Domingo II de Adviento del ciclo B.
Preparémonos para recibir al Señor cuando acontezca su segunda venida o
Parusía .
1. Comentario de la primera lectura (IS. 40, 1-5. 9-11).
Estimados hermanos y amigos:
Muchas veces, cuando contemplamos el sufrimiento que caracteriza a la mayoría
de los habitantes del mundo, le preguntamos a Dios:
Si verdaderamente nos amas, ¿por qué permites que haya tanto dolor en el
mundo?
No podemos responder las cuestiones relacionadas con el sufrimiento tal como
quisiéramos hacerlo, pero, al leer la Biblia, nos percatamos de que Dios nos ha
dado la vida, para que, en conformidad con nuestras posibilidades, aliviemos a
nuestros prójimos los hombres, del dolor que los caracteriza. Esta es la razón por la
que leemos en la primera lectura de la Eucaristía de este Domingo II del tiempo
preparatorio de la Navidad:
"Consolad, consolad a mi pueblo
-dice vuestro Dios.-" (IS. 40, 1).
Fijémonos en que Dios no nos pide que realicemos obras que superan nuestra
capacidad de llevarlas a cabo. Nadie sabe mejor que Dios que, individualmente, no
podemos exterminar la miseria del mundo, pero ello no nos impide ayudar a algún
necesitado, visitar a los presos y a los enfermos, ni consolar a quienes se sienten
desamparados. Es importante para nosotros recordar este hecho, porque, muchos
cristianos, al pensar que no pueden eliminar totalmente la miseria del mundo, se
abstienen de hacer las obras de caridad que pueden llevar a cabo, pensando que
las mismas carecen de utilidad, pues ello no es cierto.
En el tiempo de Adviento, la Iglesia nos recuerda que, si, al ser conscientes de
que hemos pecado, nos comprometemos a no hacer el mal, y a adaptarnos al
cumplimiento de la voluntad de nuestro Padre común, Dios nos acoge en su
presencia, porque somos sus hijos.
Es cierto que Dios perdona nuestros pecados, en el sentido de que dichas obras
no nos impiden acercarnos a su presencia, pero este hecho no significa que nuestro
Santo Padre nos libra de atenernos a las consecuencias de las malas obras que
hemos llevado a cabo. Muchos son los que se niegan a reconocerse pecadores, con
tal de no hacerles frente a las consecuencias de las malas obras que han llevado a
cabo, pues, quienes carecen de humildad, difícilmente podrán recorrer el camino de
la reconciliación y la conversión.
En el texto que estamos considerando, leemos:
"Hablad al corazón de Jerusalén
y decidle bien alto
que ya ha cumplido su milicia,
ya ha satisfecho por su culpa,
pues ha recibido de mano de Yahveh
castigo doble por todos sus pecados" (IS. 40, 2).
Los cristianos somos colaboradores de Cristo, a quien ayudamos a predicarle el
Evangelio a la humanidad, para aumentar el número de los hijos de Dios. En el
texto que estamos considerando, no se nos dice que prediquemos de cualquier
manera, despreocupándonos por la acogida de nuestro mensaje que harán nuestros
oyentes -o lectores-, pues tenemos que hablarle al corazón de Jerusalén, tenemos
que evangelizar, no sólo a los no creyentes, sino a los hijos de la Iglesia a que
pertenecemos, pues es preciso que todos tengamos un profundo conocimiento del
Dios Uno y Trino.
El mensaje que tenemos que anunciarle al mundo, consiste en decirle que,
aunque tenemos que afrontar las consecuencias del mal que hemos hecho, y de los
errores que hemos cometido, Dios nos sigue amando, por lo que aún estamos a
tiempo de amoldarnos al cumplimiento de su voluntad, para formar parte de su
Reino.
Vivimos en un tiempo en que la pobreza sigue creando inseguridad e
inestabilidad, y en que las prisas del mundo en que vivimos nos inducen a marginar
a los pobres, enfermos y solitarios, a veces, sin percatarnos de este hecho, pero, a
pesar de ello, Dios nos ha prometido que va a convertir la tierra en un mundo en
que todos viviremos como hermanos, en que no existirá el sufrimiento.
El hecho de afrontar las consecuencias del mal que hacemos, no significa que
Dios nos odia y nos castiga por ello, sino que debemos mentalizarnos de que
debemos cambiar de conducta, para que podamos comprender la necesidad que
tenemos de vivir como hijos de nuestro Santo Padre, como hermanos que
comparten una misma fe.
