Domingo XXXI Ordinario del ciclo A.
El uso y el abuso de la religión.
Llamamos religión al conjunto de creencias o dogmas acerca de Dios, de
sentimientos de veneración y temor hacia la Divinidad suprema, de normas morales
para la conducta individual y colectiva, y de prácticas rituales, principalmente la
oración y el sacrificio para tributarle culto. También llamamos religión a la virtud
que nos mueve a darle a Dios el culto que le debemos como acción de gracias por
su amor para con nosotros. Dependiendo de la forma que utilicemos la religión,
podemos hacernos felices a nuestros prójimos y a nosotros, o podemos
autodestruirnos. Un famoso comunista solía decir que "la religión es el opio del
pueblo". Muchos jóvenes, cuando comienzan a tener relaciones interpersonales, se
alejan de su círculo de amigos, y se entregan a sus parejas, como si las mismas
constituyeran la mayor ilusión de su existencia. Muchos de esos jóvenes, en
conformidad con el paso del tiempo, descubren que sus parejas no son quienes
ellos creían que eran, y, al desaparecer el enamoramiento natural con que iniciaron
sus relaciones, comprueban que, lo que al principio era bello, concluye siendo
cansino. Con la religión puede sucedernos algo parecido a lo que les sucede a los
citados jóvenes que carecen de experiencia amorosa o no están preparados para
mantener relaciones interpersonales. Muchas personas que se refugian en la
religión buscando el consuelo de los creyentes, según conocen la doctrina que sus
amigos profesan, se van planteando dudas, las cuales, si no son resueltas
satisfactoriamente, menoscaban la fe de quienes no encuentran lo que buscan en la
Iglesia, quizá porque no sabemos comprenderles o inculcarles debidamente
nuestros conocimientos religiosos. No faltan quienes se refugian en la religión y
años después de comenzar a creer en Dios, descubren que han de volver al mundo,
porque los creyentes de siempre no sabemos satisfacer sus dudas, o porque
descubren que la religión no es lo único que han de vivir. Por último, no hemos de
olvidar a los que nos exigen que cumplamos la Ley de Dios a rajatabla, aunque
ellos se creen santos, y adaptan las normas morales a su forma de pensar, de
manera que creen que son inimitables por su perfección. Jesús nos habla en los
Evangelios de estos personajes, pues, en el tiempo en que vivió nuestro Señor, los
fariseos constituían una secta dentro del Judaísmo que destacaban por su rigor y
austeridad, pero evitaban el cumplimiento de los preceptos más relevantes de la
Ley en la práctica. De aquí viene el hecho de que el vocablo fariseo sea sinónimo de
hombre hipócrita, malintencionado y de mala catadura. Al estudiar superficialmente
el capítulo 23 del Evangelio de San Mateo, vamos a ver cómo muchos líderes
religiosos aprovechan su don de gentes para exigirles a sus discípulos que hagan lo
que ellos no hacen, porque se creen santos cumplidores de la Ley divina.
"Jesús dijo entonces a todos los que estaban allí (en el Templo de Jerusalén) y a
sus propios discípulos: -Los maestros de la Ley (los escribas o instructores de los
fariseos) y los fariseos son los encargados de interpretar la ley de Moisés. Así que
vosotros debéis hacer y guardar (respetar, aceptar) lo que os digan; pero no imitéis
su conducta, porque ellos mismos no hacen lo que enseñan. Echan cargas pesadas
sobre los hombros de los demás, pero ellos no están dispuestos a tocarlas ni
siquiera con un dedo. Todo lo hacen para que la gente los mire (los elogie). Usan
filacterias más anchas y flecos más largos que ningún otro" (MT. 23, 1-5).
"Guardaos de practicar vuestra religión delante de la gente sólo para que os
vean. De otro modo, no recibiréis ninguna recompensa de vuestro Padre que está
en los cielos" (MT. 6, 1).
