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Salmos diarios, Ciclo II, Año Par. Explicados
Semana Santa
Miércoles
Salmo 68
En este salmo, el salmista hace un análisis profundo de sus desgracias;
manifiesta un refugiarse incesante en Dios, y hace una serie de las
infaltables imprecaciones.
El salmista es un individuo injustamente acusado; está, además, seriamente
enfermo, y, para colmo, una cadena de aflicciones de todo color lo aprieta y asfixia.
Es la suya una situación desesperante de la que hace una poderosa descripción,
lanzando, de entrada, un grito desgarrador: “Sálvame, Dios mío”. Las aguas me
llegan al cuello; el río está creciendo y la corriente me arrastra al centro del
torbellino; estoy hundiéndome en el barro profundo y no sé dónde apoyar el pie.
Tengo rota la garganta de tanto gritar y mis ojos están ya nublados de tanto
esperar (vv. 2-4).
Los que me odian sin razón ni motivo son más numerosos que los cabellos de
mi cabeza y sus ataques son más duros que mis huesos (v. 5). Mis hermanos me
miran como a un extraño, soy como un extranjero en la casa de mi madre. Y todo
esto sucede porque el celo de tu Casa me quema como un fuego devorador, y las
afrentas que los impíos lanzan contra Ti han caído sobre mí como cuchillos afilados.
Cuando, en tu honor, me entrego al ayuno, la sonrisa burlona asoma en seguida a
sus caras, y cuando me ven rezar, se sientan a la puerta para dedicarme coplas
mordaces mientras no paran de tomar vino (vv. 9-13).
En los ocho últimos versículos la esperanza levanta, ¡por fin!, la cabeza; el
alma, hasta ahora en tinieblas, del salmista comienza a amanecer, y la alegría,
como una primavera, cubre de sonrisas sus grutas y praderas. Y, en una reacción
final, el salmista, olvidándose de sí, entrega palabras de aliento a los pobres y
humildes; y aterriza el salmo con una cosmovisión alentadora de salvación
universal.
Muchas veces tendremos que sufrir injurias y vergüenzas, y ser considerados
como personas extrañas... Esto jamás debe desanimarnos en el testimonio de fe
que hemos de dar, pues en el anuncio del Evangelio debemos recordar aquellas
palabras de Jesús: En el mundo tendrán tribulaciones; pero ¡ánimo! yo he vencido
al mundo. No busquemos, por tanto, la gloria del mundo. Busquemos a Dios y
decidámonos a amarlo sirviendo a nuestros semejantes. Entonces Dios nos
reconocerá como suyos y nos dará la gloria de su propio Hijo, a quien hemos unidos
nuestra vida por medio de la fe y del Bautismo. Busquemos, pues, al Señor para
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vivir comprometidos con Él, pues Él siempre velará por nosotros. Hagamos la
prueba y veremos qué bueno es el Señor.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)