"Una voz clama: «En el desierto
abrid camino a Yahveh,
trazad en la estepa una calzada recta
a nuestro Dios.
Que todo valle sea elevado,
y todo monte y cerro rebajado;
vuélvase lo escabroso llano,
y las breñas planicie.
Se revelará la gloria de Yahveh,
y toda criatura a una la verá.
Pues la boca de Yahveh ha hablado."" (IS. 40, 3-5).
Aunque el texto que estamos considerando constituye un anuncio de la misión
que llevó a cabo San Juan el Bautista, y, -al mismo tiempo-, concluye siendo un
anuncio -o profecía- de la completa conclusión de la instauración del Reino de Dios
entre nosotros, podemos aplicárnoslo, a nuestra vida de cristianos comprometidos,
con el cumplimiento de la voluntad de Dios.
¿Dónde nos dice el Profeta que tenemos que abrirle camino a Dios? Durante las
semanas del tiempo de Cuaresma, vivimos una experiencia que conocemos con el
nombre de "desierto", que nos ayuda a concienciarnos de que somos inferiores a
Dios, a quien aprendemos a buscar, en la medida que nos concienciamos de que lo
amamos y necesitamos.
Vivimos en un mundo marcado por la prisa, el ruido, y el alejamiento de los
hombres de Dios. Los cristianos creemos que, si vivimos lejos de Dios, nuestra vida
es un desierto, en el sentido de que, la esperanza en el cumplimiento de las
promesas divinas, nos concede una felicidad, que no está relacionada con los
bienes materiales que podamos acumular, ni con nuestra vivencia de los placeres
terrenales.
No toda la humanidad puede disfrutar de abundantes bienes materiales y de
placeres. Quienes sufren, y por ello nunca salen de su desierto interior, tienen
muchas probabilidades de conocer y amar a Dios, así pues, esta es la causa por la
que debemos dedicarle grandes esfuerzos a la evangelización de los tales, pues
ellos también forman parte de la Jerusalén celestial, -los hijos de Dios-, a quienes,
en el inicio de la primera lectura de la Eucaristía de este Domingo II de Adviento,
Isaías nos ha pedido que los consolemos de sus aflicciones.
¿Cómo podemos abrirle camino al Señor en nuestro medio social? Ojalá las
buenas obras que han llevado a cabo los cristianos a lo largo de sus veinte siglos de
historia, fueran tan conocidas como los pecados que han cometido muchos de ellos.
Tenemos una imagen muy negativa en el mundo por culpa de cristianos ambiciosos
que han hecho de todo menos amoldarse al cumplimiento de la voluntad de Dios.
Esta es la causa por la que se nos tiene un gran recelo, pero no por ello estamos
totalmente impedidos, para abrirle camino al Señor en el mundo.
"Trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios", -nos dice Isaías-.
Tracemos un camino para que nuestros prójimos los hombres se acerquen a Dios,
que no sea pendiente para que puedan recorrerlo, y que sea recto, fácil de recorrer,
que no tenga obstáculos que impidan que se acerquen a nuestro Creador, aquellos
a quienes pretendemos evangelizar.
Preparémonos para contestar las preguntas que, por no haber sido respondidas
en base a las necesidades de los hombres, impiden que los tales se acerquen a
nuestro Creador.
"Que todo valle sea elevado", -nos dice el Profeta-. Los que no tienen voz, los que
no pueden manifestarse, y todo lo tienen perdido en este mundo, porque no
pueden vivir en conformidad con la Ley de su Dios, y se les castiga por ser
cristianos, pueden aplicarse las siguientes palabras de nuestro Salvador:
"«Pero muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros.»" (MT. 19,
30).
Nos es necesario prescindir del excesivo orgullo que puede impedirnos amar
tanto a Dios como a nuestros prójimos los hombres. Este es el significado de las
expresiones referentes a que los montes sean allanados, y a que las breñas se
vuelvan planicies.
Cuando Jesucristo concluya la plena instauración del Reino de Dios entre
nosotros, se nos revelará su gloria, y todos seremos testigos del amor y poder del
Dios Uno y Trino, pues esto es lo que ha prometido la boca de Yahveh, y en ello se
cifra nuestra esperanza cristiana.
