Las amenazas del Bautista vs. el amor y la entrega de Cristo Jesús.
2º.Domingo Adviento 011 A
Marcos, el Evangelista que este año nos tomará de la mano para ir conociendo y
viviendo el Evangelio, la Buena Nueva de salvación, comienza este día su mensaje,
poniéndonos al frente de una manera directa y precisa, a Jesús, el Cristo, el Hijo de
Dios como la Buena noticia de liberación. La Buena nueva consiste precisamente
en que Jesús de Nazaret, engendrado en el tiempo en un oscuro pueblecito en las
inmediaciones de la gran Jerusalén es precisamente el Cristo, el Mesías, el ungido,
el que traería consigo la salvación y la paz para todos los hombres: “Aquí llega el
Señor, lleno de poder, el que con su brazo lo domina todo, como pastor apacentará
su rebaño: llevará en sus brazos a los corderitos recién nacidos y atenderá solícito
a sus madres”. Pero si eso fuera todo, eso no sería noticia, pues Cristo murió en la
cruz, víctima de un juicio injusto y lleno de maldad. Lo bueno viene cuando se
asegura que Cristo es el Hijo de Dios y que por lo tanto y por su entrega, por su
amor y su sacrificio por todos los hombres, el Padre lo resucita y lo hace sentar a
su derecha. Es el Señor de todos los tiempos, de todos los continentes y de toda la
historia. El profeta Isaías instaba entonces a preparar el camino al Señor que llega:
“Sube a lo alto del monte, mensajero de buenas nuevas para Sión, alza con fuerza
la voz, tú que anuncias noticias alegres a Jerusalén. Alza la voz y no temas;
anuncia a los ciudadanos de Judá: “Aquí está su Dios”.
Éste es entonces el personaje que anunciaba San Juan el Bautista, aquél ante quien
se sentía pequeño pues él era sólo un enviado, un precursor, que tenía que
anunciar precisamente la llegada del verdadero Enviado, el Mesías, el Salvador. Él
consiguió entonces el primer milagro de la Salvación que el Señor traería a la
tierra: alejar a los hombres de su vida rutinaria, en medio de una sociedad que no
funcionaba como tal, un mundo de pecado y de maldad, en la capital Jerusalén y
sus alrededores. El Papa Benedicto XVI lo decía la semana pasada al describir el
panorama de las ciudades postmodernas: “Las ciudades donde la vida se hace
anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el hombre el único amo, como
si fuera él el artífice y el director de todo: construcciones, trabajo, economía,
transportes, ciencias, técnica, todo parece depender sólo del hombre. Y a veces, en
este mundo que parece casi perfecto, suceden cosas chocantes, o en la naturaleza,
o en la sociedad, por las que pensamos que Dios pareciera haberse retirado, que
nos hubiera, por así decir, abandonado a nosotros mismos”.
Pero la verdad es que Dios no abandona a su pueblo, sino que envía precisamente
a su Hijo pero no para visitarnos, sino para quedarse con nosotros, haciéndose uno
más entre nosotros, formando parte de nuestra vida y de nuestro entorno.
El Bautista hizo el milagro de convertir a las gentes, de bautizarlos con un bautismo
de penitencia, de agua, en el Jordán, presagiando el bautismo en fuego, en el
Espíritu Santo de Dios. Y pudo hacerlo porque el Bautista encarnaba en su propia
vida lo que pedía a gritos a los demás. Les hablaba a las gentes con crudeza, con
mucho realismo y cuando no conseguía mover a los hombres, no se detenía en la
amenaza de castigos terribles para los morosos ante la salvación. Cristo, aunque se
dejó bautizar por el Bautista, teniendo que hacer cola para acercarse a él, no
estuvo de acuerdo con la técnica usada por el Bautista para convertir a los hombres
a la salvación de Dios. Cristo no amenazó a nadie, sino que se convirtió en alguien
que simplemente amaba y quería la salvación para todos. Y si la salvación ya está
aquí, si Cristo ya ha llegado, ¿por qué no salir a su encuentro en cada uno de los
que él vino a salvar, a los desprotegidos, los pobres y los que son tratados
injustamente?
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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