Domingo
5 de Cuaresma (B)
Primera Lectura
Haré una alianza nueva y no recordaré
sus pecados
Lectura del profeta Jeremías 31,31-34
Mirad que
llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de
Judá una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres, cuando los
tomé de la mano para sacarlos de Egipto: ellos quebrantaron mi alianza, aunque
yo era su Señor –oráculo del Señor–. Sino que así será la alianza que haré con
ellos, después de aquellos días –oráculo del Señor–: Meteré mi ley en su pecho,
la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no
tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: “Reconoce
al Señor.” Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande –oráculo del
Señor–, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados.
Salmo 50 R/. Oh Dios, crea en mí un
corazón puro.
Segunda Lectura
Aprendió a obedecer y se ha convertido
en autor de salvación eterna
Lectura de la carta a los Hebreos 5,7-9
Cristo, en
los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y
súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando en su angustia fue
escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado
a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de
salvación eterna.
Evangelio
Si el grano de trigo cae en tierra y
muere, da mucho fruto
Lectura del santo evangelio según san Juan
12,20-33
En aquel
tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos;
éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: “Señor,
quisiéramos ver a Jesús.” Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe
fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea
glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que, si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a
sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará
para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí
también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi
alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto
he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.” Entonces vino una voz
del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.” La gente que estaba
allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado
un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no ha venido por mí, sino por
vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a
ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia
mí.” Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
Quisiéramos ver a Jesús
La fama de
Jesús, al parecer, ha trascendido fronteras. No sólo las gentes de Galilea y
Judea, y también las de la mestiza Samaria y las de los territorios circundantes
a Palestina, sino incluso gentes extranjeras que han venido de lejos, “unos
griegos”, han oído hablar de Jesús y expresan su deseo de verle. Se anuncia así
el universalismo del mensaje de Cristo.
Llama la
atención, en primer lugar, la burocracia que provoca la petición: en vez de
dirigirse directamente a Jesús, tienen que utilizar una red de intermediarios.
Tal vez su condición de extranjeros los llevó a dirigirse a Felipe. El
Evangelio especifica que “era de Betsaida”, una ciudad de frontera. El nombre
de Felipe es también el de uno de los diáconos elegidos para el grupo de origen
helenista y que evangeliza al funcionario etíope en el camino desértico de
Gaza, y también en Samaria. Es, pues, un nombre que, por su origen griego,
habla de apertura a lo distinto; de ahí, tal vez, que fuera por medio de este
Felipe Apóstol como aquellos griegos trataron de cumplir su deseo. Del
intermediario Felipe la petición se pasa a uno del círculo más cercano, Andrés,
y, por fin, los dos se la hacen llegar a Jesús.
Un segundo
detalle de la petición es el modo de expresarla: “quisiéramos…” Suena a “nos
gustaría…” Jesús era un hombre que llamaba la atención: su modo de hablar, el
contenido novedoso de su doctrina, los signos maravillosos que acompañaban al
mensaje. Es normal que los visitantes y los peregrinos oyeran hablar de Él y
eso suscitara el deseo de verlo, escucharlo, encontrarse con él, sea por mera
curiosidad, o por la posibilidad de ver hechos extraordinarios, tal vez por el
deseo de escuchar una nueva doctrina (eran, al fin y al cabo, griegos) o por un
motivo más profundo. El Evangelio no nos informa de ello.
Llama también
la atención la extraña respuesta de Jesús, que parece que se sale por la
tangente. Pero, en realidad, lo que dice tiene pleno sentido. Ver a Jesús no es
ver a un predicador, a un profeta, a un milagrero, al fundador de una filosofía
nueva. El que quiera ver todo eso deberá dirigirse a otros lugares, a otros
maestros. Si se quiere ver a Jesús hay que mirar a la Cruz. No hay otro modo de
concertar una entrevista: el dónde
(el Gólgota) viene marcado por el cuándo:
ha llegado la hora. Es la hora de la glorificación, que es el modo en que Juan
expresa, al mismo tiempo, la muerte (la derrota, el sufrimiento, la ignominia)
y la resurrección (el triunfo de la vida, del perdón y la reconciliación).
Jesús se
refiere con fuerza a lo inevitable de esa cita: si el grano de trigo no cae en
tierra y muere, queda infecundo. Es así: la predicación, las parábolas, los
encuentros, los signos extraordinarios, todo lo que Jesús ha hecho y realizado,
y que parece que debería llevar a la victoria del reconocimiento, la aceptación
y la fundación del Nuevo Pueblo de Dios, en el que la ley estará escrita en los
corazones y no en tablas de piedra… exige por el contrario un final en
apariencia trágico, de derrota y muerte. Pero sólo así es posible que todo lo anterior,
palabras, encuentros y milagros den fruto. La voz del cielo, que suena por
nosotros, dice que, pese a la aparente derrota de Jesús en la cruz, Dios está
con Él.