El siguiente extracto del texto de Isaías que vamos a meditar, fue aplicable a San
Juan el Bautista y a nuestro Señor, pero también se puede decir que se refiere
simbólicamente a nosotros, porque tenemos la posibilidad de ser predicadores del
Evangelio.
"Súbete a un alto monte,
alegre mensajero para Sión;
clama con voz poderosa,
alegre mensajero para Jerusalén,
clama sin miedo.
Di a las ciudades de Judá:
«Ahí está vuestro Dios.»" (IS. 40, 9).
El hecho de predicar el Evangelio desde un monte, con una voz potente cuyo
mensaje el eco lleve por los montes, me sugiere la posibilidad que tenemos de
poner los medios de comunicación que estén a nuestro alcance, al servicio del
anuncio del Evangelio.
Si allanamos los montes de la soberbia humana, podremos predicar el Evangelio
desde los lugares, medios de comunicación y situaciones, que requieran de buenos
predicadores, que sean aptos para cumplir la voluntad de nuestro Padre común.
Isaías nos habla de un predicador que es "alegre mensajero para Sión". Mucha
gente no cree en Dios por causa de la mala impresión que le damos los cristianos.
Es verdad que el bien que hacen muchos cristianos es ocultado por los pecados de
otros creyentes, pero hemos de tener en cuenta que, para que el mundo sienta
deseos de cristianizarse, nosotros tenemos que demostrarle que Dios existe, y que
es posible vivir formando parte de su familia, esforzándonos por ayudar a concluir
la plena instauración de su Reino de amor y paz en el mundo. Un cristiano que
cumple la voluntad de Dios por compromiso, por miedo a condenarse o de mala
gana, no es un buen ejemplo, ni para sí mismo.
No debemos predicar con voz tímida, sino con una voz poderosa, demostrando la
firmeza que caracteriza nuestra convicción cristiana. Imaginaos a un vendedor
intentando convencer a sus clientes de que el producto que vende carece de
calidad. De la misma manera que tal vendedor fracasaría en su intento de ganarse
el pan, así fracasan espiritualmente, los cristianos que tienen una fe débil, y no se
esfuerzan, ni por mantenerla, ni por aumentarla.
Digámosle al mundo sin miedo: "Ahí está vuestro Dios". Si predicamos
cambiando nuestra fe firme por el miedo al que dirán, a cómo reaccionarán
nuestros oyentes -o lectores- al vernos predicar, y a lo que pensarán de nosotros
aquellos de nuestros familiares y amigos que no quieren que seamos cristianos,
difícilmente podremos hacer un trabajo útil en la viña del Señor.
Dios es celoso. Dios no acepta que le tributemos el culto que El solo merece a
nadie ni a nada que pueda sustituirlo, ni a nuestros respetos humanos. Dios quiere
ser todo en nosotros, porque, su conocimiento y aceptación, constituyen el único
camino, que, al ser recorrido, nos lleva a alcanzar la plenitud de la felicidad.
"Ahí viene el Señor Yahveh con poder,
y su brazo lo sojuzga todo.
Ved que su salario lo acompaña,
y su paga le precede" (IS. 40, 10).
Si somos predicadores carentes de miedo, podremos decirle al mundo que
esperamos el día que Dios venga a nuestro encuentro, y concluya la instauración de
su Reino entre nosotros. Hace falta mucho valor para anunciarle al mundo que Dios
va a venir a nuestro encuentro, pero ello va a suceder, porque, nuestro Padre
común, no puede mentir.
Dios viene acompañado del salario de la salvación con que premiará a sus fieles
hijos, y con la paga correspondiente a todos los hombres de todos los tiempos, que
será dependiente de la fe que hayan depositado en El, y de las obras que hayan
llevado a cabo.
"Como pastor pastorea su rebaño:
recoge en brazos los corderitos,
en el seno los lleva,
y trata con cuidado a las paridas" (IS. 40, 11).
Es cierto que Dios nos hará justicia cuando se nos manifieste, y que nos
compensará según la fe que tenemos en El y las obras que hayamos hecho durante
nuestra vida, pero no debemos tenerle miedo al día de la segunda venida de
Nuestro Señor Jesucristo para juzgarnos, porque el Dios Uno y Trino es el Dios del
amor, que tiene especial predilección por los pobres, los enfermos, los débiles y los
desamparados, a quienes, aunque no los libra del sufrimiento en muchas ocasiones,
porque tienen que recorrer esa vía de purificación y santificación, los colmará de
bendiciones, y los hará inmensamente felices.
