Comentario al evangelio del Domingo 06 de Noviembre del 2011
¡Salid a recibir al esposo!
La parábola de las diez vírgenes nos sorprende por su
dureza. Primero, por la negativa de las vírgenes prudentes (es decir, de las “buenas”) a compartir su
aceite con las pobres necias. En segundo lugar, por la total exclusión de estas últimas del banquete de
bodas por un simple retraso. ¿Es que Jesús nos está llamando a la insolidaridad, dándonos a entender
que la salvación, a fin de cuentas, es algo exclusivo de cada uno, de modo que cada uno debe
preocuparse sólo de la suya? ¿Está tratando de meternos miedo, ya que un simple descuido, un
pequeño retraso puede dejarnos fuera del Reino de Dios? ¿No supone esto un contraste demasiado
fuerte con otras parábolas y dichos de Jesús, en los que subraya ante todo la misericordia y el perdón?
No debemos leer las parábolas de un modo demasiado directo, al pie de la letra. Para entenderlas es
preciso atender al contexto en que Jesús las pronuncia y, por tanto, a la intención con que las cuenta.
La parábola de las diez vírgenes está dentro del discurso escatológico del Evangelio de Mateo. No
conviene que olvidemos que estamos enfilando el fin del año litúrgico y que en estas últimas semanas
la liturgia y la Palabra de Dios nos invitan a reflexionar sobre la dimensión de ultimidad. Jesús mismo,
que está a punto de enfrentarse con su pasión y muerte, vive en carne propia lo que de definitivo y
último hay en la vida humana. No se trata, pues, ni de invitar al individualismo espiritual, ni de
fomentar una religión del temor. Jesús nos llama a tomarnos en serio la vida, la fe, nuestra relación con
Dios y, en consecuencia, el sentido último de nuestra vida. Nos está llamando a vigilar, a vivir en vela
o, dicho con otras palabras, a vivir de manera consciente. Es también una llamada a la sabiduría de la
vida, que sabe calibrar y discernir adecuadamente los diversos géneros de bienes presentes en nuestra
vida. Esta forma de vida consciente, vigilante, no niega las preocupaciones cotidianas. De hecho,
también las vírgenes prudentes fueron vencidas por el cansancio y se quedaron dormidas. Esto es,
también ellas sabían atender a las necesidades más perentorias e inmediatas. Pero lo hacían con su
lámpara y su provisión de aceite preparadas. ¿De qué se trata aquí?
Jesús está hablando de la luz que ilumina en las tinieblas. Vivir de manera consciente y ser sabio y no
necio significa vivir en la luz, incluso cuando es de noche. Y esa luz es, ante todo, la fe. En el rito del
bautismo el neófito recibe la candela que representa la luz de Cristo. Es un don, pero también es
responsabilidad de cada uno mantener viva esa llama para que siga brillando. De poco sirve tener la
lámpara, si no la alimentamos con la oración, con la escucha de la Palabra, con la participación en los
sacramentos. En este caso nuestra fe está muerta, como una lámpara sin aceite, que no ilumina la
propia vida, que no es capaz de descubrir en ella la presencia del esposo, de Jesucristo, que viene a
nosotros de muchas maneras.
Cuando sucede esto, cuando somos “necios”, es decir, inconscientes de la presencia de Dios en
nuestras vidas, lo más frecuente es que nos entreguemos a los bienes pasajeros de este mundo como si
fueran definitivos. Vivimos como narcotizados por las preocupaciones cotidianas, como si fuesen las
únicas realmente importantes. Esta forma de vida puede consistir en una elección explícita y exclusiva
de esos bienes reales y necesarios, pero efímeros. En su caso extremo es una vida “de pecado”, cuando
por nuestros intereses más o menos inmediatos estamos dispuestos a sacrificarlo todo: la verdad, la
justicia, la compasión, la propia conciencia, pues consideramos que aquellos intereses (el bienestar, la
riqueza, el éxito social, el disfrute de la vida) son los únicos bienes reales y contables. Esa vida
despreocupada de lo más importante nos abotaga y nos conduce a la ruina, como advierte el mismo
Jesús en otro momento: “Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje,
por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso como un lazo”
(Lc 21, 34). En este caso, peor que las vírgenes necias, no sólo dormimos, sino que carecemos no sólo
de aceite, sino incluso de lámpara: no esperamos nada ni a nadie, vivimos encerrados en nosotros
mismos. Pero puede suceder que haya en nosotros una vaga conciencia de que “algo” debe haber, de
que “alguien” ha de venir. Tenemos una fe mortecina, más o menos formal, tenemos, en una palabra,
lámpara; pero no le prestamos la menor atención, nunca elevamos la mente y el corazón a Dios, ni
abrimos nuestros oídos a su Palabra, para adquirir así esa sabiduría que se deja encontrar por quien la
busca, y se da a conocer a quien la desea, porque se ha hecho cercana en la humanidad de Cristo; ni
nos inclinamos nunca ante Él para pedir y obtener el perdón, ni acogemos su invitación para sentarnos
a su mesa y comer su pan y beber su vino, y entrar así en comunión con los bienes definitivos de su
cuerpo entregado y su sangre derramada. Nuestra lámpara no ilumina, porque no queremos hacernos
con el aceite que alimenta su llama.