Gertrudis, mi abuela paterna, me contó una anécdota que le sucedió a una amiga
suya hace muchos años. Ella le prometió a San José de Nazaret -el Patrón de Cajiz,
mi pueblo- que, si le concedía un favor, caminaría descalza durante la procesión
religiosa del citado santo, que se celebra todos los años los días 18 y 19 de marzo.
Todos los vecinos del pueblo sabían cuál era la razón por la que aquella mujer
caminaba descalza tras la imagen de San José. Don Pedro el sacerdote, al ver
aquella escena, se acercó a la penitente y le dijo: {cálzate enseguida, porque
puedes clavarte un cristal en un pie y, en vez de hacer cosas que no sirven para
nada, haz algo útil, y dale una limosna a una familia pobre. La penitente, con tal de
cumplir su voto y no desobedecer al sacerdote, le regaló un litro de aceite de oliva
a una familia pobre, un donativo que, en los años de la posguerra civil española,
era una limosna muy generosa para ser concedida por una pobre campesina.
Jesús nos dice también con respecto a los fariseos que <les gusta ocupar los
primeros puestos en los banquetes, ser saludados en público, sentarse en los
lugares preferentes en las sinagogas (casas en las que los judíos se congregaban
para orar y para oír la doctrina mosaica) y que la gente les llame "maestros".
Vosotros, en cambio, no os hagáis llamar "maestros", porque vuestro único maestro
es Cristo. Vosotros sois hermanos unos de otros" (MT. 23, 6-8).
Jesús no quiere que seamos maestros unos de otros en sentido figurativo,
indicándonos que todos debemos tratarnos como hermanos, dado que los hijos de
Dios pertenecemos a un único estamento social.
"Ni tampoco llaméis "padre" a nadie en este mundo, porque vuestro único padre
es el que está en el cielo" (MT. 23, 9).
Jesús no se opone a que tengamos padres, así pues, los sacerdotes católicos son
considerados como padres y por tanto preceptores de sus feligreses, de hecho,
nuestro Señor no quiere que idolatremos a nadie como si se tratara de nuestro
Padre celestial, que haga las veces de Dios.
"Ni tampoco os hagáis llamar "preceptores", porque vuestro único preceptor es
Cristo. El más grande entre vosotros es aquel que está dispuesto a servir a los
demás" (MT. 23, 10-11).
El día en que los hermanos Juan y Santiago le pidieron a Jesús por mediación de
Salomé -su madre- que cuando El viniera al mundo para concluir la instauración del
Reino de Dios les sentara a su izquierda y a su derecha respectivamente, el Mesías
les dijo:
"-Como muy bien sabéis, los gobernantes someten a las naciones a su dominio, y
los poderosos les hacen sentir su autoridad. Pero entre vosotros no debe ser así.
Antes bien, si alguno de vosotros quiere ser grande, deberá ponerse al servicio de
los demás, y si alguno de vosotros quiere ser principal, deberá hacerse servidor de
todos. De la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido para ser servido,
sino para servir (a los hombres) y dar su vida en pago de la libertad de todos los
hombres" (CF. MT. 20, 25-28. Véase el mismo texto versionado en LC. 22, 25-26).
"Si alguno quiere ser el más importante, téngase a sí mismo por el más
insignificante y póngase al servicio de los demás" (CF. MC. 9, 35. Véase un texto
igual a este en MC. 10, 43-44. CF. también LC. 22, 25-26, un texto idéntico al de
San Mateo que estamos meditando).
Jesús no nos dice que renunciemos a nuestro status social para servir a los
pobres ni que les quitemos el pan a nuestros familiares para dárselo a los carentes
de dádivas materiales, sino que repartamos nuestras posesiones equitativamente,
sin renunciar a nuestro estado actual. Tengamos en cuenta que Jesús decía esas
palabras tan difíciles de aceptar con respecto al ejercicio de la caridad porque los
fariseos no se consideraban inferiores con respecto a los demás, sino superiores a
quienes instruían.
Jesús es nuestro modelo a imitar a la hora de servir a nuestros prójimos, así
pues, el Señor nos dice:
"Porque, ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que
está a la mesa? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve" (LC. 22,
27).