2. Comentario del Salmo responsorial (SAL. 84, 9ab-10. 11-12. 13-14).
Después de meditar y comprender el mensaje de la primera lectura
correspondiente a la celebración eucarística del Domingo II de Adviento, nos
disponemos a orar, y nos valemos para ello del Salmo responsorial,
correspondiente a la citada celebración.
"Voy a escuchar de qué habla Dios.
Sí, Yahveh habla de paz
para su pueblo y para sus amigos,
con tal que a su torpeza no retornen" (SAL. 84, 9).
¿Vivimos escuchando de qué nos habla Dios?
¿Vivimos cumpliendo la voluntad de nuestro Padre común?
¿Aceptamos y predicamos la paz de la que nos habla el Señor en los cuatro
Evangelios?
¿Somos miembros del pueblo de los hijos -y por tanto amigos- de Dios, o,
después de conocer al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, retornaremos a nuestra
condición de hombres y mujeres carentes de esperanza cristiana?
Escuchad de que habla el Señor los pobres, porque, si lo acogéis en vuestro
corazón, aunque tengáis que sufrir, El os enriquecerá espiritualmente.
Escuchad de qué habla Dios los que estáis enfermos, y aceptadlo
incondicionalmente, para que, la sabiduría que os conceda, os haga soportable
vuestro estado, y acreciente vuestra esperanza de vivir en un mundo en que no
existirá el sufrimiento.
Escuchad de qué habla Dios quienes os sentís solos, y aceptadlo sin imponerle
condiciones, para que, tanto El como sus hijos, sean la familia que os priven del
aislamiento que padecéis.
Escuchad de qué habla Dios quienes vivís alejados de vuestros familiares, y
aceptadlo plenamente, porque el se os hará el encontradizo, siendo Padre para
fortaleceros, Madre para consolaros, y Hermano, para haceros soportables vuestras
cargas.
"Ya está cerca su salvación para quienes le temen,
y la gloria morará en nuestra tierra" (SAL. 84, 10).
¿Cómo podemos creer que la salvación del Señor se nos acerca, si estamos
rodeados de sufrimiento e incomprensión?
¿Cómo podemos creer que el Reino de Dios será plenamente instaurado entre
nosotros, si este hecho lleva miles de años anunciándose, y aún no acontece?
En la Carta bíblica a los Hebreos, leemos:
"No perdáis, pues, el ánimo. El premio que os espera es grande. Pero es preciso
que seáis constantes en el cumplimiento de la voluntad de Dios, para que podáis
alcanzar la promesa. Porque falta ya muy poco; el que ha de venir vendrá sin
retrasarse" (HEB. 10, 35-37).
"Ya está cerca su salvación para quienes le temen". ¿Nos es necesario tenerle
miedo a Dios, para poder ser salvos?
El temor de Dios no está relacionado con el miedo, pues es el respeto que le
debemos al Dios Uno y Trino.
Cumplamos la voluntad de Dios por amor y respeto, tanto a El como a nuestros
prójimos los hombres, e incluso a nosotros mismos.
"La gloria morará en nuestra tierra". Seremos hijos de un mundo en que no
existirá ningún tipo de sufrimiento. Es esta la razón por la que leemos en la Profecía
de Isaías:
"Consumirá (eliminará Dios) a la muerte definitivamente.
Enjugará el Señor Yahveh
las lágrimas de todos los rostros,
y quitará el oprobio de su pueblo
de sobre toda la tierra,
porque Yahveh ha hablado (ha prometido salvaros, y lo hará).
Se dirá aquel día: «Ahí tenéis a nuestro Dios:
esperamos que nos salve;
éste es Yahveh en quien esperábamos;
nos regocijamos y nos alegramos
por su salvación.»" (IS. 25, 8-9).
"Amor y verdad se han dado cita,
justicia y paz se abrazan" (SAL. 84, 11).
Comprendemos la relación que hay entre la verdad y el amor, pero, ¿son
compatibles el amor y la justicia? Nuestro Santo Padre es amor y justicia. La
vivencia de las consecuencias de nuestros pecados, tiene el doble propósito de
purificarnos y santificarnos, para que seamos aptos para vivir en la presencia de
nuestro Padre común, quien, si le amamos, y hacemos el bien, nos concederá la
plenitud de la vida y la dicha, sin aplicarnos la justicia que merece la maldad del
pecado.
