DOMINGO 30 T.O. (A)
Lecturas: Ex 22,21-27; S.17; 1Ts 1,5-10; Mt 22,23-40
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Amarás a Dios con todo el corazón
Sorprende que en el mundo judío del tiempo de Jesús
uno de los puntos de discusión religiosa fuese sobre este
punto del mandamiento más importante. Porque parece que
en la Ley está claro: “Yo, el Seor, soy tu Dios, que te he
sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No
habrá para ti otros dioses delante de mí” (Ex 20,2-3). Así
comienza el primer dictado de los diez mandamientos, que
recibió Moisés en el Sinaí. Y superado el desierto y estando
el pueblo a punto de entrar en la tierra prometida, renovará
su aceptacin de la Ley: “Escucha, Israel: El Señor es
nuestro Dios, sólo el Señor. Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza.
Queden grabadas en tu corazón estas palabras que Yo te
mando hoy” (Dt 6,4-6).
Sin embargo a lo largo del tiempo con el aumento
incontrolado de mandatos, prohibiciones y costumbres
obligatorias, que llegaron a ser más de mil, la cuestión se
había oscurecido y el problema de llegar a una síntesis era de
los más discutidos entre los maestros de la ley. Cierto que
algunos rabís (maestros de la Ley) habían llegado a la
solución de Jesús, pero slo “algunos”; el problema seguía
agudo entre los doctores.
Para Jesús, como vemos en este evangelio, el
problema no existía. Responde de inmediato con claridad y
rotundidad; y completa su respuesta con una síntesis de toda
la Ley: toda la Ley se resume en amar a Dios y amar al
prójimo. En la historia de Israel los profetas, que Dios envía,
corrigen con vigor las desviaciones a la idolatría y los
pecados contra la caridad y la justicia. Incluso destacan más
por su dureza las condenas por las injusticias y abusos con
los más pobres.
No se puede reducir la exigencia moral cristiana a uno
solo de los mandamientos: hay que amar a Dios y hay que
amar al prójimo. No son el mismo mandamiento, pero son
inseparables. Baste recordar aquello: “Tuve hambre y me
dieron de comer; porque lo que ustedes hicieron con uno de
estos mis hermanos pobres conmigo lo hicieron” (Mt 25).
“Si alguno que posee bienes de la tierra ve a su hermano
padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede
permanecer en él el amor de Dios?” (1Jn 3,17); “si alguno
dice „amo a Dios‟ y aborrece a su hermano, es un mentiroso”
(1Jn 4,20). El amor a Dios sin el amor al prójimo es una
mentira.
La tentación es continua y hay que estar vigilantes
para no caer en ella; pero el peligro hoy es el opuesto: Lo
que se debe hacer es ayudar a la gente a salir de sus
problemas; la Iglesia debe limitar su actividad a remediar la
pobreza, solucionar problemas sociales, mejorar el nivel
cultural y educacional, la salud para todos y otros parecidos
que los políticos no afrontan. El que nos hable y nos plantee
el problema de Dios carece hoy de importancia, si es que no
resulta molesto.
No podemos pactar con semejantes criterios ni
actitudes. Dios es la última razón de todo lo existente y el
sentido de la vida de cada hombre. Dios ha amado y sigue
amando a cada hombre individual por él mismo, no porque
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le sea útil para un fin ulterior, sino porque lo ama; y el amor
como fin último no busca otra cosa que la unión con el
amado para darle la felicidad y compartirla con él por toda la
eternidad, dado que Él mismo es eterno. Y esto lo debe
llegar a saber todo el mundo.
Todavía hay muchos que no lo saben. Hoy, Domingo
de la Propagación de la Fe, la Iglesia nos recuerda que toda
la historia de Dios, al intervenir en la historia humana en
general y en la de cada hombre, es un intento desesperado de
sacar a cada hombre de su olvido o ignorancia de la realidad
de que Dios le ama personalmente y de modo incondicional.
Esa llamada de Dios es para cada uno la luz y la fuerza, que
le eleva por encima de la materia y de sus mismas
debilidades morales, para que su ser y su vida lleguen a su
plenitud.
En definitiva por eso y para eso ha venido Cristo al
mundo, ha muerto en la cruz, ha resucitado, ha fundado la
Iglesia y la sostiene estando presente y actuante en ella.
“Tanto am Dios al mundo que dio a su Hijo único para que
todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna;
porque Dios no ha enviado su Hijo al mundo para condenar
al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-
17).
Por eso la Iglesia no puede dejar de proclamar con
insistencia esta verdad. Es necesario que lo haga, “porque
Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad” (1Tm 2,4). Teniendo a Dios con
nosotros, tenemos seguridad. Cuando Dios está presente, allí
hay futuro. Pero si el hombre, si una sociedad se cierra
culpablemente a Dios, no verá nada porque carece de luz. El
Papa en su último viaje recordó a los parlamentarios
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alemanes esta lección de su propia historia: Quitaron a Dios
y aquel conjunto de hombres muy cultos e inteligentes se
convirtió en una cueva de bandidos. Es Dios quien nos
descubre la diferencia entre el bien y el mal. Es la luz de
Dios y el deseo profundo que el amor de Dios suscita en lo
hondo del corazón humano lo que nos levanta y nos sostiene
para decir constantemente no al mal y caminar hacia las
cumbres.
Por eso en nuestros días especialmente, cuando se
siembra tanta cizaña de ateísmo, de agnosticismo y de
silencio de Dios, es más urgente que los que hemos recibido
la gracia de la fe la vivamos claramente, sepamos dar razón
de ella, la manifestemos con alegría en la familia, en el
trabajo y en la calle. Por eso es importante la oración. En la
oración nuestra vida da un salto y nos abrimos al Dios
eterno, que nos ama y quiere darnos su gracia. La liturgia de
la misa debe ser una experiencia de oración: Dios está
presente en la comunidad; le pedimos y nos otorga su
perdón; lo vitoreamos y agradecemos sus bienes con alegría;
escuchamos con respeto su palabra transformadora;
profesamos nuestra fe que nos une en su cuerpo; invocamos
su misericordia para con su Iglesia y todos los hombres;
ofrecemos el sacrificio de Cristo que nos libra de nuestros
pecados y nos transforma con su vida trinitaria; somos
enviados para alegrar y alumbrar a quienes se nos acerquen.
Con nuestras oraciones, sacrificios, limosnas, el ejemplo y el
testimonio manifestemos a cada hermano que Dios le ama y
que sólo en su amor encontrará el perdón, la limpieza moral
y la fuerza para amar y perdonar de todo corazón.
Más información:
<http://formaciónpastoralparalaicos.blogspot.com>
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