Domingo I de Adviento del ciclo B.
Somos peregrinos que caminan hacia un mundo de amor y justicia.
1. Meditación de la primera lectura (IS. 63, 16b-17. 19b; 64, 2-7).
Estimados hermanos y amigos:
Los cristianos creemos que existe un Dios que se compadece de nosotros a pesar
de que la visión que tenemos a veces de las vicisitudes que podemos vivir en
ciertas ocasiones suele llevarnos a creer que nos ha desamparado, de quien
sabemos, -por la fe que nos caracteriza-, que es nuestro Padre.
Todos los años, el Domingo I del tiempo de Adviento, la Liturgia de la Iglesia
Católica nos recuerda que, el Dios en quien creemos, vendrá algún día a nuestro
encuentro, y concluirá la instauración de su Reino entre nosotros. Por la fe que nos
caracteriza, sabemos que el Reino de Dios no es un reinado humano, en el sentido
de que no abarca un territorio determinado, pues el mismo es espiritual, y está
constituido por los hijos del Dios Todopoderoso.
En virtud del bien que nos ha hecho nuestro Santo Padre celestial al redimirnos
por medio de su Hijo Jesucristo, leemos en la primera lectura de hoy:
"Tú, Yahveh, eres nuestro Padre,
tu nombre es el que nos rescata desde siempre" (IS. 63, 16b).
Dios es nuestro Padre, y, si creemos en El, la experiencia vital que adquirimos,
consiste en que nuestro Protector celestial, nos consuela en el sufrimiento, nos
ayuda a solventar nuestros problemas o nos hace posible el hecho de soportarlos, y
purifica nuestro corazón, para que, al vencer las tentaciones de pecar, y al corregir
el mal que hemos hecho a base de hacer el bien, concluya el proceso de nuestra
santificación, el cual es indispensable, para que podamos vivir en la presencia de
nuestro Padre común, cuando concluya la plena instauración de su Reino entre
nosotros.
"¿Por qué nos dejaste errar, Yahveh, fuera de tus caminos,
endurecerse nuestros corazones lejos de tu temor?" (IS. 63, 17a).
Tenemos necesidad de conocer a Dios porque El nos ha creado para que seamos
plenamente felices viviendo en su presencia. Aunque no conocemos plenamente a
nuestro Creador celestial, pensamos que no nos es posible alcanzar la plenitud de la
dicha sin adquirir el conocimiento de nuestro Santo Padre.
No podemos ser plenamente felices, porque, el mundo en que vivimos, está
marcado por el mal y el sufrimiento. La pregunta del libro de Isaías que acabamos
de recordar, puede interpretarse de la siguiente forma:
Padre Santo, si creaste un mundo perfecto con la intención de que fuéramos
dichosos -o bienaventurados- viviendo en tu presencia, ¿Por qué nos hiciste
totalmente libres, si, al conocer la historia de la humanidad antes de que
aconteciera, sabías que nos íbamos a dejar seducir, tanto por el pecado, como por
la impotencia, al creer que somos incapaces de superar el sufrimiento?
Dios nos creó libres sabiendo que le íbamos a fallar, porque no quiere que sus
hijos seamos sus esclavos, sino que lo adoremos libremente, si esa es nuestra
voluntad. Nosotros, al tener el deseo de permanecer unidos a nuestro Padre
común, nos aplicamos el siguiente consejo del primer Obispo de la Iglesia madre de
Jerusalén:
"Acercaos a Dios, y Dios se acercará a vosotros. ¡Limpiad vuestras manos,
pecadores! ¡Purificad vuestros corazones los que os portáis con doblez!" (ST. 4, 8).
"Vuélvete, por amor de tus siervos,
por las tribus de tu heredad" (IS. 63, 17b).
A pesar de que no siempre somos capaces -o no queremos- actuar como deben
hacerlo los buenos hijos de Dios, existe en nosotros un deseo de alcanzar la
santidad, que tiene que ser acrecentado por medio del estudio de la Biblia y de los
documentos de la Iglesia, el ejercicio de la caridad y la práctica de la oración, para
que, al ver que queremos permanecerle fieles, Dios siga santificándonos por medio
de nuestras vivencias ordinarias, y así podamos percatarnos de que nuestro Santo
Padre nunca nos ha desamparado.
