III Semana de Adviento (Año Par)
Lunes
Mt 21, 23-27
El bautismo de Juan, ¿venia del cielo o de la tierra? Con esta pregunta el
Señor astutamente los ponía en una posición muy complicada y delicada. Sabían
que si respondían que venía “del Cielo”, es decir, de Dios, el Seor les echaría en
cara su incredulidad. En efecto, tanto los saduceos como los fariseos incrédulos
habían recibido por parte del Bautista una durísima llamada de atención. Juan no
dud en calificarlos de “raza de víboras” por su negativa a acoger su llamado a la
conversión (ver Mt 3,7-10).
La respuesta de aquellos endurecidos corazones sería la de negar
abiertamente la legitimidad de la misión de Juan, rechazando su bautismo y
frustrando de ese modo “el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7,30). En cambio, “todo el
pueblo que le escuchó, incluso los publicanos, reconocieron la justicia de Dios,
haciéndose bautizar con el bautismo de Juan” (Lc 7,29).
El hecho de no reconocer que el bautismo de Juan venía de Dios significaba
negar su misión como precursor del Mesías (ver Jn 1,19-24), por tanto, implicaba
negar también todo reconocimiento al Señor Jesús. Si los fariseos y sumos
sacerdotes respondían que el bautismo de Juan venía “de los hombres”, como
evidentemente pensaban, temían ser apedreados por el pueblo, que tenía al
Bautista por un profeta enviado por Dios (ver Lc 20,6). Así que decidieron encubrir
lo que verdaderamente pensaban respondiendo: “No lo sabemos” ( Mt 21,25-27).
Dado que se negaban de este modo a dar la respuesta verdadera, también el Señor
se niega a responderles: “Tampoco yo les digo con qué autoridad hago esto” ( Mt
21,27). Inútil era darles la respuesta verdadera, pues así como habían rechazado al
precursor y su misión, rechazarían también al Señor, cuestionando y negando el
origen divino de su autoridad y poder.
El bautismo de Juan era una señal de fe y de arrepentimiento, o sea que
recordaba que todos debían abstenerse de pecado, practicar la limosna, creer en
Cristo, y apresurarse a recibir su bautismo desde que él se hiciera presente, a fin
de lavarse para recibir la remisión de sus pecados.
Por otra parte, el desierto donde Juan permanecía representa la vida de los
santos que abandonaban los placeres de este mundo. Tanto si viven en soledad o
entre la multitud, sin cesar con toda la fuerza de su alma tienden a prescindir de los
deseos del mundo presente; su gozo lo encuentran en no unirse más que a Dios, en
el secreto de su corazón, y a no poner más que en él sólo toda su esperanza. Es
hacia esta soledad del alma, tan amada por Dios, que el profeta, con la ayuda del
Espíritu Santo, deseaba ir cuando decía: “¿Quién me diera alas de paloma para
volar y posarme?” (Sal 54,7).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)