Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre)
Pautas para la homilias
“La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de gracias y el honor y el
poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos”
El Evangelio que nos propone la liturgia son las Bienaventuranzas en su versión del
evangelista Mateo. Estas nueve afirmaciones rotundas de Jesús se asemejan a una
catedral medieval: son la fachada monumental y puerta de acceso al sermón de la
montaña, enseñanza de la Ley nueva de Cristo que contiene en su corazón el Padre
Nuestro; a su vez son los pilares que, a lo largo de la nave, nos van marcando las
consignas vitales, nuestra deseable “forma de ser” que nos ayudan a caminar hacia
Cristo que como luz nos espera en el crucero. Y para finalizar rodean el ábside, el
lugar donde se encuentra el altar, para recordarnos que no son meros consejos ni
mera literatura sino las propias actitudes que tuvo Cristo: Él mismo se hizo pobre
de espíritu y materialmente para anunciar el Reino de Dios, Él mismo buscó el
consuelo en Dios y Él mimo fue perseguido por causa de la justicia sin desfallecer
en su misión. Las Bienaventuranzas, además, constituyen uno de los textos más
sugerentes de todo el Nuevo Testamento y como tal siempre podemos seguir
profundizando en su riqueza. Pero en todas las reflexiones sobre ellas no podemos
olvidar la responsabilidad a la que nos llaman. Los Bienaventurados de los que
hablan no son aquellos que no han tenido otra opción que ser sufridos, pobres o
perseguidos sino aquellos que aceptan ser humildes y sufridos para trabajar por la
paz y la verdadera justicia. Las Bienaventuranzas no son un consuelo espiritual sino
una llamada a la responsabilidad cristiana. Cada una de ellas nos aproxima un poco
más a Dios, porque cada una de ellas nos hace más semejantes a Cristo.
En esta fiesta también recordamos una de las grandes preguntas que acompañan al
hombre desde que es hombre: la pregunta por el sentido de la vida. Para un
cristiano la santidad es el sentido de su vida. Tras siglos de ser vivida así parece
que últimamente se ha devaluado o simplemente ha dejado de ser algo
significativo. Quizás sea porque muchas veces hemos presentado la santidad como
algo etéreo o como algo que simplemente es la negación de nuestros deseos
vitales, como algo reservado a un estado de vida o a unas personas casi
“predeterminadas”. Pero no podemos olvidar que la santidad cristiana es la vivencia
desde la normalidad grandiosa y difícil del plan que Dios, desde el principio, pensó
para el hombre. La santidad es difícil pero profundamente humana; es un camino
largo pero no va en contra dirección de lo humano. Y lo que es más importante: es
una llamada a todos los hombres. Por ello San Juan nos habla de una
muchedumbre inmensa que nadie podría contar. La santidad por ello es la
culminación del ser del hombre, el cual no deja de estar “inquieto” hasta que
descansa en Dios.
Hoy también celebramos un misterio de comunión. Los santos no son aquellos que
sólo están ya en la comunión perfecta con Dios, sino los que aún y de una manera
especial, se encuentran en comunión con los hombres. Éste es uno de los
significados que tiene la formula de nuestro credo al decir “la comunin de los
santos”. Tal y como seala el Concilio Vaticano II “La unin de los miembros de la
Iglesia peregrina (es decir nosotros) con los hermanos que durmieron en la paz de
Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante de la fe de la
Iglesia, se refuerza con la comunin de los bienes espirituales” y es más: “por el
hecho de que los del cielo están íntimamente más unidos con Cristo (...) no dejan
de interceder por nosotros ante el Padre (...) Su solicitud fraterna ayuda, pues,
mucho a nuestra debilidad” (LG 49). Por ello su comunin con Dios y su comunin
con los hombres es una realidad que nos ha de ayudar a vivir, con firmeza su
ejemplo. Para los que somos dominicos este pensamiento no puede dejar de
recordarnos las palabras de Santo Domingo antes de morir: “No lloréis, os seré más
útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida”. La
santa de Ávila también nos recuerda “pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la
tierra”. Por todo ello los santos son parte de nuestra familia en la tierra que nos
señalan el camino hacia Dios. Lo señalan y nos ayudan en él.
Pero hoy no podemos olvidarnos de dar gracias a Dios por todos aquellos santos
anónimos que nos ha regalado a lo largo de nuestra vida. La Iglesia ha canonizado
a muchos santos pero muchos otros no han tenido este proceso. Esto no es una
falta ni un prejuicio hacia ella, sino una constatación de que sólo Dios es el que
conoce y sondea lo más profundo del corazón del hombre. Muchos hombres antes y
después de nosotros vivirán las Bienaventuranzas como el programa del sentido de
su vida y entenderán que la santidad no es un estado estático no estético, sino una
relación de amor con el único que es tres veces santo.
Y con ello llegamos al último acento que hoy podemos reflexionar: esta fiesta no
pretende recordarnos la infinitud de santos para que sólo nos fijemos en ellos,
como los árboles que no nos dejan ver el bosque, sino para que con ellos
proclamemos y rindamos homenaje a Dios cantando: “La alabanza y la gloria y la
sabiduría y la acción de gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro
Dios, por los siglos de los siglos” Slo Dios es el verdadero Santo, el tres veces
Santo, fuente de toda santidad y por ello hoy es el día para recordar como su
santidad llena de sentido nuestra oración y nuestra vida. Si somos hijos por Cristo
de un Padre Santo, ¿no deberíamos nosotros también buscar ser como nuestro
Padre?
Fr. Alejandro López Ribao O.P.
Real convento de Predicadores (Valencia)
Con permiso de dominicos.org