"Vuélvete, por amor de tus siervos", le decimos a Dios en oración, al meditar el
texto del Profeta Isaías que estamos recordando. El Adviento es un tiempo en que
la Iglesia nos invita a volvernos -o convertirnos- a Dios, pues, de la misma manera
que muchos hijos imitan las virtudes de sus padres, debemos revestirnos de los
dones y virtudes de nuestro Creador, quien es el "Sumo Bien".
El Adviento es como una carretera con dos direcciones, pues, si nosotros
buscamos a Dios por medio del estudio y de nuestras vivencias ordinarias, Dios
también vendrá a nuestro encuentro espiritualmente cuando menos lo esperemos,
de la misma forma que lo hará cuando la tierra sea su Reino.
"Somos desde antiguo gente a la que no gobiernas,
no se nos llama por tu nombre" (IS. 63, 19a).
Es evidente que vivimos lejos de Dios, porque ignoramos su voluntad y su Palabra,
y, si le conocemos, no nos adaptamos totalmente al cumplimiento de sus
Mandamientos, los cuales tienen la pretensión de contribuir a nuestra santificación.
Isaías nos recuerda en el texto de su Profecía que estamos considerando que no se
nos llama por el Nombre de Dios. ¿Qué significa este hecho?
Para los hebreos, el hecho de saber el nombre de una persona, significaba
conocer plenamente a la misma, e incluso ejercer poder sobre ella. El hecho de
conocer el Nombre de Dios, -Yahveh-, significa que tenemos el deseo de
adaptarnos totalmente al cumplimiento de su voluntad, para que así El concluya
nuestra santificación, y seamos aptos para vivir en su presencia.
"Ah si rompieses los cielos y descendieses
-ante tu faz los montes se derretirían" (IS. 63, 19b).
Muchos son los que dicen que no creen en Dios porque no le han visto hacer
milagros. Es cierto que si nos percatáramos de que Dios hace milagros entre
nosotros, tendríamos más facilidad para creer en El, pero, ¿son los milagros
pruebas lo suficientemente fiables para que todos creamos en nuestro Padre
común? Recordemos que, cuando Jesús vivió en Palestina predicando el Evangelio,
hizo muchos milagros, y muchos de sus hermanos de raza no creyeron en El.
¿Por qué necesitamos que Dios rompa los cielos y rasgue los montes para que el
miedo a su cólera nos haga creer en El?
Acerquémonos a Dios aprovechándonos de que estamos en el tiempo en que
nuestro Santo Padre nos sigue repartiendo sin tacañería sus dones y virtudes para
que podamos conocerlo. No esperemos que llegue el momento en que tengamos
tiempo para creer en Dios, porque el mismo llegará en el momento que le abramos
el corazón a nuestro Santo Padre, así pues, apliquémonos las siguientes palabras
de San Pablo:
"Y como cooperadores suyos (de Dios) que somos, os exhortamos a que no
recibáis en vano la gracia de Dios. Pues dice él: En el tiempo favorable te escuché y
en el día de salvación te ayudé. Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el
día de salvación" (2 COR. 6, 1-2).
"Como prende el fuego en la hojarasca,
como el fuego hace hervir al agua-
para dar a conocer tu nombre a tus adversarios,
y hacer temblar a las naciones ante ti,
haciendo tú cosas terribles, inesperadas.
(Tú descendiste: ante tu faz, los montes se
derretirán.)" (IS. 64, 1-2).
Dado que los hebreos, en varias ocasiones a lo largo de su historia, tuvieron que
sobrevivir a periodos de sublevación a diferentes países extranjeros, llegó el tiempo
en que sintieron que los tales eran inferiores a ellos, porque tenían el gozo de ser la
propiedad exclusiva del Dios verdadero, quien les había concedido el don de que
formaran parte de su heredad. El hecho de que los hebreos concluyeran un periodo
de sumisión a algún país extranjero y volvieran a ser libres en su tierra, era para
ellos un símbolo de que Dios se les había manifestado, les había perdonado la
rebeldía que según su mentalidad les condujo a perder su naturaleza de hombres
libres, y les había devuelto el privilegio de vivir en la tierra que les concedió para
que la habitaran, cuando concluyeron sus cuarenta años de peregrinación a través
del desierto, después de que recuperaran la libertad, después de vivir como
esclavos durante cuatrocientos treinta años en Egipto.
