DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO
Ex 22, 20-26; Sal 17; 1Ts 1, 5c-10; Mt 22, 34-40
Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los
saduceos, se reunieron en ese lugar, y uno de ellos, que era doctor de la
Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento
más grande de la Ley?». Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más
grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos
dependen toda la Ley y los Profetas».
El presente domingo el evangelio nos pone frente a la pregunta de los
fariseos sobre cuál es el principal mandamiento de la ley, y a través de este
cuestionamiento se nos hace ver como la ley vivida al extremo –como un
legalismo-, se quiere poner frente a la realidad del amor misericordioso del
Padre. Es claro que los fariseos quieren probar nuevamente a Jesús, del
mismo modo que la semana anterior lo hacían cuestionándolo sobre lo que
es del César y lo que es Dios: “…Jesús nos invita a dar al Cesar la moneda
material: implícate en la construcción de la sociedad y del mundo, no
olvides tus responsabilidades de tejas abajo, pero tu corazón, que está
hecho a imagen de Dios, y que es el motor de todos tus proyectos, dádselo
sólo a Dios. Lo que constituye la personalidad del hombre, su libertad, su
dignidad, no puede prostituirse o entregarse a los poderes de este mundo…”
(Radio Vaticano, 16 de octubre de 2011). Así en la presente semana, el
Señor hace referencia clara al amor a Dios y al prójimo, amor que en el
mismo Cristo se ha visto encarnado.
Al respecto el Papa Benedicto XVI nos dice: “…La Palabra del Seor, que se
acaba de proclamar en el Evangelio, nos ha recordado que el amor es el
compendio de toda la Ley divina. El evangelista san Mateo narra que los
fariseos, después de que Jesús respondiera a los saduceos dejándolos sin
palabras, se reunieron para ponerlo a prueba (cf. Mt 22, 34-35). Uno de
ellos, un doctor de la ley, le preguntó: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento
mayor de la Ley?" (Mt 22, 36). La pregunta deja adivinar la preocupación,
presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio
unificador de las diversas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una
pregunta fácil, si tenemos en cuenta que en la Ley de Moisés se contemplan
613 preceptos y prohibiciones. ¿Cómo discernir, entre todos ellos, el mayor?
Pero Jesús no titubea y responde con prontitud: "Amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el
mayor y el primer mandamiento" (Mt 22, 37-38)…” (Benedicto XVI, Homilía
en la Misa conclusiva de la XII Asamblea General del Sínodo de Obispos, 26
de octubre de 2008).
Ante la pregunta responde con una cita de Deuteronomio 6, 4: “…Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu
espíritu…”, la oracin que el israelita piadoso reza varias veces al día, sobre
todo por la mañana y por la tarde (Dt 6, 4-9). Esta oración es la
proclamación del amor íntegro y total que se debe a Dios, como único
Señor. En ella se enumeran las tres facultades que definen al hombre en
sus estructuras psicológicas más profundas: el corazón, el alma y la mente,
a través de ellas se marca el acento en lo que es la totalidad de la entrega a
Dios. Orígenes nos dice respecto a esta respuesta: “…quien ha sido
confirmado en todos estos dones, se alegra en la sabiduría de Dios, pues
tiene el corazón lleno de la sabiduría de Dios, el alma entera iluminada con
la luz de la ciencia y toda su mente con la palabra de Dios. Quien ha
adquirido tales dones comprende con la ayuda de Dios…que toda la ley y los
profetas dependen del amor de Dios y del prójimo y que la perfección de la
piedad consiste en el amor…” (Orígenes, Serie de comentarios al evangelio
de Mateo, 4; GCS 38/2,8).
Haciendo una lectura cristiana de esta primera parte del mandamiento
principal con la cual Jesús responde a los judíos, podemos hacer una
autocrítica a nuestra manera de vivir el cristianismo, en el sentido de
reflexionar si nuestro amor a Dios sólo se expresa de una manera verbal o
si este amor va acompañado con las acciones diarias de nuestra vida,
porque según el libro del Deuteronomio, no se trata sólo de una confesión
de fe en el Único Dios, sino que esta confesión debe plasmarse en la vida y
testimoniarse en el diario convivir con los demás.
