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XII Semana del Tiempo Ordinario (Año Par)
Viernes
Mt 8, 1-4
Señor, si quieres, puedes curarme, le dijo el leproso a Jesús, en el evangelio
que hemos escuchado. La lepra, en tiempos de Jesús, hacía impuro a quien la
padecía. Impuro en la carne y en el espíritu; impuro para la sociedad e impuro para
Dios, pues se le negaba la comunidad con los hombres y el acceso al culto.
El comportamiento de Jesús es como una bofetada de Dios a quienes
aceptaban que la lepra era consecuencia del pecado y excluían de la santidad del
pueblo a los que la padecían. Por eso, en el gesto de Cristo hay un brote de
indignación, dirigida no contra el leproso, sino contra quienes pensaban de esa
manera. Jesús tocó al leproso revelando que la pureza de Dios consiste en
descender hasta la miseria humana, en besar la carne enferma y dolorida del
hombre. Como maestro de la ley, Jesús enseña que el verdadero significado de su
doctrina está en sanar a los heridos y consolar a los tristes; que no necesitan del
médico los sanos sino lo enfermos.
Cristo convierte además este milagro en una prueba de su autoridad que
ofrece a los que se obstinan en no creer en él. Después de curar al leproso, Jesús le
ordena que se presente al sacerdote y ofrezca por su purificación lo que mandó
Moisés en testimonio contra ellos. ¿Quiénes son ellos? ¿De qué da testimonio el
milagro? Sencillamente de la autoridad de Cristo que, al curar a un leproso, ofrece
un argumento irrebatible contra los que le niegan autoridad divina. Ellos son los
mismos fariseos que, cuando Jesús cura al ciego de nacimiento, prefieren negar el
milagro a reconocer que Cristo es la Luz capaz de abrirle los ojos. Por eso merecen
el juicio de Cristo: si fueran ciegos no tendrían pecado, pero como dicen ‘vemos’, su
pecado permanece .
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)