No imitemos a los judíos cayendo en el error de creer que somos superiores,
tanto a nuestros hermanos cristianos separados de la Iglesia, como a quienes
carecen de nuestra fe, y a quienes hacen el mal, dado que, por nuestra fe, -sin
perjuicio de la necesaria aplicación de la justicia humana cuando la misma sea
requerida-, creemos que Dios es el único que tiene potestad para juzgarnos.
"Nunca se oyó.
no se oyó decir, ni se escuchó, ni ojo vio
a un Dios, sino a ti, que tal hiciese
para el que espera en él" (IS. 64, 3).
Dado que Yahveh es el único Dios verdadero, jamás ha existido otra divinidad
que haya favorecido tanto a sus creyentes, como lo ha hecho nuestro Padre
celestial con nosotros.
"TE haces encontradizo de quienes se alegran y practican
justicia
y recuerdan tus caminos" (IS. 64, 4a).
En la Biblia, el hecho de practicar la justicia, no equivale exclusivamente a hacer
el bien tal como nosotros lo entendemos actualmente, pues también hace
referencia al hecho de tener fe en Dios. A la pregunta:
¿A quiénes se les manifiesta Dios?
Isaías, responde: Dios se les manifiesta a quienes practican la justicia, no por
obligación, sino con la alegría característica de tener el privilegio de hacer el bien,
recordando -y aceptando- así la invitación que Dios les hace de vincularse a El, en
el camino de la santificación de sus hijos.
"He aquí que estuviste enojado,
pero es que fimos pecadores;
estamos para siempre en tu camino y nos salvaremos" (IS. 64, 4b).
Los coetáneos del autor del texto que estamos considerando, justificaban la
deportación de los hebreos a Babilonia, en razón de su rebeldía contra el
cumplimiento de la voluntad de Yahveh. Una vez que Dios les devolvió la libertad a
sus hijos, estos fueron invitados a permanecer en el camino del Señor, bajo la
promesa de alcanzar la salvación eterna.
Quizá nosotros le imponemos a Dios condiciones que queremos obligarle a
cumplir a cambio de que creamos en El, pero no es Yahveh el que tiene que
adaptarse a nosotros, pues su bondad y justicia nos superan, lo cual justifica que
seamos nosotros quienes nos adaptemos al cumplimiento de su voluntad, que
consiste en que le aceptemos como Padre.
"Somos como impuros todos nosotros,
como paño inmundo todas nuestras obras justas.
Caímos como la hoja todos nosotros,
y nuestras culpas como el viento nos llevaron" (IS. 64, 5).
El Adviento es uno de los periodos anuales en que la Iglesia nos anima a pedirle a
Dios perdón por nuestras transgresiones en el cumplimiento de su Ley, porque,
cuanto más humildes seamos, mayor será nuestro empeño a la hora de orar por
quienes sufren y de ayudar a los mismos. Vista en sentido positivo, la penitencia
acrecienta nuestra humildad, nos hermana con nuestros prójimos los hombres, y
aumenta nuestro deseo de vivir en la presencia de Dios. En cambio, si vemos la
penitencia de forma negativa, perdemos la vida acusándonos de que somos
pecadores, nos especializamos en el arte de sufrir por sufrir como si Dios no nos
aceptara como hijos, y nos privamos de disfrutar las relaciones que podemos
mantener con nuestros hermanos los hombres.
La primera acepción de la palabra "justicia" en la Biblia, hace referencia a lo que
actualmente entendemos que es la "fe". Teniendo este hecho en cuenta, Isaías nos
dice que, si no cumplimos la voluntad de Dios, no podrán salvarnos nuestras obras
benéficas. Al interpretar el fragmento bíblico que estamos considerando a la luz de
las cartas de San Pablo, comprendo que nuestro Profeta no pretendió afirmar que
quienes carecen de nuestra fe y hacen el bien no podrán ser salvos por su carencia
de fe, sino que la salvación de los creyentes, no depende en absoluto del bien que
los tales hacen, sino de la fe que le demuestran a Dios, de hecho, no tiene sentido
querer excusar una vida de pecado haciendo una obra o un voto insignificante ante
Dios, cuando no se tiene la pretensión de cambiar de conducta.
