Domingo Trigésimo del Tiempo Ordinario A
“Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”
Desde pequeños, cuando aprendíamos el catecismo, conocemos el Evangelio de
este Domingo. Recitábamos los diez mandamientos de la Ley de Dios, y
terminábamos diciendo: “Estos diez mandamientos se encierran en dos: en servir y
amar a Dios sobre todas las cosas y al prjimo como a ti mismo”.
Es la respuesta que Jesús da al fariseo que le pregunta por el mandamiento
principal de la Ley. Respuesta completada por Jesús, ya que contestando que el
principal mandamiento es: “Amarás al Seor tu Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, con todo tu ser”, como se lee en el Deuteronomio 6,5, aade que el
segundo “amarás al prjimo como a ti mismo” (Lev 19, 18) es semejante al
primero. Dos mandamientos íntimamente unidos, y de igual importancia.
En la Última Cena, los dos mandamientos Jesús los funde en uno, hablando de un
mandamiento nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo, que os améis unos a otros;
igual que yo os he amado, amaos también entre vosotros” (Jn 13, 34). No se anula
el mandamiento de amar a Dios con todo el corazn…., sino que permaneciendo el
amor a Dios como lo primero, la autenticidad de dicho amor está garantizada en el
amor al prjimo ya que “el que diga yo amo a Dios, mientras odia a su hermano, es
un mentiroso” (1 Jn 4, 20).
Somos capaces de recordar lo que aprendimos de niños, pero no tiene toda la
resonancia que debía tener en nuestra vida. Amar a Dios no se satisface a ratos, ni
con actos aislados, por importantes que sean o por mucho que nos cuesten. Es no
sólo santificar las fiestas, no blasfemar, observar los mandamientos. Es poner su
plan de vida como prioridad absoluta en nuestro actuar y en nuestra mentalidad. Es
escuchar su Palabra, encontrarnos con El en la oración, amar lo que El ama. Es algo
más que temerle u obedecerle: es amarle. El amor de Dios tiene que llenar todo
nuestro corazón, todo nuestro espíritu, todo nuestro ser. El amor a Dios es lo
fundamental, lo que sostiene toda la vida del creyente. Dios se nos ha revelado
como amor, “Dios es amor” (1 Jn 4, 8), como el que nos quiere como nuestro
Padre. Dios nos quiere no porque seamos buenos o malos, sino porque El es bueno.
El amor de Dios es gratuito, y así funda también la gratuidad del amor de los
hombres. Hemos de corresponder con generosidad y gozo a ese amor.
Amar a los demás, como a nosotros mismos, es consecuencia del amor a Dios. Al
prójimo hay que amarlo también sin medida. La medida que Jesús nos da es la
igualdad, “como a ti mismo”. Se descalifica así todo intento de rebajar el amor al
prójimo a cualquier medida de beneficencia. Lo que no quieras para ti, no lo quieras
para los demás. Más aún, lo que quieres y deseas para ti, quiérelo y deséalo para
los otros. Eso es amor cristiano, la caridad sin amor al prójimo, no hay amor a
Dios; y sin amor a Dios no hay amor cristiano.
El amor no es susceptible de ser legislado. Todas las leyes son insuficientes si falla
la actitud de amor y respeto hacia los demás. Sin amor a los otros la convivencia se
degrada con el paro y la pobreza, con la explotación y la marginación, a pesar de
todos los esfuerzos legales de la política social. Esa dosis indispensable de
solidaridad, de buena voluntad por parte de todos, de colaboración y esfuerzo para
resolver las situaciones sociales de marginación, de hambre, de miseria, es lo que
depende del amor. El principal mandamiento, el amor a Dios y al prójimo como a
uno mismo, es un alegato ineludible a favor de la igualdad entre los hombres y
entre los pueblos, y en contra de toda discriminación, acepción de personas,
jerarquización de seres humas o razas.
En la Eucaristía que celebramos ejercitamos nuestro amor a Dios, escuchándole,
acogiendo el don de su Hijo que se entrega por nosotros. Pero también nos
comprometemos a amar al prjimo: “como nosotros perdonamos”, “daos
fraternalmente la paz”. Así, la celebración dominical es un resumen del programa
vital para toda la vida uniendo los dos mandamientos de Cristo.
Joaquin Obando Carvajal