DOMINGO 34 T. O. (A)
SOLEMNIDAD DE CRISTO REY
Lecturas: Ez 34,11-12.15-17; S. 22; 1Cor 15,20-
26.28; Mt 25,31-46
Homilía por el P.José R. Martínez Galdeano, S.J.
El Reino de Jesús y su ley
Esta fiesta de Cristo Rey al fin del año litúrgico
nos manifiesta esta verdad, que es fundamental: Toda
la vida y esfuerzo del que cree en Cristo debe ir hacia
Él. A partir del bautismo, en que hemos participado de
la vida de Cristo resucitado, debemos de ir haciendo
que el pensar, el querer, el amar y sentir de Cristo
transformen el pensar, querer, amar y sentir nuestros
para ser los de Cristo. Dicho de otra forma: El Espíritu
de Jesús, que se nos ha comunicado en el bautismo y
que continúa inyectándose por los sacramentos y otras
obras de la gracia, ha de ser como esas células madre,
que se multiplican y transforman el organismo, en el
que han sido injertadas, de modo que produces otras
nuevas y revitalizan a las células muertas. Así el
cristiano se va haciendo más Cristo mismo, al irse
Cristo apoderándose más de todo él. No es sólo que
piensa y obra como Cristo, sino que Cristo llega a ser
el que piensa y obra; ésta es la forma como Cristo se
hace vivo y presente en el mundo por el cristiano.
Por eso para nosotros Jesucristo debe serlo
todo. Porque es el logro del fin supremo, único y
último de la existencia. Como dice el apóstol San Juan:
La Palabra, la que existía desde el principio, la que era
Dios, la que hizo todo, la que es la vida y la luz para
todos los hombres, se hizo carne, vivió y vive entre
nosotros lleno de gracia y de verdad, y de su plenitud
infinita hemos recibido y continuamos recibiendo
gracia tras gracia; porque la gracia y la verdad nos
han llegado y están llegando por Jesucristo (v. Jn 1,1-
17). Cristo mismo es la margarita, la perla preciosa,
que merece venderlo todo para poder comprarla.
“Hemos creído en el amor; y quien permanece en el
amor, permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16).
Pero el amor de Dios, que nos hace a todos
“hijos de Dios con el Hijo unigénito”, nos exige y lleva
al amor al prójimo; porque “si alguno dice: amo a Dios
y aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues el que
no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a
Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este
mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su
hermano” (1Jn 4,16-21). Este principio fundamental de
Cristo debe serlo también de todos sus seguidores.
Continuamente nos lo recuerdan el Evangelio y la
Iglesia misma.
Al concluir el año litúrgico, después de haber
meditado a lo largo de él sobre el mensaje de Jesús, la
Iglesia nos invita a que una vez más reflexionemos
sobre esta verdad fundamental: ¿Amamos al prójimo?
Porque, si no lo hacemos, nos mentimos a nosotros
mismos cuando nos decimos que amamos a Jesucristo.
Y, si amamos al prójimo, ¿cómo puede ser que,
pudiendo, no le ayudemos cuando tiene necesidad? El
mensaje de Jesús nos dice que en el prójimo está Él,
que no ayudar al prójimo es no ayudarle a Él. No cabe
duda que los apóstoles y sus coetáneos palestinos
tuvieron una gran suerte por poder haber visto y oído
a Jesús corporalmente. Así mismo es una gracia
grande la que muchos santos han recibido con las
apariciones del Señor y de Nuestra Señora. Sin
embargo es más seguro, pues lo dice Dios, que
también la presencia de Jesús está en todo aquel que
de alguna manera es pobre y necesita de nuestra
ayuda.
No obstante ver en el prójimo a Cristo no es
nada fácil; aunque, como nos amonesta el evangelio
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de hoy, sea necesario. Por ello ha de ser un punto
fundamental al evaluar nuestra conducta en cuanto
cristiana, pues así nos dice Jesús que lo va a
considerar en rendición de cuentas del juicio final.
Cuando valoramos nuestra vida y nos examinamos al
acudir al sacramento del perdón, hagámonos las
preguntas de Jesús en aquel día. Además hemos de
pedir en nuestra oración, y como petición normal, esta
gracia preciosa y difícil de verle en aquellos con los
que vivimos y nos encontramos tanto en la familia
como en otros ambientes sociales.
El evangelio de hoy indica que la caridad para
con el prójimo pide con claridad practicar las obras de
misericordia, que Jesús recoge magistralmente en las
siete que hemos escuchado. Iluminada por el mismo
Espíritu de Jesús la piedad cristiana ha añadido otras
siete, que ha designado como obras de misericordia
espirituales. Aconsejar bien al que lo necesita, enseñar
al que no sabe y corregir al que hace mal, son las tres
primeras; exigen cuidado especial, pues a veces quien
yerra no tiene la humildad de reconocerlo. Las tres
siguientes, consolar al triste, perdonar y sufrir con
paciencia a quienes molestan, si reflexionamos un
poco, son de práctica continua por las numerosas
ocasiones de practicarlas que ofrece la vida normal,
más aún que las corporales. Consolar al triste es
escucharle, darle una palabra de aliento y esperanza;
ustedes saben, incluso por propia experiencia, lo
frecuente que es verse acosado por la tristeza, debido
a fracasos, miedos y otros acontecimientos que no se
logran dominar. Perdonar es una necesidad constante
para tener paz y alegría, además de ser necesaria para
que Dios nos perdone a nosotros; sufrir con paciencia
a quienes nos molestan sea con errores humanos, sea
con defectos que nos incomodan.
Rogar a Dios por vivos y muertos es la última;
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ésta sí que nadie la puede obstaculizar y es un gran
acto de caridad: orar por las necesidades de nuestros
prójimos, por la conversión de los pecadores, por los
enfermos, los moribundos, los que se purifican en el
purgatorio, por las necesidades apostólicas de la
Iglesia. No usamos del modo debido este medio de la
oración. Si lo hacen con perseverancia, verán cómo
Dios les da señal muchas veces de haberles
escuchado.
El evangelio de hoy nos da el secreto de vivir en
la presencia de Dios y hacer de nuestra vida un culto
permanente al Señor. Que María, nuestra Madre, nos
ayude con su intercesión.
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