"No hay quien invoque tu nombre,
quien se despierte para asirse a ti.
Pues encubriste tu rostro de nosotros,
y nos dejaste a merced de nuestras culpas" (IS. 64, 6).
¿Qué significa el hecho de que Dios nos deja temporalmente a merced de
nuestras culpas?
Si no queremos cumplir la voluntad de Dios, El nos deja vivir como quienes
carecen de nuestra esperanza, para que, al comparar la diferencia existente entre
la vida de los creyentes, y la vida de quienes carecen de nuestra fe, usemos de
nuestra libertad, para aceptar o rechazar a nuestro Padre celestial.
"Pues bien, Yahveh, tú eres nuestro Padre.
nosotros la arcilla, y tú nuestro alfarero,
la hechura de tus manos todos nosotros" (IS. 64, 7).
Dios es nuestro Creador y Padre celestial. Si aceptamos a Yahveh, ello significa
que estamos dispuestos a vivir cumpliendo su voluntad, para que, cuando concluya
el proceso de nuestra santificación, nos encontremos con que somos dignos de vivir
en la presencia de nuestro Padre común.
2. Meditación del Salmo responsorial (SAL. 79, 2ac. 3b. 15-16. 18-19).
"Pastor de Israel, escucha,
tú que guías a José como un rebaño;
tú que estás sentado sobre querubes, resplandece
ante Efraím, Benjamín y Manasés;
¡despierta tu poderío,
y ven en nuestro auxilio!" (SAL. 79, 2-3).
En todas las celebraciones eucarísticas, la recitación del Salmo responsorial por
parte del sacerdote, el diácono o el lector laico, sirve como afirmación del mensaje
contenido en la primera lectura, que, con el fin de que los creyentes puedan
retenerlo con más facilidad en la memoria, es utilizado para que podamos dirigirnos
a Dios, por medio de la ferviente oración.
"Pastor de Israel, escucha", le decimos al Señor nuestro Dios. Desde que Jesús
consumó el sacrificio de nuestra redención y resucitó de entre los muertos, el
Cristianismo es el nuevo Israel de Dios, que conserva fielmente la esperanza, de
experimentar la plenitud de la salvación.
Dios es el Pastor Supremo de los cristianos, es esta la causa por la que le
pedimos que escuche nuestras oraciones, porque queremos manifestarle nuestro
amor, y porque necesitamos que haga lo que no podemos hacer por nuestros
propios medios.
El Señor nuestro Dios, en el pasado, guió a los descendientes de los grandes
Patriarcas de Israel en su peregrinación, de la misma forma que los pastores guían
sus rebaños. Es esta la razón por la que leemos en el texto sagrado:
"Tú que guías a José como un rebaño;
tú que estás sentado entre querubes, resplandece".
Los ángeles se dividen en nueve coros, -los cuales constituyen la corte celestial-,
y cada uno de dichos coros tiene asignada una actividad diferente. Los querubines
son los encargados de llevar a Dios, sentado en su trono, donde quiera ir.
Es necesario que Dios se vea resplandeciente en su trono, es decir, creemos que
llegará el día en que nos alegraremos de ver a Dios rodeado de su gloria,
ejerciendo su realeza sobre nosotros. Esto es lo que esperamos que suceda cuando
la humanidad acepte plenamente a su Creador.
De la misma forma que el Salmista le pidió a Yahveh:
"Ante Efraím, Benjamín y Manasés
"despierta tu poderío,
y ven en nuestro auxilio!",
nosotros también esperamos, -por causa de la fe que nos caracteriza-, que llegue el
día en que, al concluir la instauración de su Reino entre nosotros, Dios extermine
las miserias que azotan a la humanidad, para que así podamos alcanzar la plenitud
de la dicha, viviendo en su presencia.
Pidámosle a Dios, -quien es el Santo de los Santos-, que se vuelva hacia
nosotros, y cuide la viña que plantó su mano derecha, -es decir, que nos conceda lo
que, por la fe que tenemos, nos hace anhelar constantemente-.
