, a quien admiro y con quien me siento unido por la amistad de su familia. Nadie me ha pedido dinero por ello.

 

Algo semejante se podría decir de Carlo Acutis, de15 años, recientemente beatificado  y que no fue hijo de millonarios, ni enrolado en alguna sociedad o movimiento que disponga de fortunas a su gusto.

 

No he comentado las lecturas litúrgicas del día, creo que no es necesario.

 

Advierto que hoy es la Solemnidad de todos los santos, conocidos o anónimos.

 

Mañana conmemoraremos la memoria de todos los Fieles Difuntos. Debemos sentirnos hermanados con tantos que nos han precedido o acompañado durante nuestra vida. Rezar por ellos como si fuera el instante exacto de su muerte trascendente. Para Dios no existe el tiempo, para la ciencia física actual tampoco, todo es actual.

 

Durante el año rezaremos por tantos otros que profesando otra fe, o no aceptando ninguna, siendo más o menos buenas personas, mueren. Nunca olvido hacerlo cuando leo noticias de adversidades, sean terremotos, sunamis o actos de terrorismo. La conmemoración de todos los difuntos y la plegaria intercesora por ellos, es propia de cualquier día del año.

 

 

 

 

 

 

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