La promesa
DOMINGO 1º DE ADVIENTO A
27 de Noviembre de 2.011
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
Mirad, vigilad: pues no sabéis cuando es el momento. Es igual que un hombre que
se fue de viaje y dejo su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea,
encargando al portero que velara.
Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer,
o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga
inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a
todos: ¡Velad!. Marcos 13, 33-37
El atardecer, la medianoche, el canto del gallo, el amanecer..., cualquier hora del
día son momentos posibles para la Venida de Dios. En cualquier instante puede
llegar nuestra última hora, nos puede acontecer la Hora de Dios, nos puede
sobrevenir su total Advenimiento, su Adviento definitivo y pleno.
Precisamente lo grande de nuestras vidas es que están y estén pendientes de esa
desbordante y trascendente Promesa. Gracias a ella se rasgarán los cielos, y
nuestras personas y nuestro mundo se verán rejuvenecidos con novedad inédita y
sorprendente. Sobre nuestra arcilla terrosa y humilde se erguirá el gran Vaso de
Elección, porque hacia ella se encamina el Alfarero del hombre dispuesto a cubrirla
y llenarla con su ser de Esposo fecundo. Este mundo que hacemos y somos está
pendiente de ser parido del todo, desde que en unas entrañas virginales se
aposentó la Semilla de Dios. Toda nuestra biografía personal y colectiva, toda la
historia de la humanidad y del cosmos, cuando son auténticas y sinceras, se
convierten en preliminares ávidos, en anticipos garantes, en insinuaciones
sugerentes de ese Futuro Universal, de ese Porvenir Divinizante, de esa Promesa
Infalible, de ese Dios-Adviento, que llegarán al hombre cauto y guardián para
hacerlo totalmente filial y fraterno.
Dejaremos entonces de ser paño manchado y plantas marchitas ante la gran
purificación esperada y el recreador “diluvio” prometido. El intermitente rostro de
Dios dejará de ocultarse cuando Él se nos manifieste del todo; y, por aguardarlo
paciente e impacientemente, quedaremos convertidos en el rostro inequívoco, en la
gloria diáfana de ese Dios tan ardientemente apetecido.
Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios que hiciera tanto por el que espera en Él. Con
esperanza trascendente que va más allá de nuestras posibilidades de hombre en
crecimiento, más allá de los mejores diseños con que los humanos podamos
presentir nuestra más desorbitada expectativa, más allá de toda previsión y
planificación intramundanas, más allá de las más nobles y sudadas utopías
humanas en que siempre nos sentiremos rectificados y estimulados hacia la Gran
Esperanza que dinamiza a los verdaderos amantes, creyentes y esperantes de
todos los tiempos...
Por eso toda espera, por mucha que sea, siempre será poca. Todo proceso y
progreso, obligatorio y siempre insuficiente, se tornarán urgencias nuevas y
provisionales ante el Gran Día del Señor, ante esos Cielos Nuevos y Tierra Nueva,
ante esa Navidad Universal en la que Cristo nos nacerá del todo.
Por eso elegiremos el oficio de portero permanente. Aguardaremos al Hombre que
se fue de viaje dejándonos su casa y dándonos a cada uno una tarea; y nos
mantendremos firmes hasta el Final en cualquier hora de día.
Juan Sánchez Trujillo