"La verdad brotará de la tierra,
y de los cielos se asomará la justicia" (SAL. 84, 12).
Quienes tenemos tantas dificultades para predicar la verdad de Dios, porque la
misma es rechazada en nuestro entorno social, nos llenamos de gozo, al recordar
que la verdad brotará de la tierra. Esperamos con gozo el día en que Dios mismo
concluirá nuestro crecimiento espiritual.
Quienes sufren, al ver que la justicia divina se ejecuta desde el cielo sobre
quienes les han hecho sufrir, se alegrarán, pero no lo harán por la dicha de ver
sufrir a sus enemigos, sino que lo harán, al comprobar que Dios existe, y se
compadece de ellos.
"El mismo Yahveh dará la dicha,
y nuestra tierra su cosecha dará" (SAL. 84, 13).
Algún día seremos plenamente felices, y sabremos que nuestra dicha no proviene
de ninguna ideología en concreto, sino de las tres Personas que más nos aman.
"Nuestra tierra su cosecha dará". Cuando Dios concluya la instauración de su
Reino entre nosotros, no existirá ningún motivo que sea para nosotros motivo de
sufrimiento.
"La justicia marchará delante de él,
y con sus pasos trazará un camino" (SAL. 84, 14).
Los hebreos que tanto sufrieron cuando fueron conquistados, dominados e incluso
deportados a otros países, mantuvieron su fe viva en muchas ocasiones, esperando
que Dios se les manifestara, ejecutando su justicia, contra quienes los
esclavizaban.
Si creemos que Dios vendrá precedido por su justicia, comprenderemos que,
cuando extermine la soberbia de la humanidad, será posible que vivamos en un
mundo en que todos seamos hermanos.
3. Comentario de la segunda lectura (2 PE. 3, 8-14).
Mientras que Dios cuenta con la eternidad para llevar a cabo el cumplimiento de
su designio salvífico sobre sus hijos, nosotros, al vivir un número de años reducido,
somos impacientes, y, al ver que tarda miles de años en cumplir la promesa de
conducirnos a su presencia, perdemos la esperanza muchas veces.
Entre los primeros cristianos, se extendió la creencia de que estaba por acontecer
la Parusía de Nuestro Señor. Algunas décadas después de que los Apóstoles de
Nuestro Salvador fundaran la Iglesia, al ver que no se cumplía la promesa de la que
nuestra fe es objeto, muchos cristianos dejaron de creer en Jesús. Por su parte,
San Pedro, que tenía el don de examinar las Escrituras en su conjunto y los signos
de los tiempos, les escribió a sus lectores:
"De cualquier modo, queridos hermanos, hay una cosa que no debéis olvidar:
que, para el Señor, un día es como mil años, y mil años como un día. No es que el
Señor se retrase en cumplir lo prometido, como algunos piensan; es que tiene
paciencia con vosotros, y no quiere que ninguno se pierda, sino que todos se
conviertan" (2 PE. 3, 8-9).
Si el Señor tarda en conducirnos a su presencia, en vez de pensar que nuestra fe
es una vana ilusión, aprovechemos este tiempo de gracia y salvación para crecer
espiritualmente, estudiando la Palabra de Dios, cumpliendo la voluntad de nuestro
Santo Padre, y pidiéndole al Todopoderoso que nos santifique, por medio de la
oración.
Apliquémonos los siguientes consejos que San Pablo les escribió a los cristianos
de la iglesia que fundó en Tesalónica:
"Hermanos, os recomendamos finalmente que corrijáis a los indisciplinados ,
animéis a los tímidos y sostengáis a los débiles, teniendo paciencia con todos.
Mirad que nadie devuelva mal por mal; al contrario, buscad siempre hacer el bien
entre vosotros y con todos.
Estad siempre alegres.
No ceséis de orar.
Manteneos en constante acción de gracias, porque esto es lo que Dios quiere de
vosotros en Cristo Jesús.
No apaguéis la fuerza del Espíritu ni despreciéis los dones proféticos.
Examinadlo todo y quedaos con lo bueno.
Evitad toda clase de mal.
Que el Dios de la paz os haga llevar una vida de consagración más auténtica cada
día, de modo que todo vuestro ser -espíritu, alma y cuerpo- permanezca sin tacha
para el día en que se manifieste nuestro Señor Jesucristo.