"El que pretenda ser superior a los demás, será humillado; pero el que a sí
mismo se humille, ése será ensalzado" (MT. 23, 12. CF. el mismo texto explicado
con diferentes palabras en LC. 14, 11).
"Dijo también (Jesús) a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los
demás, esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro
publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy
gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni
tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de
todas mis ganancias." En cambio el publicano, manteniéndose a distancia (porque
se consideraba indigno de ser amado por Dios), no se atrevía ni a alzar los ojos al
cielo, sino que se golpeaba el pecho (reconociendo sus pecados y humillándose),
diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste
bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será
humillado; y el que se humille, será ensalzado" (LC. 18, 9-14).
"¡Hay de vosotros, maestros de la Ley y fariseos hipócritas, que cerráis a todos la
entrada en el reino de Dios! Ni entráis vosotros ni dejáis que entren los demás.
¡Hay de vosotros, maestros de la Ley y fariseos hipócritas, que devoráis las
haciendas de las viudas y que para disimular pronunciáis largas oraciones! ¡Por eso
vosotros recibiréis mayor castigo!" (MT. 23, 13-14).
En el tiempo en que vivió nuestro Señor, las mujeres eran consideradas inferiores
a los hombres, así pues, esta es la razón por la que muchas viudas tenían que
prostituirse para poder sobrevivir. Jesús les dijo a los fariseos que ellos se cerraban
el cielo a sí mismos y lo mismo hacían para quienes seguían su ejemplo, pues ellos
no sólo pecaban, sino que inducían a sus seguidores a imitarlos.
"!Hay de vosotros, maestros de la Ley y fariseos hipócritas, que recorréis tierra y
mar en busca de un prosélito, y, cuando lo habéis conseguido, hacéis de él un hijo
de la gehena dos veces peor que vosotros mismos!" (MT. 23, 15).
Un prosélito es una persona que se adhiere a una doctrina, una facción o
parcialidad.
Cuando el Rey Salomón (descendiente de {David) era anciano, hizo construir un
altar frente a la antigua ciudadela de Jerusalén, en el que los creyentes tenían que
sacrificar a sus hijos en honor de los dioses paganos Kemósh y Moloc. Salomón
construyó la gehena, según leemos en la Biblia.
"Entonces edificó Salomón un lugar alto a Quemos, ídolo abominable de Moab, en
el monte que está enfrente de Jerusalén, y a Moloc, ídolo abominable de los hijos
de Amón. Así hizo para todas sus mujeres extranjeras, las cuales quemaban
incienso y ofrecían sacrificios a sus dioses" (1 REY. 11, 7-8).
La gehena fue conocida como un lugar de abominación, por causa de los
sacrificios humanos que se llevaban a cabo en el citado valle, incumpliendo la Ley
de Yahveh, el cuál no aceptaba que se le ofrecieran sacrificios humanos. En un
periodo posterior, aquel valle se convirtió en un vertedero de basura, en el que se
mantenían fuegos encendidos siempre, con el fin de evitar la pestilencia. Estas son
las causas por las que en el Nuevo Testamento la gehena es sinónimo de infierno.
"¡Hay de vosotros, guías de ciegos, que decís: "Jurar por el templo no
compromete a nada. Lo que compromete es jurar por el oro del templo!"" (MT. 23,
16).
Jesús nos dice que no le concedamos más valor a los objetos religiosos que a la
casa de Dios, y que no les concedamos más importancia a los motivos religiosos
que a las personas. Llegados a este punto, os propongo un tema que podréis
considerar -si así lo queréis- cuando concluyais esta consideración: ¿Debe la Iglesia
vender su patrimonio para ayudar a los pobres a solventar sus carencias, o debe
mantenerlo y seguir utilizándolo para evangelizar a la humanidad?
"¡Estúpidos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el templo por el que el oro
queda consagrado (a Dios)? Y decís también: "Jurar por el altar no compromete a
nada. Lo que compromete es jurar por la ofrenda que está sobre el altar." ¡Ciegos!
¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar por el que la ofrenda queda
consagrada? El que jura por el altar, jura también por todo lo que hay en él; el que
jura por el templo, jura también por aquel que vive en él (el Templo era
considerado como casa de Dios, lo mismo que sucede con nuestras iglesias
actuales). Y el que jura por el cielo, jura también por el trono de Dios y por Dios
mismo, que se sienta en ese trono" (MT. 23, 17-22).
"Así dice Yahveh:
Los cielos son mi trono
y la tierra el estrado de mis pies,
pues ¿qué casa vais a edificarme,
o qué lugar para mi reposo,
si todo lo hizo mi mano,
y es mío todo ello?
-Oráculo (revelación) de Yahveh-.
Y ¿en quién voy a fijarme?
En el humilde y contrito
que tiembla a mi palabra"" (IS. 66, 1-2).
Decir que una construcción hecha por hombres sirve para acoger a la Divinidad
creadora del universo es hablar en lenguaje simbólico, así pues, el verdadero
templo de Dios, es el corazón de sus hijos los hombres.
"Pero yo os digo -nos dice el Mesías-: No jures en manera alguna. No jures por el
cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies;
ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey (Dios)" (MT. 5, 34-35).
San Esteban, antes de morir, explicó el hecho que nos ocupa, es decir, que
quienes somos imperfectos no estamos capacitados para construirle una morada a
Aquel cuya perfección es ilimitada.
"Por su parte, David, que gozaba del favor de Dios, solicitó el privilegio de
construir un santuario para (que adorara a Dios) la estirpe de Jacob. Sin embargo,
fue Salomón quien lo construyó; aunque debe quedar claro que el altísimo no
habita en edificios construidos por hombres, como dice el profeta: Mi trono es el
cielo, dice el Señor, y la tierra, el estrado de mis pies. ¿Por qué queréis edificarme
un santuario o un lugar que me sirva de morada? ¿No soy yo el creador de todas
estas cosas?" (HCH. 7, 46-50).
"¡Hay de vosotros, maestros de la Ley y fariseos hipócritas, que ofrecéis a Dios el
diezmo de la menta, del anís y del comino, pero no os preocupáis de lo más
importante de la Ley, que es la justicia, la misericordia y la fe! Esto último es lo que
deberíais hacer, aunque sin dejar de cumplir también lo otro" (MT. 23, 23).
En el Levítico, leemos:
"Y el diezmo de la tierra, así de la simiente de la tierra como del fruto de los
árboles, de Jehová es; es cosa dedicada a Jehová" (LV. 27, 30).
Los hebreos hacían bien con ofrendarle a Dios la décima parte de las semillas que
plantaban y de los frutos que recogían de los árboles, pues así contribuían al
sostenimiento de los descendientes de Leví, el hijo de Jacob cuya prole fue
consagrada al sacerdocio. Jesús aprueba nuestra asistencia a las celebraciones
litúrgicas. Jesús no se manifiesta en contra de que en nuestros templos haya
riquezas, pero quiere que seamos justos y socorramos a los indigentes, y que
seamos misericordiosos, en virtud de la fe que le profesamos a nuestro Padre
común.
"¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!" (MT. 23, 24).
Jesús nos habla de quienes cumplen escrupulosamente los mandamientos de la
Ley que no les resultan gravosos como asistir a la Eucaristía dominical, e incumplen
los preceptos por los que hemos de ser conocidos los cristianos.
"¡Hay de vosotros, maestros de la Ley y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera
la copa y el plato, mientras por dentro siguen sucios con el producto de vuestra
rapacidad y codicia! ¡Fariseo ciego, limpia primero la copa por dentro, y así quedará
limpia también por fuera!" (MT. 23, 25-26).
