Domingo XXXII del tiempo Ordinario del ciclo A.
La vida de los cristianos es un gozoso tiempo de espera.
Meditación de MT. 25, 1-13.
Introducción.
Estimados hermanos y amigos:
Nuestra vida es un periodo en que tenemos la oportunidad de aprender todo lo
que necesitamos para ser felices, en conformidad con nuestras circunstancias.
Desde que Éramos muy pequeños, abrimos los ojos con gran curiosidad para ver a
nuestros familiares queridos y las cosas que nos rodeaban, y ello despertó nuestro
deseo de ver y tocar el mundo en que vivimos con nuestros cinco sentidos. Dicen
los especialistas que, a partir de que los niños cumplen su tercer mes de edad,
empiezan a comprender algunas palabras que les oyen a sus familiares, y a
relacionar términos. parece que el citado aprendizaje empieza a partir de la cuarta
o quinta semana de vida de los niños.
Con el paso del tiempo, desde que éramos muy pequeños, aprendimos que no
podemos tener en la vida todo lo que queremos, a partir del mismo instante en que
lo deseamos. La vida nos enseñó el valor de los sacrificios que tenemos que hacer,
los cuales nos sirven para valorar tanto a los familiares, a las amistades y las
posesiones que nuestro Dios Uno y Trino nos ha concedido, con el fin de que
alcancemos la felicidad en esta vida, al mismo tiempo que se completa el proceso
de nuestra santificación.
Nuestra total dependencia de los adultos que nos rodeaban, nos enseñó, en
nuestra más tierna infancia, que debemos vivir constituidos en sociedad, porque
Dios no desea que vivamos solos. Precisamente, cuando Dios creó a Eva a partir de
una costilla de Adán, se dijo a Sí mismo:
""No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada" (CF.
GN. 2, 18).
Es positivo el hecho de que vivamos en sociedad, pero no debemos convertirnos
en parásitos que viven a costa de quienes gastan su vida esforzándose por mejorar
el mundo. Debemos recurrir a la ayuda de nuestros prójimos los hombres cuando
realmente necesitemos ser ayudados, o cuando la realización del trabajo mutuo sea
beneficiosa para todos, pero no debemos convertirnos en una carga para nadie. A
este propósito, San Pablo, les escribió a los cristianos de Corinto:
"Nosotros hemos sembrado en vuestro campo bienes espirituales; ¿será mucho
pedir que cosechemos de vosotros algún bien terreno? Si otros se consideran con
derecho a ello, mucho más nosotros. Y, sin embargo, no hemos querido utilizar este
derecho. Preferimos soportar lo que sea, a fin de no crear impedimento alguno al
mensaje de Cristo" (1 COR. 9, 11-12).
Tanto los sacerdotes judíos como los obispos cristianos, vivían consagrados a la
predicación, y eran mantenidos por los creyentes. San Pablo les explicó a los
corintios que, puesto que él se había esforzado en cristianizarlos, era justo el hecho
de que ellos contribuyeran a la hora de ayudar a sus compañeros ministros y a él
mismo.
San Pablo era humilde, pero no se despreciaba. Nuestro Santo sabía
perfectamente que ningún otro Apóstol había hecho tan grandes esfuerzos por
extender el Evangelio por el Imperio Romano ni había sufrido tanto por causa del
Nombre de Jesús como le sucedió a él. En virtud de estos hechos, San Pablo se
sabía más merecedor de la ayuda económica de los creyentes que aquellos que
vivían a costa de sus feligreses, y apenas se esforzaban por cristianizar a los tales,
en comparación con la actividad misionera del Apóstol de Tarso.
A pesar del derecho que tenía San Pablo de ser mantenido por los miembros de
las Iglesias que constituyó a través del Imperio Romano, en un principio, no aceptó
recibir ninguna ayuda, con tal de que nadie pudiera reprocharle que era uno de
tantos profetas falsos que vivía a costa de la gente, inculcándole historias falsas.
Cuando San Pablo se cristianizó, era un comerciante bien situado, que invirtió su
fortuna totalmente, recorriendo miles de kilómetros exponiéndose a multitud de
peligros, predicando el Evangelio. Cuando nuestro Santo quedó arruinado
económicamente, se vio obligado a aceptar donativos de parte de sus creyentes. Un
ejemplo de ello fue el generoso donativo con que los cristianos de Filipo
mantuvieron a nuestro admirable Santo cuando estuvo encarcelado en Roma, y
estuvo predicando hasta que, por orden del Emperador Nerón, le amputaron la
cabeza, pues no le crucificaron por tener el documento que le acreditaba como
ciudadano romano.