Quien os llama es fiel y cumplirá su palabra" (1 TES: 5, 14-24).
Los símbolos bíblicos con que se describe el fin del mundo, no deben ser
interpretados literalmente, para no ser tenidos como la contradicción de Dios, pues,
¿por qué debe querer destruir nuestro Santo Padre el mundo que creó para que sus
hijos fueran santificados?
En el texto que nos ocupa, tales símbolos significan que el mundo será
transformado, para que pueda ser el Reino de Dios, es decir, cuando nos
amoldemos al cumplimiento de la voluntad de nuestro Santo Padre, estaremos
preparados para habitar en su Reino de amor y paz.
"Pero el día del Señor vendrá como un ladrón. Entonces los cielos se derrumbarán
con estrépito, los elementos del mundo quedarán pulverizados por el fuego
(símbolo de purificación del pecado) y desaparecerá la tierra con cuanto hay en ella
(esto indica que Dios hará nuevas todas las cosas, es decir, que transformará
nuestra espiritualidad). Si, pues, todo esto ha de ser aniquilado, ¿qué vida tan
entregada a Dios y tan fiel debe ser la vuestra, mientras esperáis y aceleráis la
venida del día de Dios? Ese día en que los cielos arderán y se desintegrarán, y en
que los elementos del mundo se derretirán consumidos por el fuego" (2 PE. 3, 10-
12).
El día del Señor vendrá repentinamente, igual que un ladrón sorprende
momentáneamente a su víctima. Dios no quiere que nos sea revelada la fecha en
que va a concluir la instauración plena de su Reino entre nosotros, para que nos
probemos la sinceridad con que nos acercamos a El.
Si supiéramos que faltan pocos días para que Dios venga a nuestro encuentro,
actuaríamos como lo hacen los Santos, pero podría suceder que no nos impulsara la
fe a hacer el bien, sino el temor a la condenación eterna. Si no sabemos cuándo va
a cumplir Dios la promesa de conducirnos a su presencia, podrá probar mejor la fe
que tenemos en El, y nuestra bondad, porque, al no saber cuándo vendrá a nuestro
encuentro, tendremos que comprobar si hacemos el bien por rutina, por obligación
ante el miedo de ser condenados, o por amor, tanto a nuestro Padre común, como
a nuestros prójimos los hombres.
Si Dios va a salvar a la parte de la humanidad que lo acepte, nosotros queremos
ser miembros del pueblo redimido, y por ello debemos vivir preparando nuestro
encuentro con el Dios Uno y Trino y sus Santos. San Pedro nos dice que, de alguna
manera, si tenemos fe en Dios, y hacemos el bien sin desanimarnos, nuestra
conducta contribuirá a acelerar la venida del Señor a nuestro encuentro.
Mientras que el mundo carece de nuestra esperanza, "nosotros, -nos dice San
Pedro-, sin embargo, confiados (en el cumplimiento de) la promesa de Dios,
esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva que sean morada de rectitud. Por
tanto, queridos hermanos, en espera de tales acontecimientos, procurad ser amigos
de Dios, limpios e intachables" (2 PE. 3, 13-14).
4. Meditación del Evangelio (MC. 1, 1-8).
"Principio de la buena noticia de Jesucristo, el Hijo de Dios" (MC. 1, 1).
¿Qué es para nosotros el Evangelio?
Si consideramos, -tal como lo hizo San Marcos en el tiempo en que fue
colaborador de los Santos Pedro y Pablo-, que el Evangelio es la Buena Noticia de
Jesucristo, -nuestro Señor, el Hijo de Dios-, ¿Por qué no nos dejamos interpelar por
la Palabra de nuestro Santo Padre?
Quizá, el Domingo I de Adviento, al iniciar un nuevo año litúrgico, hicimos el
propósito de ser buenos cristianos, pero, durante los días anteriores, al volver a
nuestra vida ordinaria después de concluir la celebración de la Eucaristía, quizá
hemos vuelto a sumirnos en nuestra rutina diaria, sin permitir que la gracia de Dios
ilumine nuestra cotidianeidad.
¿Qué nos impide ser mejores cristianos?
¿Le dedicamos tiempo a la oración?
¿Leemos la Biblia diariamente, meditando los textos que leemos pausadamente?
¿Compartimos nuestros conocimientos bíblicos con nuestros familiares y amigos?