Para “ver” a
Jesús de manera fecunda, salvadora, hay que ir más allá de la curiosidad, del
deseo de ver milagros, o de escuchar doctrinas nuevas, o de descubrir nuevos
valores morales y religiosos… Todo eso es insuficiente. Porque palabras y
hechos, doctrina y milagros van, en este caso, indisolublemente ligados a la
persona misma de Jesús: es Él mismo el centro del mensaje, pues es Él la
encarnación de la Palabra, la expresión hecha carne y sangre del amor de Dios
para con los hombres. Por eso, sería contradictorio que se quedara todo en mera
doctrina (por muy sublime que sea) y en gestos maravillosos (por muy milagrosos
que se nos antojen): lo que Jesús anuncia y encarna es un amor más fuerte que
la muerte, que sólo dará fruto si pasa por el crisol de la muerte, esa realidad
al parecer definitiva que encarna el triunfo del mal y del pecado.
En Cristo la
muerte en Cruz, por amor y libremente asumida, se convierte en una
glorificación, en la prueba y la manifestación del triunfo del amor sobre el
pecado y su fruto, la muerte.
Si queréis
ver a Jesús mirad, pues, al Crucificado. Ya no hay tiempo para otras citas. Ha
llegado su hora.
¿Qué sentido
tiene todo esto para nuestra vida personal y para nuestra vida cristiana? En la
vida de todo hombre, de un modo u otro, se hace presente la cruz. No es que
haya que buscarla. Siempre se hace presente. Y son esos momentos los que ponen
a prueba la autenticidad de unas convicciones y de unos valores, es decir, la
fecundidad de una vida. Si uno, por ejemplo, se dedica a las cosas de la
Iglesia (a la catequesis, al apostolado y la predicación o a las obras de
solidaridad y ayuda a los necesitados), todo eso, que, en sí mismo está muy
bien, puede quedar sin fruto, si a la hora de la verdad, uno no acepta la Cruz
(que puede tener mil rostros: falta de éxito o reconocimiento, a veces
conflictos con los más cercanos, con la misma Iglesia). Porque sólo ahí, en la
Cruz aceptada, se identifica uno de verdad y hasta el final con Cristo. De otro
modo, todo lo realizado, con estar muy bien, puede quedarse en una prédica
moral o una actividad altruista, pero sin llegar a ese momento cumbre en el que
el amor se hace carne y sangre y pide, de un modo u otro, dar la vida; o, por
decirlo de otro modo, uno puede trabajar por el Reino, dar su tiempo y sus
capacidades, y, al mismo tiempo, estar salvaguardando para sí la propia vida
(exigiendo, por ejemplo, reconocimiento, éxito o estatus), en vez de darla.
Algo similar
sucede en las otras vocaciones cristianas. El matrimonio, por ejemplo. El proyecto
de vida en común basado en un amor humano elevado a sacramento y, por tanto,
signo y realidad del Amor de Dios, de la presencia de Cristo, no es un camino
de rosas. Las crisis, el cansancio, las limitaciones de uno y otra, con
frecuencia las ofensas, los disgustos que dan los hijos… son formas variadas en
que la Cruz se hace presente y nos pone a prueba. La fidelidad, la
perseverancia, los elementos tal vez grises de un amor verdadero tienen también
un componente de Cruz, que, si no se aceptan, pueden dar al traste con una
relación humanamente muy bien cimentada. La fidelidad “hasta la muerte” no es
sólo una referencia cronológica (“hasta que la muerte nos separe”), sino la
voluntad y la confianza de establecer un vínculo más fuerte que la muerte: en
Cristo, realmente, ni la muerte nos separa, porque en la muerte en Cruz (en el
amor hasta dar la vida), la vida entregada se hace fecunda y da fruto. Es ahí,
precisamente, donde la ley se nos graba en el corazón.
Además de
las cruces personales, están las otras, las presencias vivas de los que viven
en el sufrimiento y del lado de los cuales se ha puesto Jesús, haciéndose uno
de ellos. También en esa dirección hay que mirar para verlo, aceptarlo y
servirle.
No es pues
sólo cosa de doctrina o de trabajo, sino también de seguimiento, de “estar allí
donde está Él”. Ya sabemos dónde.
Aquellos
griegos que querían ver a Jesús probablemente fueron testigos de los
acontecimientos que se desencadenaron inmediatamente después: estamos en la quinta
semana de Cuaresma, al borde ya de la Semana Santa. Este domingo habla siempre
de muerte y de vida: de cómo la muerte se transforma en vida, de cómo la vida
vence a la muerte. Jesús, elevado sobre la tierra se hizo bien visible y
accesible para todos. Griegos y judíos, buenos y malos, lejanos y cercanos…
todos pueden verle, a todos atrae hacia sí.
Si en alguna
ocasión alguien (pongamos, “unos griegos”) nos dicen que quisieran ver a Jesús
(conocerlo, saber de Él, descubrirlo entre nosotros, en la Iglesia), podemos
hablarles de sus palabras y obras (de la doctrina cristiana, de los sacramentos
y las obras de caridad), pero no deberemos omitir ese momento clave, el de la
hora decisiva, el de la Cruz, como el lugar de la plenitud de un amor hasta la
muerte, que derriba fronteras, atrae a todos y da frutos de vida nueva.