San Pablo vivió de las ayudas de los creyentes cuando no pudo hacer nada por
mantenerse a sí mismo, pero, antes de verse preso y enfermo, fue admirable la
forma en que compaginó su trabajo con la predicación del Evangelio hasta quedar
totalmente exhausto, para que nadie pudiera acusarle de ser una carga para él.
¿Nos es fácil recordar los meses o años que asistimos a las catequesis
parroquiales para recibir a Jesús Eucaristizado por primera vez? Aunque quizá
muchos solo estábamos ilusionados con el hecho de recibir muchos regalos y
dinero, la verdad es que, cuando comulgamos aquel día tan especial en que
recibimos al Señor, experimentamos una alegría tan grande, que tuvimos la
sensación de que aquel fue el mejor día de nuestra vida.
Cuando recibimos al Señor, empezamos a comprender que debemos vivir
preparándonos para superar etapas más emocionantes y difíciles, las cuales habían
de sucederse con nuestro crecimiento. Cuando alcanzamos la pubertad, una
enorme cantidad de deseos se estabilizaron en nuestra mente, y algunos que no
soportábamos la idea de que nadie nos dijera que la adolescencia es un período de
crisis, acabamos siendo rebeldes y contestones, quizá porque creíamos que la
palabra crisis hacía alusión a nuestra torpeza o incapacidad de ser
autoinsuficientes, sin pensar que esa palabra significaba que teníamos que afrontar
y confrontar muchos cambios de variada índole en muy pocos años.
El deseo de estudiar y/o de trabajar, nos ocupó la mente durante los años de la
juventud, junto a la impaciencia, ora de profesar nuestra fe como religiosos, ora de
encontrar a nuestro mejor amigo, el infatigable compañero en la dicha y el dolor, es
decir, nuestro cónyuge, con quien no tardamos en desear tener nuestros hijos.
Quisimos estudiar o aprender a realizar algún trabajo para poder ganarnos el pan
sin vivir a costa de nadie.
Quisimos encontrar a un cónyuge para no vivir en soledad.
Quisimos tener hijos para completar nuestra familia, y para ver crecer y
desarrollarse la vida a nuestro alrededor, aportando nuestra más fiel contribución a
la realización de tan maravilloso sueño.
Todo lo que queremos hacer en la vida, incluye un proceso de formación y
adaptación, que nos impulsa a estados que requieren de nosotros nuevos y
ardorosos esfuerzos.
1. Preparémonos para asistir a las Bodas del Cordero de Dios con la humanidad.
De la misma manera que nuestra vida está constituida por una serie de pruebas
muchas de las cuales se nos imponen y otras nos las imponemos, el crecimiento
espiritual, también se compone de una serie de fases que debemos superar, si
queremos vernos a nosotros y mirar el mundo desde el punto de vista de Dios,
teniendo una gran fe divina. Es fácil recurrir a Dios cuando no tenemos a nadie más
a quien recurrir, pero, ¿tenemos fe para asistir todos los Domingos a Misa, cumplir
los Mandamientos de la Ley divina y de la Iglesia, y para favorecer a aquellos de
nuestros prójimos carentes de recursos? Si practicamos la caridad sin fe, no somos
caritativos, sino, solidarios, pero, pretender tener fe sin practicar la caridad, es
pretender engañar a Dios, y mentirnos a nosotros mismos.
Todos los días recibo miles de correos electrónicos de lectores que me remiten
sus pedidos de oración. Muchos de esos pedidos los recibo de gente que, con el
pretexto de fingir que creen en Dios, me buscan para mantener una conversación a
través de chat. Yo no obligo a nadie a creer en Dios, así pues, carecer de fe, no es
una excusa que le impida a nadie hablar conmigo, aunque me sucede que estoy
solo al frente de Trigo de Dios, y me es totalmente imposible cumplir todas las
peticiones que recibo, por falta de horas para trabajar para el Señor, y de medios
para satisfacer las necesidades de mis lectores. Os digo esto para que, aquellos a
quienes no pueda atender, no lleguen a pensar que me olvido de ellos
caprichosamente.
Empecemos a meditar el Evangelio de hoy.
""Entonces el Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su
lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio" (MT. 25, 1).
Nuestro encuentro con Dios al final de los tiempos, -cuando nuestra tierra sea
transformada en el Reino de Dios-, es simbolizado, en bastantes textos bíblicos, por
medio de una boda, en que Jesucristo es el novio, y, sus creyentes, -la humanidad
redimida-, representan a la novia. En el tiempo en que vivió nuestro Señor en
Palestina, sus hermanos de raza, cuando celebraban una boda, hacían que las
amigas de la novia, debidamente ataviadas, portando lámparas de aceite, llevasen
a la novia en procesión, a la casa del novio.