La luz de la fe ilumina la oscuridad. Y la oscuridad suprema, la oscuridad de la muerte, iluminada por
la fe en Cristo, muerto y resucitado, enciende en nosotros la luz de la esperanza. La esperanza es otra
dimensión esencial de esa sabiduría superior que Cristo ha hecho cercana y accesible. Es sabio el que
sabiendo que ha de morir se esfuerza por los bienes que perduran, por los tesoros que ni la polilla ni la
herrumbre corroen, ni los ladrones pueden robar (cf. Mt 6, 19). El aceite que alimenta la luz de esta
lámpara es la perseverancia, la constancia, la fidelidad. El Señor viene de muchas maneras, pero la
definitiva, la que representa el “fin del mundo” para cada uno de nosotros, es la propia muerte. Es de
sabios ser conscientes de esto, sabiendo que el presente no está cerrado sobre sí mismo, sino abierto a
un futuro que trasciende el tiempo, porque en la muerte humana, que ha sido visitada y asumida por el
Hijo de Dios, vamos al encuentro de Cristo. El llanto inevitable que produce la muerte no ha de ser un
llanto de desesperación, sino que encuentra su consuelo en la victoria de Cristo.
Por fin, la luz de la fe y de la esperanza, adecuadamente alimentada, no puede no encender el fuego del
amor. Vivir en vela y de manera consciente significa abrir los ojos y descubrir de una manera nueva a
los demás y sus necesidades. Los bienes relativos y efímeros de este mundo adquieren un sentido
definitivo y transcendente cuando hacemos de ellos medios y expresión de nuestra apertura y
preocupación por las necesidades de aquellos en los que, en fe, descubrimos a nuestros hermanos. Si lo
que distingue una forma de vida “necia”, sin aceite, es el “comamos y bebamos que mañana
moriremos” (cf. 1 Cor, 15, 32), la vida sabia es la que da de comer al hambriento y de beber al sediento
(cf. Mt 25, 31-46). Una vez más, tener lámpara y carecer de aceite significa ser un creyente desvaído,
que deja la fe en el desván de una mera referencia mental, y vive una vida egoísta, preocupada sólo de
sí, de los propios intereses. En este mundo, en el que nos hartamos de escuchar que “todo es relativo”,
descubrimos que hay dimensiones definitivas y eternas, que no dependen del carácter efímero del
espacio y el tiempo, sino que tienen vocación de eternidad. La fe y la esperanza las iluminan, y su
mejor expresión es el amor que Cristo nos ha enseñado. Jesús, pues, no sólo no nos llama a no
compartir, sino al contrario: la luz de la fe no puede no compartirse si realmente ilumina (no puede
ocultarse ni ponerla bajo el celemín –cf. Mt 5, 15), pero tiene que alimentarse adecuadamente, y eso sí
que es responsabilidad de cada uno. Y el compartir se realiza por antonomasia en la caridad, pero
¿cómo podremos hacerlo si vivimos neciamente, descuidados de Dios y de nuestros prójimos?
Jesús nos narra esta parábola sobre los últimos tiempos en el contexto de sus últimos días, en Jerusalén,
en vísperas de su pasión. Se trata para él de una experiencia bien concreta: él es el esposo, que ha
llegado, y los suyos duermen, no lo reconocen, lo rechazan… Viven en la oscuridad y, aunque tienen
lámparas, pues son formalmente religiosos, incluso hiperreligiosos, sus lámparas están apagadas, no
están preparados para la venida del maestro, carecen del aceite necesario para encenderlas, de la
sabiduría que es capaz de discernir los signos de la presencia entre ellos del Hijo de Dios.
A nosotros puede sucedernos lo mismo. Hemos recibido el don de la fe, pero hemos de preocuparnos
de que ésta se convierta en una verdadera sabiduría de la vida, en una esperanza activa, en una ardiente
caridad. Eso significa vivir en vela, conscientemente, preparados para la venida del Señor que, aun sin
saber ni el día ni la hora, ha de suceder sin duda, tal vez del modo más imprevisto. ¿Tengo la lámpara
preparada? ¿Me estoy haciendo con la provisión de aceite que la hará arder?
José María Vegas, cmf