Palabra de Dios
para alimentar tu día
Fr. Nelson Medina F., O.P
Noviembre 2
Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos
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Lecturas de la S. Biblia
Temas de las lecturas: Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor *
Transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso * En
la casa de mi Padre hay muchas estancias
Textos para este día:
Lamentaciones 3, 17-26:
Me han arrancado la paz, y ni me acuerdo de la dicha; me digo: «Se me acabaron
las fuerzas y mi esperanza en el Señor.»
Fíjate en mi aflicción y en mi amargura, en la hiel que me envenena; no hago más
que pensar en ello, y estoy abatido.
Pero hay algo que traigo a la memoria y me da esperanza: que la misericordia del
Señor no termina y no se acaba su compasión; antes bien, se renuevan cada
mañana: ¡qué grande es tu fidelidad!
El Señor es mi lote, me digo, y espero en él.
El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan; es bueno esperar en
silencio la salvación del Señor.
Filipenses 3,20-21:
Hermanos: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un
Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el
modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.
Juan 14, 1-6:
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa
de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así; ¿os habría dicho que voy a
prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para
que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el
camino. »
Tomás le dice:
-«Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?»
Jesús le responde:
-«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí.»
Homilía
Temas de las lecturas: Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor *
Transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso * En
la casa de mi Padre hay muchas estancias
1. El amor es más fuerte que la muerte
1.1 El misterio central de nuestra fe es la Resurrección de Cristo (cf. 1 Cor 15,14).
Esto hemos de tomarlo en serio: el enemigo más grande de nuestros sueños y
esperanzas, es decir, la muerte, ha caído ante uno que es más fuerte: Jesucristo.
1.2 La resurrección del Señor es una obra del amor. Levantado del sepulcro, Cristo
manifiesta el sentido de toda su vida, que no fue otra cosa sino una continua
ofrenda de amor. Es que el freno para amar, lo que nos detiene de amar más y
mejor es la muerte. Sentimos que si amamos demasiado perdemos lo nuestro y nos
quedamos sin nada. Pero Cristo ha amado hasta quedarse sin nada, porque se ha
"vaciado" de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2,7). Cristo ha asumido el riesgo terrible
de ofrecerse a las fauces de la muerte, fiado solamente de la voluntad del Padre. La
resurrección de Cristo es entonces la respuesta de amor del Padre, que así
manifiesta el triunfo de un amor que no se mide, un amor que no se limita porque
no se detiene ante la muerte.
2. La comunión de los santos
2.1 Nosotros hemos nacido de ese amor invencible, pues de nosotros fue escrito:
"no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre,
sino de Dios" (Jn 1,13). El que nos une y nos reúne no es otro que el Espíritu
Santo, el Espíritu que resucito a Jesús de entre los muertos. Este es el misterio que
llamamos la "comunión de los santos": somos uno en Él, gracias al mismo amor
que hizo posible el portento de la Encarnación y el milagro sublime de la
Resurrección.
2.2 No cabe pensar entonces que ese amor, que ya venció una vez y para siempre
a la muerte, ahora sea inferior a la muerte. El amor que nos hace "uno" en Jesús es
el mismo amor que resucitó a Jesús, y por eso estamos ciertos que la Iglesia que
peregrina en esta tierra está indisolublemente unida a la Iglesia que ha pasado ya
por el umbral de la muerte.
2.3 Semejante lenguaje no podía decirse antes de la resurrección del Señor, y por
ello, antes de la predicación de este misterio de misterios, toda invocación de
difuntos o toda idea de una comunicación entre los difuntos y nosotros tenía que
ser prohibida como espiritismo, según ordena severamente el Antiguo Testamento:
"No sea hallado en ti ... quien practique adivinación, ni hechicería, o sea agorero, o
hechicero, o encantador, o médium, o espiritista, ni quien consulte a los muertos"
(Dt 18,10-11). Esta prohibición era razonable porque el contacto con los difuntos
sólo podía tener un objetivo: el intento de asegurar algunos bienes (suerte, dinero,
éxitos...) para esta vida. Pero nosotros no miramos así a nuestros difuntos, pues es
la luz de la victoria del Resucitado quien nos lleva a considerar el alto destino al que
han sido llamados ellos lo mismo que nosotros.
3. Un inmenso acto de amor
3.1 Nuestras oraciones por los fieles difuntos llevan por consiguiente un doble sello:
caridad hacia ellos y certeza de la victoria de Cristo. Les amamos, pero no con un
amor nostálgico, prisionero de la fantasía o el recuerdo, sino con el amor
eficacísimo propio de la victoria del Señor.
3.2 Y por eso desde antiguo la Iglesia ha considerado que es acto precioso de
misericordia orar por los difuntos de quienes podemos pensar que necesitan de este
sufragio, no para reemplazar la fe, si no la tuvieron, sino para limpiar con la
potencia de nuestro amor, fundado en Cristo, cualquier imperfección que pueda
impedirles gozar de la visión de Dios.
3.3 Y ofrecemos este acto de amor uniéndonos al amor más grande, es decir, al
amor de Cristo en la Eucaristía. Allí precisamente donde se renueva la ofrenda viva
de Cristo, allí fundamos nuestro amor y nuestra esperanza mientras rogamos por
nuestros hermanos difuntos.