La novia debía ser acompañada de vírgenes, porque, las relaciones conyugales,
simbolizaban las relaciones que los creyentes mantenían con Dios. De la misma
manera que cualquier hermano de la raza de Jesús deseaba que su novia fuese
virgen, Dios desea que sus creyentes no mancillen sus almas rindiéndoles culto a
falsos dioses, ya sean estos ídolos de piedra, o vicios que, bajo la óptica de mucha
gente, atentan contra la dignidad humana.
Dado que las procesiones citadas se realizaban desde el anochecer hasta la
madrugada, las vírgenes debían portar consigo lámparas de aceite, y la suficiente
cantidad de aceite como para que sus lámparas no se apagaran, para que así
pudieran entregarle a la novia al novio, cuando este llegara a su casa, y despidiera
a las vírgenes, dando por finalizada la celebración. Para nosotros, las lámparas son
las horas que le dedicamos a nuestra formación espiritual, las obras de caridad que
hacemos para demostrarnos que ponemos en práctica todo lo que aprendemos en
nuestras horas de estudio, y las oraciones que les dirigimos tanto a Dios como a
sus Santos, porque tenemos la certeza de que ellos nos escuchan.
El aceite de las lámparas, simboliza la unción del Espíritu Santo, sin cuyos dones
y virtudes, nos es totalmente imposible ser buenos creyentes.
La luz de las lámparas, significa nuestra fe, pues, si la misma se apaga, dejamos
de creer en Dios, y no estamos dispuestos a recibir al novio, es decir, al final de los
tiempos, cuando Jesús venga a concluir la instauración del Reino mesiánico entre
nosotros, se encontrará con que hemos perdido la fe.
2. ¿Somos cristianos prudentes, o cristianos insensatos?
"Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus
lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus
lámparas tomaron aceite en sus alcuzas" (MT. 25, 2-4).
Imaginemos por un momento que un importante personaje nos tiene afecto, y
que, por ello, nos invita a su boda. Como nosotros el día de la celebración nos
despertamos cansados por causa de nuestros problemas, y tenemos mucha
confianza con el novio, tomamos la decisión de asistir a la celebración sin bañarnos,
los hombres con barba de una semana, y con ropa de andar por casa.
No podemos asistir de cualquier manera a ningún evento social, y, mucho menos,
a nuestro encuentro con Jesucristo Resucitado, al final de los tiempos. No debemos
tener una fe estéril ni mediocre, sino que debemos tener una fe firme, constante, y
capaz de vencer todo tipo de tentaciones de perderla. Esta fe se obtiene mediante
el estudio constante de la Palabra de Dios contenida en la Biblia y en los
documentos de la Iglesia, la incesante práctica de la caridad, y el incansable
ejercicio de la oración.
Imaginemos que un buen amigo, -de esos que hay pocos-, nos ofrece un cheque
en blanco, para que escribamos en el mismo la cantidad de dinero que queremos
que nos regale. Jesucristo es el gran amigo que nos ofrece la posibilidad de
alcanzar la plenitud de la dicha, en quien no creemos firmemente alegando que no
lo vemos físicamente, porque nos hemos hecho a la idea de que en el mundo hay
más maldad que bondad.
Si tienes la lámpara de la fe, estudia, actúa haciendo el bien practicando lo que
has aprendido, y ora, para que la luz de Cristo ilumine tu vida, y puedas gozar de la
salvación divina.
3. El sueño inoportuno.
"Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron" (MT. 25, 5).
En el siglo I de nuestra era cristiana, muchos seguidores de Jesús creyeron que la
tierra estaba a punto de ser transformada en el Reino de Dios. Dado que ello no
sucedía, y el mundo era víctima de todo tipo de calamidades, muchos creyentes
perdieron la fe en Dios, y otros pensaron que, el hecho de que sus aspiraciones no
se realizaban, no significaba que Dios los había abandonado, pues Dios, cuya vida
es ilimitada, tiene un punto de vista diferente al nuestro. Esta es la causa por la
que San Pedro escribió en su segunda Epístola:
"DE cualquier modo, queridos hermanos, hay una cosa que no debéis olvidar:
que, para el Señor, un día es como mil años, y mil años como un día. No es que el
Señor se retrase en cumplir lo prometido, como algunos piensan; es que tiene
paciencia con vosotros, y no quiere que ninguno se pierda, sino que todos se
conviertan" (2 PE. 3, 8-9).
