XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Solemnidad. Jesucristo, Rey del Universo Jesucristo
Pautas para la homilias
Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de mis humildes
hermanos, conmigo lo hicisteis.
Las lecturas de esta fiesta crean el clima escatológico del que surge la gran figura
final de Dios como Pastor, y de Cristo como Rey y Juez de vivos y muertos. En
efecto, el profeta Ezequiel (1ª lectura) describe al Dios que salva al pueblo
destruido como el Pastor que juzgará y salvará a las ovejas de su rebaño. Por su
parte, San Pablo (2ª lectura) presenta a Cristo resucitado como el vencedor del
pecado y de la muerte que “devolverá a Dios Padre su reino”; más aún, afirma que
él mismo, “Cristo, tiene que reinar”. Es San Mateo, sin embargo, (3º lectura) el que
más amplia y explícitamente sitúa a Cristo, al final del los tiempos, como Rey y
Juez de todas las naciones. En la escena que Jesús describe como el acto final,
recoge la imagen del pastor “que separará a unos de otros” y al rey que hablará a
los de su derecha y a los de su izquierda.
La acción que se va a desarrollar “ante el trono de su gloria” se presenta
impresionante, no tanto por la magnificencia del escenario, cuanto por el mensaje
que traduce el diálogo entre el rey y los convocados.¿Cuál es ese mensaje? : 1º) El
amor como norma suprema de la vida cristiana. 2º) La identidad de Dios en los
“más humildes hermanos”. Y 3º) La centralidad de Cristo en su misión redentora.
El amor como norma suprema de la vida cristiana.
El amor de Dios a todos los hombres es una verdad de fe, ratificada en la
experiencia histórica del cristianismo, y una certeza universal en la conciencia de
todas las filosofías. En igual certeza cristiana se asienta la singularización de ese
amor en los pobres, en los desafortunados, en los humildes, en todos aquellos que
sufren y han soportado, a lo largo de la historia, la opresión y la injusticia por parte
de sus propios hermanos más afortunados en fuerza, salud, medios, etc. La
paradoja de un mundo partido en dos, los pobres y los poderosos, en sus diversos
grados, hace verdad aquella expresión que Jesús de Nazaret pronuncia, con más
pesadumbre que intención profetizadora: “A los pobres los tendréis siempre con
vosotros”. En este mundo herido por la injusticia y lleno de seres afligidos quiere
Jesús que se establezca su reino, único reino que tiene sentido en el corazón
misericordioso de Dios. Para instaurarlo estableció el mandamiento nuevo del amor,
tan singular y definitivo que, al final de los tiempos, Jesús se investirá rey y juez
para examinar a los hombres con la sola pregunta de si hemos trabajado por la
justicia con la única fuerza real que lo hace posible: el amor al prójimo en el amor a
Dios.
La identidad de Dios en los “más humildes hermanos”
.
Desde la encarnación del Hijo de Dios en naturaleza y condición humanas hasta su
última palabra en parábolas y en predicación verbal, todo evidencia esta realidad:
Dios tiene preferencia por los pobres, por los pecadores, por los perseguidos, por
los que sufren. Son varios los pasajes del evangelio en los que se dice
rotundamente que el primero y principal prójimo es el pobre y que ellos son la
medida del amor a Dios. La gloria de Dios es que el pobre viva, dirá monseñor
Óscar Romero. Pero la mejor comprobación de la identificación de Dios con el pobre
nos la brinda el evangelio de san Mateo (25, 31-46) que la liturgia sitúa en la fiesta
de hoy: “Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos mis humildes hermanos,
conmigo lo hicisteis”, y, aún por el lado opuesto, “Os aseguro que cada vez que no
lo hicisteis con uno de éstos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo.” Ellos son
mucho más que seres desheredados que mueven a compasión, reclamo de justicia
social y vergüenza de civilizaciones, etc, etc. Son la representación de Dios aquí,
mientras el reino de Dios culmina en el más allá del tiempo.
La centralidad de Cristo en su misión redentora.
El evangelista san Mateo, al referirse a Jesús en el fragmento evangélico del día,
utiliza tres nombres que expresan esa centralidad: Hijo del hombre, (Ezequiel,
Daniel), rey y Señor que son netamente títulos de carácter cristológico. El título de
Señor, Kyrios, se convirtió en el nombre propio de Dios, y expresa el poder de
Cristo, a la vez que lo identifica con la soberanía de Dios. Es ahí, en el escenario
imponente del “juicio final”, donde Cristo, “ante todas las naciones” desplegará su
poder regio: será el momento en que el reino de Dios, iniciado en la historia como
un grano de mostaza, se expanda en su infinita potencialidad de gloria y
bienaventuranza. El Señor y rey, el Hijo del hombre, juez de vivos y muertos,
presentará al Padre a la humanidad redimida como un trofeo de la lucha gigantesca
ganada a golpe de “sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada por todos los
hombres para el perdón de los pecados”. La misión redentora de Cristo culminará
en el amor del Pastor y en la misericordia del Rey repartidos entre todos los
hombres que, llegados ante el Señor, evidenciarán la suma pobreza que conmoverá
las entrañas de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Fray José Luis Gago de Val
Convento de San Pablo y San Gregorio (Valladolid)
Con permiso de dominicos.org