"SE acercaron a Jesús los fariseos y unos maestros de la Ley llegados de
Jerusalén. Habían visto que algunos discípulos de Jesús comían con las manos
impuras, esto es, sin haber cumplido el rito de lavarse las manos. (Porque los
fariseos y demás judíos, siguiendo la tradición de sus antepasados, no comen sin
antes haberse lavado las manos cuidadosamente. Así, cuando vuelven del mercado,
no comen si antes no se lavan. Y guardan también otras muchas costumbres
rituales, tales como lavar las copas, las ollas, las vasijas metálicas y hasta las
camas.) Así que aquellos fariseos y maestros de la Ley preguntaron a Jesús: -¿Por
qué tus discípulos no respetan la tradición de nuestros antepasados? ¿Por qué se
ponen a comer con las manos impuras? El les contestó: -¡Hipócritas! Bien profetizó
Isaías acerca de vosotros cuando escribió (en 13, 29): Este pueblo me honra de
labios afuera, pero su corazón está muy lejos de mí. Inútilmente me rinden culto,
pues lo único que enseñan es a cumplir preceptos humanos. Vosotros os apartáis
de los mandatos de Dios por seguir las tradiciones humanas.
Jesús continuó diciendo: -Así que, por mantener vuestras propias tradiciones,
dais completamente de lado a los mandamientos de Dios. Porque Moisés dijo:
Honra a tu padre y a tu madre (éste texto al que Jesús se refiere puede leerse en
EX. 20, 12, y en DT. 5, 16, donde leemos: "Honra a tu padre y a tu madre, como
Jehová tu Dios te ha mandado, para que sean prolongados tus días, y para que te
vaya bien sobre la tierra que Jehová tu Dios te da"); y también: El que maldiga a
su padre o a su madre será condenado a muerte. (Esta otra cita recordada por
Jesús puede leerse en EX. 21, 17 y en LV. 20, 9, donde leemos: "Todo hombre que
maldijere a su padre o a su madre, de cierto morirá; a su padre o a su madre
maldijo; su sangre será sobre él"). En cambio, vosotros afirmáis que, si alguno dice
a su padre o a su madre: "Lo que tenía reservado para ayudarte, lo he convertido
en ofrenda para el templo", queda liberado de la obligación de ayudarles a ellos. De
este modo, con esas tradiciones vuestras que os pasáis de unos a otros, anuláis lo
que Dios tenía dispuesto. Además hacéis otras muchas cosas parecidas a éstas.
Jesús llamó otra vez a la gente y les dijo: -Oidme todos y entended esto: Nada
de lo que entra en el hombre puede hacerle impuro. Lo que realmente hace impuro
al hombre es lo que sale del corazón. ¡Quien pueda entender (comprender) esto,
que lo entienda.!
Luego, cuando Jesús se apartó de la gente y entró en casa, sus discípulos le
preguntaron qué era lo que había querido decir. El les contestó: -¿Así que tampoco
vosotros sois capaces de entenderlo? ¿No comprendéis que nada de lo que entra en
el hombre puede hacerle impuro, porque no entra en su corazón, sino en su
vientre, y va a parar al retrete?
Con esto, Jesús quiso decir que todos los alimentos son limpios. Y añadió: -Lo
que sale del interior, eso es lo que hace impuro al hombre; porque del fondo del
corazón proceden las malas intenciones, las inmoralidades sexuales, los robos, los
asesinatos, los adulterios, la avaricia, la maldad, la falsedad, el desenfreno, la
envidia, la blasfemia, el orgullo, la estupidez. Todas éstas son las maldades que
salen de dentro y hacen impuro al hombre" (MC. 7, 1-23).
Jesús nos dice que, de la misma manera que al fregar un plato por dentro lo
limpiamos por fuera, las personas que tienen limpia la conciencia tienen limpio el
cuerpo, aunque esto contradecía las creencias de los judíos con respecto a que los
enfermos eran pecadores que pagaban el mal que hicieron ellos o sus antecesores
de generaciones anteriores.
"¡Hay de vosotros, maestros de la Ley y fariseos hipócritas, que sois como
sepulcros blanqueados, hermosos por fuera, pero llenos por dentro de huesos de
muerto y podredumbre!" (MT. 23, 27).
