DOMINGO 32 T.O. (A)
Lecturas: Sab 6,13-17; S.62; 1Ts 4,12-17; Mt 25,1-13
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Vivir tiene sentido; también morir
Acaba ya el año litúrgico. A partir del último
domingo de este mes comienza el nuevo con el adviento,
que nos prepara para la vivir la Navidad y el nuevo año.
Coincidiendo con este final, la Iglesia medita los
misterios del después de la vida en este mundo. Hoy nos
invita a reflexionar sobre la muerte. “Frente a la muerte
el enigma de la condición humana alcanza su cumbre”
(C.I.C. 1006; Vat II, GS 18). Todos hemos de morir.
“Está establecido que todos los hombres mueran una
sola vez” (Hb 9,27).
Sin embargo no será ése nuestro último destino.
Cierto que la muerte es consecuencia y castigo del
pecado que el primer hombre, Adán, cometiera: “Con el
sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la
tierra, pues de ella fuiste sacado; porque eres polvo y al
polvo volverás” (Ge 3,19).
Pero no eran estos los planes de Dios. “Dios creó
al hombre incorruptible, mas por envidia del Diablo
entró la muerte en el mundo” (Sab 2,23-24). Y no mudó
de intención tras el pecado de Adán. En la cruz cargó
con nuestros pecados para liberarnos de ellos, y en la
cruz cargó con la muerte para otorgarnos la vida eterna.
Así la obediencia de Cristo hasta la muerte transformó la
maldición de la muerte en bendición (v. Ro 5,19-21).
Los cristianos tenemos la ventaja de poder
enfrentar su misterio desde la fe con conocimiento cierto
de lo que será. San Pablo habla de morir en Cristo y de
vivir para el Señor. El evangelio de hoy habla de la
muerte como un despertar para unirse al gozo de Cristo,
el esposo que celebra sus bodas con la Iglesia, su esposa,
en el banquete eterno.
Nadie sabe cuándo llegará. Jesús nos avisa para
que vivamos preparados y vigilantes. Los mayores
sabemos por ley de vida que necesariamente nos queda
menos tiempo; pero todos los días hay niños y jóvenes
que mueren. Nadie puede prometerse con certeza un
minuto más de vida. El Señor nos advierte con apremio
que estemos dispuestos para responder enseguida a la
llamada. La llama encendida que da derecho a
acompañar al Esposo es la fe. Hay que mantenerla
siempre encendida y vigorosa, hay que mantenerla así
con el aceite de la oración, los sacramentos y las buenas
obras. Pese a que no podamos estar viendo a Dios
continuamente y a veces por nuestras faltas la fe se
adormezca y el sentido de lo eterno se debilite,
mantengámoslo encendido, es decir evitemos sobre todo
el pecado mortal, que nos mata la vida de Dios.
“Vanidad de vanidades y todo vanidad. Todo es atrapar
viento” –dice la Biblia en el libro del Cohelet–. Todo
aquello que hayamos hecho sin preocuparnos de hacerlo
porque Dios lo quería y como Dios lo quería, perecerá.
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“Basta de palabras –prosigue el Cohelet–. Todo está
dicho. Teme a Dios y guarda sus mandamientos; que eso
es ser hombre cabal. Porque toda obra la emplazará Dios
a juicio, también todo lo oculto a ver si es bueno o
malo” (Coh 1,2.17; 12,13-14).
Vigilar, pues, es estar alertas al valor
transcendente de la vida, lo que significa ser conscientes
de que la vida que vivimos no es sólo la de este mundo,
que vemos, oímos y palpamos, pero que se acabará,
dejando como mucho, como los navíos en la mar, una
estela que pronto se extingue. Si no se tienen ideas
claras, la vida no vale nada. Pero si vale, ha de tener
sentido y éste sólo podemos dárselo más allá de la
muerte.
Todas las grandes culturas llegaron a conocer esta
verdad. También los antiguos pobladores americanos de
tribus y culturas diferentes. Lo atestiguan, aun con
errores, su culto a los muertos y sus monumentos
funerarios. Nosotros sabemos lo que sucede tras la
muerte por la palabra de Jesús. Somos ciudadanos del
mundo futuro más que de éste. Hemos sido creados y
vivimos para estar aquí unos años y ganarnos un lugar
junto al Padre, al Hijo y al Espíritu y participar de la
fidelidad de Dios sin que nunca se termine. Ésa es
nuestra tierra, nuestra patria real. Queramos o no, es
nuestro destino. Por eso la vida es importante, porque se
vive para la eternidad. Quien no se da cuenta, duerme y
está cavando su propia ruina eterna. Más allá del mero
valor humano y terreno de las obras, está su valor
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eterno, el sobrenatural, el que tienen ante el juicio de
Dios: “Está determinado para todo hombre que morirá
una sola vez y después será juzgado” (Hb 9,27).
Porque es natural el miedo a lo desconocido y el
miedo a la muerte, debemos pedir constantemente a
Dios la gracia de una buena muerte. Tengamos además
en cuenta que la gracia de la perseverancia final, la de
morir en gracia de Dios, es una gracia especial y la
gracia nunca se merece sino que se alcanza por la
oración confiada y perseverante. “De la muerte
repentina e imprevista líbranos, Señor”, pedían las
antiguas letanías de los santos. “La Iglesia nos anima a
prepararnos para la hora de nuestra muerte y a pedir a la
Madre de Dios que interceda por nosotros «en la hora de
nuestra muerte» y a confiarnos a S. José, patrono de la
buena muerte” (C.I.C. 1014). Hagámoslo por nosotros y
por los pecadores.
Los buscadores de oro sacuden su cedazo para
encontrar entre kilos y kilos de arena alguna pepita de
oro para poder vivir. Viviendo nuestras obras normales
al son de la fe y del Evangelio, las convertimos todas en
oro de lo mejor para la vida eterna. Estemos siempre
despiertos con la fe encendida y brillante; vivamos en
Cristo para celebrar un día eternamente sus bodas con la
Iglesia su esposa, es decir con todos nosotros.
Más información:
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