XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Domingo Mundial de la Propagación de la Fe.
Dios nos pide que seamos misioneros .
La Iglesia nos pide que recordemos a quienes misionan en los países que se hace
palpable la necesidad de creer en el Dios Uno y Trino, y donde nuestros hermanos
los pobres viven bajo el umbral de la miseria. Apoyemos con nuestras oraciones y
económicamente -si nos es posible-, a quienes predican el Evangelio y socorren a
los pobres, dejando constancia, -por medio de su testimonio de fe-, de que el Reino
de Dios ya está entre nosotros, porque el mismo no es exclusivamente una realidad
espiritual que no está relacionada con nuestra vida actual, pues debe hacerse
presente en nuestro medio, porque, para crecer espiritualmente, es conveniente
que podamos solventar nuestras carencias temporales, para, al crear una sociedad
en que cada día consigamos eliminar la miseria que maltrata a nuestros hermanos
los hombres, ello nos sirva de evidencia de que es posible creer y por consiguiente
crear un mundo en que todos seamos hermanos, con la ayuda de Dios, y la oración
incesante y ferviente de sus Santos.
Jesús, en el Evangelio que meditamos en este día en que la Iglesia nos insta a
que apoyemos a los misioneros en su actividad incansable, nos pide que nos
esforcemos en crear una sociedad justa, en que no exista ningún tipo de
marginación. Aparentemente, tenemos la impresión de que la realización de la
utopía en que pensamos escapa a las posibilidades que tenemos para lograr la
misma, pero algo podemos hacer, por ejemplo, en los países en que exista la
democracia, ejerciendo nuestro derecho al voto eligiendo a los partidos políticos
cuyas ideologías se asemejen más a la creación de un mundo sin marginación, y
apoyando a quienes trabajan para ayudar a los más desfavorecidos del mundo.
Aunque hoy nos acordamos de quienes son misioneros y viven lejos de sus
familiares, es bueno que tengamos presentes a dichos hermanos nuestros en la fe y
a quienes los tales favorecen durante todos los días del año, porque aún queda
mucho por hacer, para que Dios sea aceptado y amado en todos los países del
mundo, y para eliminar la pobreza que asola a la mayor parte de la humanidad.
Además de apoyar con nuestras oraciones y aportaciones económicas a los
misioneros, también debemos pensar en lo que podemos hacer para trabajar para
el Señor en el ambiente en que vivimos. Occidente ha superado admirablemente la
pobreza que marcó la vida de muchos millones de personas en el pasado, pero el
gran reto de vivir en países en que se ha superado admirablemente la miseria, nos
hace pensar en la falta que hacen los misioneros que nos enseñen que la felicidad
verdadera no se logra al acumular riquezas, sino al crear un entorno mundial en
que todos podamos vivir como hijos de un mismo Padre, ayudando a quienes
sufren a solventar sus problemas, como si fuésemos nosotros quienes sufren las
causas por las que los mismos padecen.
El Papa Benedicto XVI, en su mensaje para la jornada que estamos viviendo, nos
recuerda que, todos los cristianos católicos, al ser hijos de una misma Iglesia, -la
comunidad de fe a que pertenecemos por el Sacramento del Bautismo-, estamos
llamados a vivir la misión salvadora de Dios. Dicha misión no consiste
exclusivamente en que tengamos fe, y en que vivamos esa fe en nuestro interior,
esperando que Dios concluya la instauración de su Reino de amor y paz entre
nosotros, pues hemos sido llamados a formar parte activa de la conversión de la
humanidad en una sociedad en que podamos ser hermanos, seguidores de un
mismo Señor e hijos de un mismo Dios y Padre.
Obviamente, no todos tenemos la misma responsabilidad en el mundo, pero, aún
así, podemos aportar nuestro granito de arena a la instauración del Reino de Dios
entre nosotros. Todos los cristianos podemos contribuir a la instauración del Reino
de Dios entre nosotros, tanto el anciano que ora en su enfermedad porque ello es lo
único que puede hacer antes de entregarle su espíritu a nuestro Padre común,
como el catequista que se esfuerza denodadamente en enseñar a los niños de
primera Comunión a amarse, y el político que se esfuerza para que las riquezas de
su país sean distribuidas equitativamente.
La misión cristiana nos afecta en primer lugar a los creyentes, porque debemos
evitar perder la fe que nos caracteriza, y tenemos el deber y la posibilidad de
transmitirles la misma, a nuestros hermanos de fe de débil convicción, a quienes se
han separado de la Iglesia, y a quienes aún no conocen a nuestro Padre común.