No es fácil constatar cómo Jesús inició su Ministerio público predicando el
Evangelio con mucha dulzura, y cómo hubo de endurecérsele el corazón cuando
tenía que esquivar a sus perseguidores, los cuales cada día le cercaban más e
intentaban asesinarle como diera lugar a escondidas de sus creyentes, pues El
quería difundir su conocimiento de Dios, y no le importaba sacrificarse si ello le era
necesario para lograr su propósito. Jesús llamó a los fariseos sepulcros blanqueados
dándoles a entender que, a pesar de que vestían suntuosamente, su espíritu era un
recipiente lleno de maldad. Podemos constatar que Jesús no atacaba a sus
enemigos profiriendo calumnias, sino que advertía a sus oyentes para que no
imitaran a sus perseguidores. En el Evangelio de San Lucas podemos comprender
muy claramente las palabras de Jesús, pues El no estaba de acuerdo con la forma
en que los fariseos practicaban el proselitismo.
"¡Hay de vosotros, pues sois como los sepulcros que no se ven, sobre los que
andan los hombres sin saberlo!" (LC. 11, 44).
"Así también vosotros: os hacéis pasar por justos delante de la gente, pero
vuestro interior está lleno de hipocresía y maldad" (MT. 23, 28).
"¡Hay de vosotros, maestros de la Ley y fariseos hipócritas! Construís los
sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos funerarios de los justos, y
decís: "Si nosotros hubiéramos vivido en los tiempos de nuestros antepasados, no
nos habríamos unido a ellos para derramar la sangre de los profetas." Con eso
demostráis, contra vosotros mismos, que sois descendientes de los que asesinaron
a los profetas" (MT. 23, 29-31).
Jesús sabía que, de la misma manera que los antepasados de sus oyentes habían
asesinado a muchos mensajeros de Dios, ellos no sólo acabarían con los sucesores
inmediatos del Mesías, sino que El mismo podía contar las horas que le quedaban
de vida, pues los miembros de la alta sociedad de Palestina le entregarían muy
pronto a Pilato para que el Gobernador de Judea le condenara a morir crucificado.
"¡Rematad, pues, vosotros la obra que comenzaron vuestros antepasados!
¡Serpientes! ¡Hijos de vívora! ¿Cómo podréis escapar al castigo de la gehena?" (MT.
23, 32-33).
Jesús se dirigió a sus enemigos adoptando la misma agresividad con que San
Juan el Bautista se dirigía a quienes incumplían la Ley.
"-¡Hijos de vívora! ¿Quién os ha avisado para que huyáis del inminente castigo?
Demostrad con hechos (buenas obras) vuestra conversión" (CF. MT. 3, 7-8. Este
texto también se expone en LC. 3, 7).
"Si dais por sano el árbol, dad por sano su fruto; y si dais por malo el árbol, dad
por malo su fruto. Por el fruto se sabe cómo es el árbol. ¡Hijos de vívora! ¿Cómo
puede ser bueno lo que decís, si vosotros mismos sois malos? Porque la boca habla
de lo que rebosa el corazón. Del hombre bueno, como es rico en bondad, brota el
bien; pero del hombre malo, como es rico en maldad, brota el mal" (MT. 12, 33-
35).
"Oídme bien: yo voy a enviaros mensajeros, sabios y maestros de la Ley; a unos
mataréis y crucificaréis, a otros azotaréis en vuestras sinagogas y perseguiréis de
ciudad en ciudad" (MT. 23, 34).
Quizá pensaréis: Si Jesús sabía que muchos de sus predicadores iban a ser
asesinados, ¿por qué les encomendó la misión de predicar el Evangelio, e incluso
les capacitó para que hicieran milagros? ¿Quería Jesús que sus seguidores murieran
como El sabía perfectamente que le iba a ocurrir? Nuestro Señor no quería que los
suyos murieran, así pues, cuando les anunció a sus discípulos que les iban a
perseguir para asesinarlos, les dijo:
"Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra, pues os aseguro que el Hijo del
hombre vendrá antes que hayáis recorrido todas las ciudades de Israel" (MT. 10,
23).
