Domingo Trigésimo Segundo del Tiempo Ordinario A
“Velad, porque no sabéis el día ni la hora”
El Evangelio de este Domingo nos invita a recordar una actitud fundamental en
nuestra vida cristiana: la espera de la llegada del Esposo. Tener presente que la
vida tiene un momento culminante que es la muerte.
Pensar en la muerte, aunque la tenemos tan cerca por todos los que mueren cada
día, no es algo que nos agrade. Sin embargo es la realidad que tenemos más cierta
que se hará presente antes o después. San Pablo, en la segunda lectura, responde
a los cristianos de Tesalónica que estaban preocupados, como nosotros, con el
hecho de la muerte, y de lo que les pasaría a los que habían muerto. “Si creemos
que Jesús a muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús,
Dios los llevará con El” (Tes 4,13). Esto lo dice y lo afirma Pablo no como una idea
propia, sino “como Palabra del Seor”, que han de ser un verdadero consuelo y
fuente de esperanza: “consolaos, pues, mutuamente con estas palabras”.
Este recuerdo de la muerte ha de hacernos caer en la cuenta de la finitud de
nuestra vida, y que más allá de todo mal, más allá de la gran debilidad humana que
tan brutalmente evidencia la muerte, está el amor de Dios, que nos llama a una
Vida plena. La sed de Dios, de que nos habla el salmo responsorial, constituye el
último horizonte de nuestra vida: “Mi alma está sedienta de ti, como tierra reseca,
agostada, sin agua” (Sal 62, 2). La fe proyecta, sobre el hecho inexorable de la
muerte, una luz de paz y de esperanza.
La imagen que aquí utiliza Jesús para hablar de esa realidad que nos espera, es una
boda con todo lo que encierra de ilusión, de amor, de fiesta, de compartir juntos sin
barrera alguna, no es una imagen negativa que nos invita a no hacer tal o cual
cosa, “no pecar” para salvarse, sino activa, una imagen que nos invita actuar, a
hacer. Hemos de estar vigilantes con la lámpara encendida, hemos de almacenar
aceite, hemos de poner nuestra vida en acción, como las cinco doncellas sensatas
que llevaron la lámpara encendida y aceite en la alcuza.
Esperar a Cristo que viene para hacernos partícipes de su vida en plenitud en Dios:
“volveré para llevaros conmigo; así, donde esté yo, estaréis también vosotros” (Jn
14, 3). No es una esperanza cualquiera, de matiz humano; no es la resignación a
ver si el tiempo pasa, que acepta la finitud, sino la esperanza de las esperanzas, la
seguridad de la Vida en plenitud.
La actitud de las cinco doncellas prudentes al pedirle las necias que compartan el
aceite, parece cruel y egoísta, pero sólo es lógica. Cuando llegue el Esposo, no vale
volverse a los vecinos, desesperadamente: “Dame un poco de tu fe, de tu justicia,
de tu verdad, de tu pobreza, de tu amor”. No puede ser. Nos lo darían con mil
amores, pero es imposible: la lámpara encendida se trata de una actitud interior,
personal, intransferible. Nadie puede vigilar por otro, y cuando llegue ese momento
definitivo, nadie puede ser nuestro fiador, y asumir la responsabilidad de los otros.
Cada uno ha de cuidar su propia lámpara. El encuentro del Esposo, ese encuentro
dichoso que lleva a “entrar con él en la sala de bodas”, depende de la prudencia
provisora de tener aceite para alimentar las lámparas. Aceite que son las obras
conforme a nuestra condición de hijos de Dios, el camino que nos traza el
Evangelio. Vigilad y estar a la espera.
Velar no es vivir febrilmente, es practicar las ocupaciones necesarias y los
quehaceres diarios responsablemente. “Velad”. Decir vigilancia significa tener
sentido de la espera. Espera de Alguien, más que de algo.
Ciertamente la realidad de la vida eterna, de la vida en plenitud en Dios, se nos
escapa de una experiencia sensible. Más de una vez hemos dicho que nadie ha
venido del más allá para contarnos como es aquello. Ya Jesús advirti que “si no
escuchan a Moisés y a los profetas, no le harán caso ni a un muerto que resucite”
(Lc 16, 31). Nos encontramos envuelto en cierta oscuridad. Sólo la fe rompe esa
oscuridad. Fe que es fiarse de Jesús que ha dicho: “Yo soy la resurreccin y la vida:
el que tiene fe en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11, 25).
Hemos nacido para vivir. La vida que pueden transmitir los hombres es limitada. No
se puede dar más de lo que se tiene. La muerte es el final de una vida y el
comienzo de la Vida. A donde no puede llegar el hombre, viene Dios, que nos creo
“a su imagen y semejanza” (Gen 1, 26), haciéndonos partícipes de su Vida ya para
siempre.
Ante esta realidad solo nos queda agachar la cabeza, no buscar razonamientos, y
levantar el corazn, y decir con toda confianza: “Creo en la resurreccin de los
muertos y en la vida eterna”, velando con esperanza, “porque no sabemos ni el día
ni la hora”
Joaquin Obando Carvajal.