Ciclo A. XXX Domingo del Tiempo Ordinario A
Pedro Guillén Goñi, C.M.
El Jesús aprovecha la oportunidad que los fariseos le brindan nuevamente “para
ponerlo a prueba” y nos ofrece una magistral lección de aire fresco espiritual, de
autenticidad de vida, de respuesta y compromiso a lo esencial de la vida y a la
plenitud de su mensaje: EL AMOR. Lo que verdaderamente cuenta en la dinámica y
relación Dios-hombre y persona-persona es el amor, todo lo demás es accidental y
pasajero. Jesús resume los mandamientos en “amor a Dios y a los hombres como a
nosotros mismos” para que no caigamos en un legalismo ciego que nos impida ver
con ojos nuevos y libres el camino de la fraternidad y del abrazo del Padre.
¡Cuántos ejemplos aparecen en el evangelio y en las cartas apostólicas donde se
define el amor universal de Jesucristo que perdona, salva, cura y libera!.
El equilibrio espiritual de la persona, el compromiso de la fe estriba en mantener en
alto y al unísono, en primer lugar, el amor trascendente (dimensión vertical) que
nos dirija a un encuentro personal con Dios desde el silencio interior, la oración
sostenida como alabanza, acción de gracias y súplica, la recepción activa de los
sacramentos y la experiencia de un Dios cercano que nos quiere y perdona y, en
segundo lugar, la dimensión inmanente (horizontal) que nos conduzca hacia una
sensibilidad y decisión profunda de espíritu de servicio, de aceptación y de entrega.
Ambas dimensiones se complementan y se concretan cuando se fusionan y se viven
en unidad. Si perdemos la dimensión trascendente por aumentar la inmanente
podemos caer en un activismo filantrópico que nos desgasta ya que la fuente de
Dios no tonifica nuestra vida y, viceversa, si amamos a Dios y nos olvidamos de los
hombres desencarnamos nuestra fe, no aportamos nuestro granito de arena para
que se vaya realizando en el mundo la civilización del amor. En el mismo vivir de
Dios está la dinámica de la entrega al otro. En el mismo servicio a Dios está el
servicio al hermano. Debemos tender a amar a Dios en el hombre y amar al
hombre en Dios.
Finalmente, no podemos olvidar un detalle que no debe pasar desapercibido “amar
a Dios y a los demás como a nosotros mismos”. ¿Nos amamos realmente?;
¿crecemos en autoestima y en aceptación personal?; ¿relativizamos nuestras
preocupaciones para manejarlas con calma y optimismo?; ¿mantenemos el
equilibrio necesario entre trabajo y descanso para airear nuestro cuerpo y espíritu?;
¿valoramos las cosas sencillas de la vida?. Muchas preguntas más, de parecido
estilo, pueden inundar nuestra mente y todas desembocan en la misma idea: no
podremos amar ni a Dios ni a los hombres si primero nuestra mente y nuestro
corazón no están en sintonía con nuestro propio yo.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)