Algunos autores sostienen que Jesús creía que el fin del mundo iba a acontecer
después de que El rompiera las collundas de la muerte. Esta creencia fue
desmentida por el propio Jesús, pues, cuando el Mesías les habló a sus amigos
íntimos del fin del mundo, les dijo:
"En cuanto al día y la hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo ni el Hijo.
Solamente el Padre lo sabe" (MT. 24, 36).
Jesús no quería que sus seguidores fueran martirizados, pero ello era inevitable si
ellos se aplicaban las palabras de Jeremías:
"Sábelo: he soportado por ti el oprobio.
Se presentaban tus palabras, y yo las devoraba;
era tu palabra para mí un gozo
y alegría de corazón,
porque se me llamaba por tu nombre
Yahveh, Dios Sebaot (Dios de los ejércitos)" (CF. JER. 15, 15-16).
"De ese modo os haréis culpables de toda la sangre inocente derramada en este
mundo, desde la sangre de Abel el justo hasta la de Zacarías, el hijo de Baraquías,
a quien asesinasteis entre el santuario y el altar" (MT. 23, 35).
¿Quiénes eran los personajes de los que nos habla Jesús? Abel el justo era hijo de
Adán y Eva, y, por tanto, hermano de Caín. En la Biblia leemos:
"Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció que estando
ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató" (GN. 4, 8).
Con respecto a Zacarías, podemos leer en el libro que contiene la Palabra de
Dios:
"Entonces el Espíritu de Dios vino sobre Zacarías, hijo del sacerdote Joyada; y
puesto en pie, donde estaba más alto que el pueblo, les dijo: Así ha dicho Dios:
¿Por qué quebrantáis los mandamientos de Jehová? No os vendrá bien por ello;
porque por haber dejado a Jehová, él también os abandonará (por renegar de Dios,
El fingirá que se alejará de vosotros, con el fin de que comprendáis que sin El no
podéis vivir). Pero ellos hicieron conspiración contra él, y por mandato del rey
(Joás) lo apedrearon hasta matarlo, en el patio de la casa de Jehová" (2 {CRO. 24,
20-21).
No es este el momento de debatir sobre la existencia del infierno y sobre la
perfección de Dios, pues no pretendo hacer interminable esta exposición, pero, aún
así, para seguir interpretando el capítulo 23 de la obra de Mateo el publicano,
hemos de preguntarnos: ¿Creemos que Dios castiga a quienes le desobedecen? Si
Dios castiga a quienes no le aceptan, ¿cómo explicamos el sufrimiento de los
creyentes? ¿No tendrá el dolor humano un sentido teológico aunque el mismo sea
causado por la culpabilidad de los pecadores? Dejemos este tema pendiente para
tratarlo en la exposición correspondiente al significado de la Pasión, la muerte y la
Resurrección de nuestro Señor, y sigamos meditando el pasaje de San Mateo que
os estoy exponiendo.
"¡Os aseguro que el castigo merecido caerá sobre esta gente de hoy! ¡Jerusalén,
Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los mensajeros que Dios te envía!
¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus pollitos
bajo las alas, y tú no has querido! Oídme bien: vuestra ciudad va a quedar
desierta. Porque os digo que no volveréis a verme hasta el momento en que digáis:
"¡Bendito el que viene en nombre del Señor!"" (MT. 23, 37-39.
(Para ver la cita a la que Jesús hace referencia para recordar las palabras con que
Jerusalén deberá alabarlo cuando lo reconozca como Mesías, Vé. SAL. 118, 26).
Jesús vaticinó la destrucción de Jerusalén que llevaron a cabo Tito y Vespasiano
en el año 70, el cruel asesinato de los rebeldes nacionalistas que prefirieron morir
antes de entregarse a los colonizadores de Palestina, quienes lucharon contra sus
invasores hasta el último segundo de su existencia mortal.
¿Hemos recibido a Jesús en nuestros corazones? ¿Hemos orado diciendo:
"Bendito el que viene en nombre del Señor" acogiendo al Mesías en nuestra vida?
(José Portillo Pérez