Al hablar sobre el amor al prójimo, es necesario clarificar este término
“prjimo”, nosotros sabemos que se refiere al prximo, al más cercano;
porque tantas veces el más cercano puede ser nuestro hermano en el
sentido amplio, nuestro amigo o nuestro enemigo. En la encíclica Deus
caritas est, el Papa Benedicto XVI nos dice: “…De este modo se ve que es
posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús.
Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona
que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a
partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en
comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo
a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino
desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo…” (Benedicto XVI,
Deus caritas est, n.18).
El amor al prójimo nos lleva a vivir el amor al otro según lo que Jesús
enseña, es decir a vivir la fe en Cristo y amarse en Cristo. El Beato Papa
Juan Pablo II nos dice al respecto: “…En el Nuevo Testamento este amor es
ordenado en un sentido claramente universal: supone un concepto de
prójimo que no tiene fronteras (cf. Lc 10, 29-37) y se extiende incluso a los
enemigos (cf. Mt 5, 43-47). Es importante notar que el amor al prójimo se
considera imitación y prolongación de la bondad misericordiosa del Padre
celestial, que provee a las necesidades de todos y no hace distinción de
personas (cf. Mt 5, 45). En cualquier caso, permanece vinculado al amor a
Dios, pues los dos mandamientos del amor constituyen la síntesis y el
culmen de la Ley y de los Profetas (cf. Mt 22, 40). Sólo quien practica
ambos mandamientos, está cerca del reino de Dios, como dice Jesús
respondiendo al escriba que le había hecho la pregunta (cf. Mc 12, 28-
34)…” (Juan Pablo II, Catequesis El amor a Dios y el amor al prjimo, 20 de
octubre de 1999).
La segunda lectura se relaciona con este evangelio porque en ella podemos
ver una aplicación concreta del mandamiento del amor, vivido en una de las
primeras comunidades cristianas. San Pablo, escribiendo a los
Tesalonicenses, les da a entender que, aunque no faltan las debilidades y
dificultades en aquella comunidad, el amor todo lo supera, todo lo renueva,
todo lo vence: el amor de quien, consciente de sus propios límites, sigue
dócilmente las palabras de Cristo, Maestro, que son transmitidas a través
de un fiel discípulo suyo. Vemos en la experiencia de los Tesalonicenses,
una experiencia concreta que se realiza en toda auténtica comunidad
cristiana, el amor al prójimo nace de la escucha dócil de la Palabra. Este es
un amor que acepta también pruebas duras por la verdad de la Palabra
divina; y que así crece como amor verdadero entre hermanos.
El amor al prójimo como a sí mismo, como termina diciéndonos el evangelio
de la presente semana, debemos verlo dentro de la perspectiva amplia del
significado de prójimo; porque hoy más que nunca este prójimo quizás se
manifiesta en nuestra vida en aquel que atenta contra nuestro bienestar, en
aquel que no aceptamos porque con su vida nos denuncia nuestros propios
pecados, pero por quien estamos llamados, tal como Cristo si estamos
unidos a Él, a dar nuestra vida, como Cristo lo ha hecho por nosotros,
porque esta ha sido la voluntad del Padre. Porque sólo de esta manera
podemos manifestar que hemos conocido y damos a conocer el amor
infinito del Padre de la Misericordia.
San Agustín nos dice: “…No te envi a cumplir muchos preceptos: ni
siquiera diez, ni siquiera dos; la sola caridad los cumple todos. Pero la
caridad es doble: hacia Dios y hacia el prójimo. Hacia Dios, ¿en qué
medida? Con todo. ¿A qué se refiere ese todo? No al oído, o a la nariz, o a
la mano, o al pie. ¿Con qué puede amarse de forma total? Con todo el
corazón, con toda el alma, con toda la mente. Amarás la fuente de la vida
con todo lo que en ti tiene vida. Si, pues, debo amar a Dios con todo lo que
en mí tiene vida, ¿qué me reservo para poder amar a mi prójimo? Cuando
se te dio el precepto de amar al prójimo no se te dijo: «con todo el corazón,
con toda el alma y con toda la mente», sino como a ti mismo. Has de amar
a Dios con todo tu ser, porque es mejor que tú, y al prójimo como a ti
mismo, porque es lo que eres tú…” (San Agustín, Sermn 179 A, 3).
Pbro. Oscar Balcázar Balcázar