XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
LA CATEDRA DE MOISÉS
Padre Pedrojosé Ynaraja
Probablemente, mis queridos jóvenes lectores, no os habéis entretenido en saber
qué es eso de la “cátedra de Moisés”. Os confieso que a mí, durante mucho tiempo,
me pasó lo mismo. Cambio un día, visitando las ruinas de Corozaín, en la baja
Galilea. Un cartel me advirti que aquello que estaba pegado a la pared, era “la
cátedra” de la sinagoga (sinceramente, se trata de una copia, el original está en el
museo de Israel). Como no me conformo con mirar y fotografiar, he hecho las
oportunas averiguaciones, que os voy a resumir. Los israelitas se sentaban
habitualmente en el suelo, tanto para hablar, como para comer o escuchar. Ocupar
un lugar elevado, era un signo de superior categoría. Los maestros que ejercían en
los pórticos del Templo, lo hacían sobre una simple piedra (Acordaos de Rabí
Gamaliel y Pablo discípulo a sus pies, como él mismo reconoce), los soberanos se
sentaban en un trono.
Las sinagogas tenían una especie de conserje-director-gerente, que ejercía una
cierta autoridad. Tal vez deberíamos llamarle moderador. Era quien protegía los
rollos de la Ley y los guardaba. Quien escogía al capacitado para leer el fragmento
de la Ley que tocaba, escrito en lengua hebrea, traducirlo a la común de entonces,
el arameo, y explicarlo, señalando las exigencias correspondientes. Generalmente
eran muy versados. En sus escuelas, lo tenían todo medido y calculado. Sus
comentarios corresponderían, de alguna manera, a lo que hoy llamamos homilía.
Esta función la ejercían en la cátedra de la que os he hablado al principio que,
vuelvo a repetiros, no era un cómodo sillón. Pero quien en él reposaba y predicaba,
evidentemente, gozaba de respeto y prestigio social, más o menos justamente
conseguido. Es de ellos de los que Jesús habla en el fragmento que leemos en la
misa de hoy.
No hay ahora cátedras de tal categoría, pero algo semejante ocurre con
conferenciantes y escritores. Dotados de gran erudición algunos, deslumbran al
auditorio. Les advierten que hasta entonces se habían ignorado muchas cosas y
aceptado costumbres equivocadas. Ellos se atreven a proclamar ideas que a nadie
se les había ocurrido antes. Quien escucha deberá aceptar, si no quieren caer en el
ridículo, aseguran. Dictan normas hasta entonces desconocidas, según afirman, que
el auditorio servilmente debe cumplir. Cuando se han cargado todo lo que los
demás venían conservando y ellos han condenado, desaparecen de la escena.
Boquiabiertos se quedan los oyentes, sienten haber vivido hasta entonces
equivocados. Pero acertadamente no se contentan con discursos, quieren
testimonios y no los encuentran. El Señor advierte: escuchad verdades, pero no
imitéis comportamientos de los tales. ¡Cuantos hoy en día, acabada su diatriba,
alarmado el auditorio con sus calculadas estadísticas sobre el hambre y se retiran
de inmediato a gozar de una opípara cena en un restaurante! (es sólo un ejemplo)
No ignoréis las injusticias que se cometen, no desconozcáis la corrupción de
algunos gobernantes, no seáis ajenos a tantas arteras maniobras comerciales. Pero
en vuestro proceder, mis queridos jóvenes lectores, sed coherentes con vosotros
mismos. Que si un día tenéis sed y os limitáis a beber un vaso de agua, privándoos
de una “cola”, vuestro pequeito sacrificio, es más útil que si plantáis carteles
subversivos, de los que se aprovecharán grupos que probablemente quieren
manipularos.
Tampoco deis demasiada importancia a titulaciones académicas, a condecoraciones.
Desconfiad de populacheros, del género que sean. Solo Jesús no engaña. El Jesús
que promete y sufre la angustia de Getsemaní. El que huye de que lo hagan rey y
reconoce serlo cuando maniatado y ultrajado, está a punto de ser ajusticiado. El
que por este camino conduce su vida, y trata de que se le asemeje, resucitará con
el Maestro.
Padre Pedrojosé Ynaraja