"Oh Dios Sebaot (Dios de los ejércitos), vuélvete ya,
desde los cielos (tu morada) mira y ve,
visita a esta viña,
cuídala,
a ella, la que plantó tu diestra" (SAL. 79, 15-16).
Que el Señor nos vea desde el cielo y se vuelva compasivamente hacia nosotros.
Que el Señor nos visite cuando llegue el tiempo en que la tierra sea su Reino, y
cuide de nosotros, concediéndonos lo que ni siquiera nos atrevemos a pedirle.
Si cumplimos la voluntad de Dios, El nos cuidará durante los años que vivamos,
y, cuando concluya la instauración de su Reino entre nosotros, nos concederá la
vida eterna.
"Esté tu mano sobre el hombre de tu diestra,
sobre el hijo de Adán que para ti fortaleciste" (SAL. 79, 18).
El pueblo cristiano está representado por Jesucristo, quien, desde que resucitó de
entre los muertos y fue ascendido al cielo, permanece a la derecha de nuestro
Santo Padre como Hombre perfecto, porque ese es el lugar de honor, que Dios le
reservó a nuestro Redentor. Esta es la razón por la que, nuestro Señor, le dijo a
nuestro Santo Padre en oración, durante la celebración de la última Cena:
"Y no te ruego sólo por ellos (los Doce Apóstoles); te ruego también por todos
los que han de creer en mí por medio de su mensaje (la predicación del Evangelio).
Te pido que todos vivan unidos. Padre, como tú estás en mí (unido a mí
espiritualmente) y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros. De este
modo, el mundo (los no creyentes) podrá creer que tú me has enviado (al mundo).
Yo les he dado a ellos la gloria que tú me diste a mí, de manera que sean uno,
como lo somos nosotros. Yo en (unido a) ellos, y tú en mí, para que lleguen a la
unión perfecta; así el mundo reconocerá que tú me has enviado y que los amas a
ellos como me amas a mí. Padre, es mi deseo que todos estos que tú me has
confiado lleguen a estar conmigo donde esté yo, para que gocen contemplando mi
gloria, la gloria que tú me diste, porque ya me amabas antes de que el mundo
existiese" (JN. 17, 20-24).
Que la mano de Dios esté sobre los descendientes de Adán, el primer hombre
que, según la Biblia, fue creado por Dios, -es decir, que el Señor se compadezca de
nosotros, nos fortalezca con sus dones y virtudes en este vida, y nos conceda la
plenitud de la salvación-.
"Ya no volveremos a apartarnos de ti;
nos darás vida y tu nombre invocaremos" (SAL. 79, 19).
Después de conocer al Señor, -o de habernos vuelto hacia El después de haber
dejado de creerle temporalmente-, nos comprometemos a no apartarnos más de su
presencia, -es decir, adoptamos el firme y constante compromiso de no dejar de
cumplir su santa voluntad, especialmente cuando no la comprendamos, e incluso
nos parezca injustificable, en atención a nuestros puntos de vista humanos.
Si no nos apartamos del Señor, si cumplimos fielmente los Mandamientos que
nos sirven de vía para ser santificados, El nos dará la vida eterna, y nosotros
invocaremos su Santo Nombre, para agradecerle el bien que nos ha hecho, para
pedirle nos conceda lo que no podemos obtener por nuestro medio, y para darlo a
conocer a nuestros prójimos los hombres, para quienes también deseamos que
tengan la fe que nos caracteriza, con tal de que también puedan ser salvos.
"Te daré gracias en la gran asamblea (en la reunión de tus hijos los creyentes),
te alabaré entre un pueblo copioso" (SAL. 35, 18).
3. Meditación de la segunda lectura (1 COR. 1, 3-9).
"Que Dios, nuestro Padre, y Jesucristo, el Señor, os concedan gracia y paz" (1
COR. 1, 3).
Para los cristianos, todo es gracia, porque nos gozamos en el tiempo en que nos
sentimos dichosos, y tenemos la creencia de que, las experiencias que nos suceden
que desde el punto de vista de quienes carecen de nuestra fe son consideradas
como desagradables, tienen la facultad de ayudarnos a aprender a ser mejores
personas cristianas, y, por tanto, mejores hijos de Dios.
