Domingo Trigésimo Primero del Tiempo Ordinario A
“Ellos no hacen lo que dicen”
Esta afirmación de Jesús tiene mucho que ver con el dicho popular “obras son
amores y no buenas razones”. O aquel otro: “del dicho al hecho va mucho trecho”.
Es decir, las palabras se las lleva al viento, y los hecho son los que de verdad
tienen fuerza y convencen.
“No hacen lo que dicen” es una frase contundente que no solo se refería entonces a
los jefes del pueblo judío, y hoy a los sacerdotes, sino que es una crítica que se
puede aplicar a cualquier cristiano. Porque si uno es cristiano, aunque no vaya
haciendo sermones a nadie, está diciendo que cree en el estilo de vida de Jesús, y
que ese estilo debería ser el de todo hombre o mujer.
La advertencia de Jesús no es una crítica para condenar, sin para ayudar a
descubrir una actitud engañosa cuando los hechos no concuerdan con las palabras.
Porque no se trata de un hacer cristiano, sino de un ser cristiano. Cuando se es, se
hace mejor todo lo que se tiene que hacer. Si se hace sin ser todo es apariencia y
puro activismo.
El cristiano está llamado a ser testigo, ser “sal de la tierra, y luz del mundo” (Mt 5,
13. 14), lo que equivale a aceptar la responsabilidad de que la vida y su modo
personal sean una transparencia de Cristo, visible para todos. Es la proclamación de
la fe desde las motivaciones y los hechos de nuestra vida sin que los pueda
contener ni las circunstancias ni el miedo. Testigo es el que ofrece a otros una
experiencia personal vivida directamente, para lo cual puede usar, o bien la
palabra, explicándola, o bien la acción, repitiéndola si así es posible. El testimonio
no es más que la declaración de lo que se ha visto u oído o la garantía personal de
lo que ha acontecido como una experiencia.
Según esto, dar testimonio de Cristo, “hacer lo que se dice”, no consiste en
limitarse a declarar ciertos hechos o ciertas doctrinas suyas conocidas
históricamente, sino intentar transmitir a otros el efecto que éstos han producido en
la propia persona. Para ello hay que entrar en la esfera de Cristo mediante la
opción a favor del Evangelio como programa de vida. A partir de esa vivencia
invitar a otros a encontrarse también con El. Comunicar la experiencia
transformadora que produce el conocerle y tratarle, puesto que continúa presente
entre nosotros.
Desde esta realidad vivificante y transformadora se entiende perfectamente lo que
Jesús dice a continuación en este Evangelio de no cargar fardos pesados de
mandatos y prohibiciones a la gente; ni llamar la atención, ni buscar los primeros
puestos y los asientos de honor. El testigo no se busca a sí mismo, sino que trata
de que otros encuentren a Cristo. “A El le toca crecer, a mí menguar” (Jn 3, 30),
decía el Bautista. El testigo no enseña, ni impone la verdad, sino que la manifiesta
desde la vida. Por eso no se constituye en maestro, sino acompañante. No se tiene
por superior ni jefe, sino como hermano. Está sencillamente en su sitio sin
ensalzarse desde una actitud de sinceridad y sencillez.
Los discípulos de Jesús tenemos que ser todos hermanos, al mismo nivel unos de
otros. Desdichadamente hay aún entre nosotros compartimentos, clases y
privilegios, que son más propios de sinagoga de notables o de señores de este
mundo. En la Iglesia, en nuestras comunidades y grupos cristianos, tenemos que
sentirnos con toda naturalidad y libertad los unos para con los otros. Nadie es
“maestro” ni “padre” ni “jefe”. Somos un pueblo de hermanos con un Padre, un
Señor y Maestro. Y cuando uno tenga que prestar un servicio en la Comunidad, y
en este sentido Jesús dice que “es el primero entre vosotros”, entonces tiene que
ser de veras “vuestro servidor”
El modelo auténtico es Jesús: “manso y humilde de corazón”. Nuestra actitud tiene
que ser la fraternidad, el servicio y la sencillez, postura bien distinta a la de los
fariseos de todos los tiempos y lugares.
Joaquin Obando Carvajal