Recordemos que Jesús, pocos días antes de ser crucificado, lloró porque la ciudad
de Jerusalén no aceptó su Evangelio de salvación. ¿Nos gustaría a nosotros que la
humanidad acepte nuestra fe evangélica, o nos es indiferente este hecho?
¿Aportamos nuestro mejor esfuerzo a la evangelización y a la práctica de la caridad
con quienes necesitan dádivas espirituales y materiales?
No podemos esperar que nuestro anuncio del Evangelio sea efectivo si evitamos
el hecho de relacionarnos con quienes sufren por cualquier causa. Hasta que no
lloremos sin vergüenza con quienes lloran haciendo nuestros su dolor e impotencia,
no nos esforzaremos impetuosamente en solventar sus carencias, en conformidad
con las posibilidades que tengamos en cada momento para ello, aunque siempre
sean escasas. Hagamos el bien incansablemente, y así, cuando menos lo
esperemos, además de llorar con quienes se lamentan compartiendo su dolor,
podremos tener la dicha de reír con los que ríen, al constatar cómo superan algunas
de sus dificultades.
Invitemos a quienes se han alejado de nosotros a volver a la Iglesia, porque a
Dios no podemos comprenderlo perfectamente, y, el hecho de que entre nosotros
haya quienes hagan el mal, no tiene que desmentir la fe que profesamos. Si
queremos cambiar el mundo, lo primero que tenemos que hacer, es cambiar
nosotros. Si nos prestamos a realizar en nuestra vida el cambio que queremos ver
en el mundo con la ayuda de Dios, ni siquiera la infidelidad de muchos creyentes
nos apartará de la meta que perseguimos, porque la misma constituirá el sentido
de nuestro constante peregrinar.
Seamos misioneros mientras nos queden fuerzas para soñar con el hecho de vivir
en una sociedad capaz de superar el mal en todas sus formas.
No nos cansemos de predicar el Evangelio ni de hacer el bien, "porque el reino de
Dios no es cuestión de palabras (que se lleva el viento), sino de eficacia" (1 COR. 4,
20).
El cumplimiento de la voluntad de Dios es de carácter personal para nosotros, y
no podremos cumplir la voluntad divina como debemos hacerlo, hasta que no
asimilemos esta realidad, imitando la conducta de San Pablo, quien escribió en su
primera Carta a los cristianos de Corinto:
"Pues de anunciar el mensaje de salvación no puedo enorgullecerme. Eso es una
necesidad que se me impone, ¡y pobre de mí si no lo anunciase!" (1 COR. 9, 16).
¿Predicamos el Evangelio como si fuésemos nosotros quienes tenemos la
necesidad de conocer a Dios? Si ello es cierto, no sólo beneficiamos a nuestros
oyentes y/o lectores, porque, al no habernos convertido totalmente al Evangelio,
ciertamente, somos portadores de dicha necesidad, y, al resolver las dudas de fe de
nuestros oyentes y/o lectores, Dios nos enriquece espiritualmente, si cada vez que
leemos los Evangelios, lo hacemos como quienes conocen y aceptan un mensaje
portador de dicha para ellos.
Enseñémosles a nuestros oyentes y lectores a tener una fe activa y viva, que no
se basa en la falta de actividad y en la vivencia estática de la espera de la
realización de un sueño en que no pueden participar activamente. Cuanto más nos
acercamos a Dios, más lo amamos, y, cuanto mayor es nuestro compromiso de
ayudar a los que sufren, más nos identificamos con ellos, y mayor es nuestra
alegría, cuando dichos hermanos nuestros, vencen alguna de sus dificultades, por
insignificante que la misma pueda parecer.
¿Creen en Dios quienes alardean de su fe y no favorecen a aquellos de sus
hermanos los hombres que sufren? San Juan responde esta pregunta, en los
siguientes términos:
"Si alguno viene diciendo: "Yo amo a Dios", pero al mismo tiempo odia a su
hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, si no es
capaz de amar al hermano, a quien ve?" (1 JN. 4, 20).
Pidámosle a Dios, al terminar esta meditación, que nos aumente la fe, y, por
nuestra parte, si creemos en nuestro Padre común, no dejemos de hacer el bien,
pues ello será la mayor demostración de fe que siempre podremos hacer, al
socorrer al Dios Uno y Trino en los hombres a quienes realmente ama.
José Portillo Pérez