Después de recordar que todos los acontecimientos que vivimos son gracias
divinas, nos es necesario pensar en la necesidad que tenemos de la paz de Dios,
porque la palabra paz nos sugiere el deseo de que finalicen las guerras, y de que
podamos tener buenas relaciones unos con otros, y puede sucedernos que no
pensemos en la paz que necesitamos para pacificar al mundo, la cual es la paz
interior que quizá no tenemos, porque nos preocupamos más de pensar en
nuestros problemas, que en cultivar los dones y virtudes que hemos recibido de
Dios, por medio del estudio constante de su Palabra, la aplicación de sus
enseñanzas por medio de la realización de obras benéficas, y la práctica incesante
de la oración.
"Doy gracias sin cesar a mi Dios por lo generoso que ha sido con vosotros,
porque mediante Jesucristo, os ha enriquecido sobremanera con toda clase de
dones, tanto en lo que se refiere al conocer como al hablar" (1 COR. 1, 4-5).
San Pablo le escribió a su fiel colaborador San Timoteo:
"Porque hay un solo Dios, y uno solo es el mediador entre Dios y los hombres: el
hombre Cristo Jesús, que entregó su vida para rescatar la libertad de todos. Esta es
la gran prueba del plan divino ofrecida en el tiempo prefijado (por Dios)" (1 TIM. 2,
5-6).
Jesucristo, por medio de su Pasión, muerte y Resurrección, nos ha hecho amigos
de Dios, y, consecuentemente, nos ha concedido muchos dones y virtudes, por
mediación de su Espíritu Santo.
Dios ha sido generoso con nosotros, porque, por medio de Jesucristo, nos
concede las dádivas que necesitamos, para realizarnos en nuestra vida, y servirlo
en nuestros prójimos los hombres, para que así nos sea posible alcanzar la
salvación, al ser santificados.
¿Nos ha concedido Jesucristo muchos dones divinos?
San Pablo, nos instruye:
"Y de tal manera se ha consolidado en vosotros el mensaje de Cristo, que de
ningún don carecéis mientras estáis a la espera de que nuestro Señor Jesucristo se
manifieste" (1 COR. 1, 6-7).
¿En qué sentido nos dice San Pablo que no carecemos de los dones de Dios, si no
nos percatamos de que hemos recibido los mismos?
Obviamente, seguimos siendo personas imperfectas, pero sucede que, conforme
afrontamos nuestras vivencias, Dios se nos manifiesta concediéndonos sus dones,
cuando lo estima oportuno, y sabe que no se los vamos a despreciar. En este
sentido, nos es provechoso recordar el siguiente texto de San Pablo:
" Hasta ahora, ninguna prueba os ha sobrevenido que no pueda considerarse
humanamente soportable. Por lo demás, Dios es fiel y no permitirá que seáis
puestos a prueba más allá de vuestras fuerzas; al contrario, junto con la prueba os
proporcionará también la manera de superarla con éxito" (1 COR. 10, 13).
Esta es la razón por la que San Pablo les escribió a los cristianos de Roma:
"Estamos seguros, además, de que todo se encamina al bien de los que aman a
Dios, de los que han sido elegidos conforme a su designio" (ROM. 8, 28).
Jesús nos concede sus dones para que los utilicemos para ser santificados
mientras aguardamos el día en que acontezca su segunda venida -o Parusía- al
mundo. Como el Señor sabe que por nuestro medio no somos capaces de
santificarnos sin su ayuda, el Espíritu Santo, le inspiró las siguientes palabras a San
Pablo:
"El (Cristo) será quien os mantenga firmes hasta el fin, para que nadie pueda
acusaros de nada el día de la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1 COR. 1, 8).
¿Creemos que el Señor vela para que cumplamos la voluntad de nuestro Santo
Padre, con el deseo de concedernos la salvación divina?
Esta realidad es tan cierta, que San Pablo, nos dice:
"Dios, que os ha llamado a compartir la vida (eterna que caracteriza al Señor) de
su Hijo Jesucristo, es un Dios que cumple su palabra" (1 COR. 1, 9).
¿Creemos que Jesucristo está espiritualmente en nuestra vida, en nuestros
prójimos los hombres, y en los Sacramentos de la Iglesia?