Si Dios tarda en cumplir la promesa de concluir la instauración de su Reino entre
nosotros, debemos alegrarnos, porque, aunque no se termina aún el tiempo de
nuestro sufrimiento, aún seguimos teniendo la oportunidad de mejorar nuestra vida
en todos los aspectos, en conformidad con la fe y las posibilidades que tengamos
para alcanzar la felicidad en esta vida, y la santificación.
De la misma manera que las vírgenes de la parábola evangélica que estamos
considerando se durmieron mientras esperaban la llegada del novio, nosotros
también descuidamos nuestro crecimiento espiritual, y dejamos de tener en cuenta
que estamos en este mundo de paso, porque no nos gusta hablar de la muerte
porque nuestra fe no nos ayuda a contemplar la misma como el fin de nuestros
sufrimientos, sino como un caos irremediable que ha de afectarnos.
¿A quién le importa pensar en la segunda venida o Parusía de Jesús al mundo, si
no sabemos cuándo acontecerá tan trascendental hecho?
¿Nos estamos preparando a recibir al Señor mediante el estudio, la práctica de la
caridad y la oración, o rechazamos la oportunidad de crecer espiritualmente, y nos
jugamos la salvación?
4. ¿Pueden nuestras obras y oraciones salvar a otras personas?
"Mas a media noche se oyó un grito: "¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su
encuentro!" Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus
lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: "Dadnos de vuestro aceite, que
nuestras lámparas se apagan." Pero las prudentes replicaron: "No, no sea que no
alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores
y os lo compréis." Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban
preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde
llegaron las otras vírgenes diciendo: "¡Señor, señor, ábrenos!" Pero él respondió:
"En verdad os digo que no os conozco." Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la
hora" (MT. 25, 6-13).
Durante el Adviento, la Navidad, la Cuaresma, la Pascua, algunas ocasiones del
tiempo Ordinario. algunas fiestas de Santos, y el mes de noviembre, los
predicadores religiosos y laicos de la Iglesia, le gritamos al mundo: ¿Preparaos a
recibir al Señor que vendrá a nuestro encuentro cuando menos lo esperemos!.
Como la Parusía del Señor nunca acontece, cada día es más difícil anunciar el
Evangelio, porque nuestro mensaje parece ser menos creíble a los ojos, no sólo del
mundo, sino de los mismos cristianos católicos, nuestros hermanos en la fe.
Imaginemos que, en este preciso instante en que estamos meditando el
Evangelio del Domingo XXXII Ordinario, recibimos el aviso definitivo de que el
Señor está al venir por segunda y última vez a nuestro encuentro. Si hemos
estudiado la Palabra de Dios, hemos practicado incesantemente la caridad, y hemos
vivido orando como si ello fuera nuestro alimento, querremos saltar de alegría,
porque tendremos la certeza de que el Dios Uno y Trino cumplirá nuestras más
anheladas aspiraciones.
Si, al recibir el mensaje de que Jesús está al venir a nuestro encuentro hoy
mismo, desconocemos la Palabra de Dios, hemos hecho absolutamente de todo
menos lo que es bueno, y no oramos porque carecemos de fe, ¿qué ideas se nos
pasarán por la mente?
En la parábola que estamos considerando, las vírgenes necias recurren a las
prudentes, para que compartan con ellas el aceite que tienen. Las prudentes se
niegan a socorrer a las insensatas, porque, aunque por la misericordia de Dios
muchos se salvarán porque se lo pediremos a nuestro Padre común, y, aún más,
aunque los católicos creemos en la Comunión de los Santos, cada cual habrá de
presentarse ante Dios declarando sus obras, sin poder justificar su salvación por las
obras que hayan ejecutado otras personas. Imaginad la inutilidad del hecho de que
un estudiante que no estudia reciba la alta calificación de un excelente estudiante
compañero suyo, a quien sus profesores le suspenden las materias que estudia, en
atención al perezoso que aprueba sin realizar esfuerzo alguno.
Imaginemos por un momento que somos cristianos réprobos, y que queremos
someternos a Dios cuando su Reino haya sido plenamente instaurado entre
nosotros, y que, por consiguiente, se agoten las oportunidades que hemos tenido
de alcanzar la santificación. Imaginad que estamos en el lugar destinado a quienes
rechazan a Dios, y que queremos vivir en el Reino de nuestro Padre común. En la
parábola evangélica que estamos considerando y en otros textos bíblicos, se nos
dice que este hecho es totalmente imposible, aunque siempre tendremos la
posibilidad de encomendarnos a la misericordia del Dios que es incapaz de
defraudar a quienes confían en El, por causa del amor con que les acoge en su
presencia.
José Portillo Pérez