Ciclo A. XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario A
Solemnidad. Jesucristo, Rey del Universo A
Pedro Guillén Goñi, C.M.
En el transcurso del Año Litúrgico, que concluimos en el día de hoy con la
solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, la liturgia de la Palabra, y más
concretamente el evangelio de San Mateo, nos ha presentado el significado,
objetivos y consecuencias de la instauración del reino de Dios en el mundo, eje
central de la predicación del Señor. Las parábolas, de forma profunda y sencilla,
nos invitaban a plasmar en nuestra vida ordinaria la justicia, la paz y, sobre todo el
amor, para que el Reino de Dios se concretara en este mundo como proceso de
seguimiento al Señor que culmina en la eternidad.
En todo reino debe existir un rey. Hoy la Iglesia nos presenta a Jesús, como Rey del
Universo con unas connotaciones y características propias que, aunque insertado en
este mundo y siendo su reinado para nosotros hoy, difiere mucho del estilo “del
reino de los hombres”. Jesús podía haber optado por nacer en palacio lujoso, entre
esplendores y éxitos y terminar su vida con grandes manifestaciones de homenajes
y aplausos. Sin embargo hizo todo lo contrario asumiendo su condición de Hijo de
Dios; nació de modo humilde y desconocido por obra y gracia del Espíritu Santo y
en el seno de María Virgen, joven doncella humilde y sencilla de Nazaret. Vivió
moderada y pobremente, preparándose para lo que Dios le había elegido: anunciar
el Reino a los hombres. Fue incomprendido y rechazado y murió crucificado y
abandonado. Eligió por cetro una caña, por corona unas espinas que le mortificaban
y por trono la propia cruz. Asumiendo la condición humana, pero siendo a la vez el
Hijo de Dios, hoy la Iglesia manifiesta que Jesús es el Señor, que ha resucitado,
que vive entre nosotros y nos llama pera seguir anunciando su Reino de amor y de
paz.
El evangelio del día de hoy nos relata el conocido pasaje del juicio final (Mt.25, 31-
46). Es una descripción magnífica del significado y exigencias del Reino de Dios.
Todos estamos llamados a él y todos cabemos. El único requisito imprescindible
para pertenecer a este Reino es “amar a Dios con toda nuestra mente y nuestro
corazón y al prójimo como a nosotros mismos” (Mt. 22, 37-39). La medida que
Jesús tiene para calcular el amor que tenemos es sorprendente y llamativa en el
mundo en que vivimos: la actitud de amor o indiferencia ante los necesitados en los
cuales está preferentemente el rostro de Dios. Todo trabajo por el Reino pasa
necesariamente por el amor a los demás. Este amor forma parte esencial de
nuestra vocación y misión de cristianos. Cada vez que apaciguamos un poco el
hambre, la sed o la soledad extendemos el Reino de Dios en medio del mundo.
¿Nos hemos parado a pensar las oportunidades que nos brinda la vida para ayudar
a los demás? ¿Qué barrera nos impide realizarlo?
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)