Si creemos tan extraordinaria, maravillosa y asombrosa realidad,
comprenderemos lo que Jesús les dijo a sus discípulos, antes de ascender al cielo,
cincuenta días después, de que aconteciera su prodigiosa Resurrección.
"Y sabed esto: que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo"
(MT. 28, 20b).
4. Meditación del Evangelio (MC. 13, 33-37).
"Estad atentos y vigilad, porque ignoráis cuándo será el momento" (MC. 13, 33).
El momento al que Jesús hace referencia en el texto que estamos considerando,
es la conclusión de la instauración del Reino de Dios en este mundo.
Para prepararnos a recibir al Señor en su segunda venida, no debemos descuidar
nuestro triple ciclo de formación espiritual, acción y oración sinceras, que no se
llevan a cabo con el interés de recibir un galardón, sino por amor a Dios y a sus
hijos los hombres.
En los años de mi infancia, un anciano me contó la siguiente historia:
"Los niños de hoy no sabéis valorar el bienestar social que disfrutáis. Cuando yo
tenía seis años, mi padre empezó a enviarme de noche al campo a cuidar de una
piara de cerdos, de los que debía estar atento a que no se me perdiera ni uno solo,
a no ser que quisiera que mi padre me moliera a palos".
Nosotros, al desconocer el tiempo en que la tierra será convertida en el Reino de
Dios, podemos descuidar nuestro triple ciclo de santificación, lo cual puede tener
como resultado fatal que, cuando Dios venga a visitarnos, nos encuentre
indispuestos para vivir en su presencia.
No bajemos la guardia ni un solo día obviando la formación espiritual, la acción y
la oración, porque, ese día, empezará a debilitarse nuestra fe.
De la misma forma que el citado joven cuidador de cerdos se dormía en el campo
porque a fin de cuentas era un niño acechado por un padre tan cruel como pudiera
haberlo sido con él el empresario más despiadado, a veces nos desanimamos en
nuestro crecimiento espiritual, porque nos impacientamos queriendo adelantar el
tiempo que Dios tiene para actuar, o porque sentimos que no estamos rodeados de
cristianos que nos animen apenas noten que nos desanimamos un poco.
"Al igual que un hombre que se ausenta: deja su casa, da atribuciones a sus
siervos, a cada uno su trabajo, y ordena al portero que vele; velad, por tanto, ya
que no sabéis cuándo viene el dueño de la casa, si al atardecer, o a media noche, o
al cantar del gallo, o de madrugada" (MC. 13, 34-35).
Estamos en el tiempo en que Dios nos deja actuar en base a la libertad que nos
ha concedido, corriendo el riesgo de que lo traicionemos. A pesar de ello, nuestro
Santo Padre, nos da atribuciones a los creyentes, ora para que no perdamos la fe,
ora para que intentemos salvar al mundo en que vivimos, a pesar del rechazo que
le manifiesta a nuestro Creador.
Velemos, porque el Dueño de la casa de la parábola que estamos considerando,
el Dueño del mundo, vendrá a nuestro encuentro cuando menos lo esperemos, nos
sorprenderá como lo hacen los ladrones durante la noche con sus víctimas, y puede
suceder que nos encontremos con que no somos aptos para vivir en su presencia.
"No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos" (MC. 13, 36).
¿Nos sorprenderá Jesús cuando venga rendidos bajo el efecto del sueño del
aburrimiento, de la apatía, y del desinterés, tanto por Dios, como por nuestros
prójimos los hombres?
Cuando Jesús venga a nuestro encuentro, ¿quedarán en el mundo cristianos que
le permanezcan fieles?
Jesús se pregunta, por medio de San Lucas el Evangelista:
"Pero, cuando el Hijo del hombre (Jesús) venga, ¿encontrará la fe sobre la
tierra?" (CF. LC. 18, 8b).
"Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: ¡Velad!" (MC. 13, 37).
La llamada que Jesús nos hace, es para todos los que quieran recibirla, así pues,
no afecta exclusivamente a los religiosos, sino a todo el pueblo de Dios, y a quienes
decidan unirse a la Iglesia, tanto para celebrar el Nacimiento de nuestro Salvador
en Navidad, como para recibirlo, cuando concluya la plena instauración de su Reino
entre nosotros.