El Evangelio es un mensaje vivo, en el sentido de que, por mucho que cambie el
mundo, nunca dejará de ser actual, pero, si no nos amoldamos al cumplimiento de
la voluntad de nuestro Padre común, lo convertiremos en una noticia carente de
contenido útil, tanto para nosotros, como para quienes podríamos ser un digno
ejemplo de fe a seguir, para que desearan vivir en la presencia de nuestro Padre
común.
De la misma manera que la actitud que observan quienes son padres suele verse
reflejada en sus descendientes, la vivencia de nuestra fe, o bien hace que quienes
nos conocen deseen conocer a Dios, o que los tales rechacen nuestras creencias.
Esta es la causa por la que algunas religiones cristianas son muy exigentes con sus
creyentes, hasta el punto de obligarlos a vestirse determinados trajes, porque, un
acto insignificante de uno de los mismos, puede afectar a la imagen de esa religión,
por lo que puede debilitarse la fe de uno de sus miembros, y puede reducirse el
número de quienes aspiran a conocer la misma.
Recuerdo que la iglesia en la que empecé a ejercer de catequista podía
considerarse muerta. Cuando empecé a trabajar en el citado templo, iban a Misa
tres o cuatro señoras mayores, las cuales, mientras que el sacerdote celebraba la
Eucaristía, se pasaban el tiempo bostezando, e incluso alguna de ellas llegó a
dormirse en alguna ocasión.
Las iglesias a que asisto actualmente, son muy participativas, e incluso existen
distintos tipos de voluntariados, -como Cáritas y una asociación para proteger a las
mujeres que quieren abortar por falta de recursos económicos para mantenerse a
sus hijos y a ellas-, en las cuales, sí que entran ganas de averiguar quién es el Dios
que hace posible que tanta gente ejercite su solidaridad a cambio de no percibir
ningún beneficio económico.
San Marcos nos recuerda, en el Evangelio de hoy, que, en la primera lectura que
hemos meditado, se hace una alusión, al cumplimiento de la misión profética, de
San Juan el Bautista.
"Así está escrito en el libro del profeta Isaías: Yo envío mi mensajero delante de
ti para que te prepare el camino. SE oye una voz: alguien grita en el desierto:
¡Preparad el camino del Señor: abrid sendas rectas para él"" (MC. 1, 2-3).
El texto que estamos recordando, nos da la impresión de que consiste en una
conversación mantenida entre nuestro Santo Padre y Jesús, quien recibe con
alegría el mensaje de nuestro Creador celestial: "Yo envío delante de ti mi
mensajero para que te prepare el camino".
De la misma manera que San Juan el Bautista fue una gran ayuda para Jesús,
nosotros también podemos ayudar a nuestro Señor, ora predicando el Evangelio,
ora dando ejemplo de nuestra fe orando y haciendo el bien, para contribuir a la
rápida instauración del Reino de Dios entre nosotros.
"Juan el Bautista se presentó en el desierto bautizando a la gente. Proclamaba
que la conversión es necesaria para recibir el perdón de los pecados" (MC. 1, 4).
La Iglesia no les exige a quienes se bautizan que tengan un amplio conocimiento
de la Biblia ni de los documentos en que se describe cómo ha de ser la vivencia de
la fe que profesamos, pues, aunque los tales, después de ser bautizados, pueden
optar a mejorar su formación, e incluso a servir a la Iglesia, lo primero que se
desea para ellos, es que formen parte de la familia de Dios, que puedan tener el
gozo de saber que están en la lista de los que han sido redimidos por la Pasión,
muerte y Resurrección de nuestro Salvador.
"Nuestro Señor vinculó el perdón de los pecados a la fe y al Bautismo: "Id por
todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea
bautizado se salvará" (MC. 16, 15-16). El Bautismo es el primero y principal
sacramento del perdón de los pecados porque nos une a Cristo muerto por nuestros
pecados y resucitado para nuestra justificación (CF. RM. 4, 25), a fin de que
"vivamos también una vida nueva" (RM. 6, 4)" (CIC. 977).
Si no nos convertimos al Señor, si no somos conscientes del mal que hemos
hecho, y no nos arrepentimos de haber actuado en contra del cumplimiento de la
voluntad de Dios, no se nos pueden perdonar los pecados.
Convertirnos es cambiar nuestra forma de pensar y actuar, por la manera de
pensar y proceder de Dios.
Intentemos actuar siempre como lo haría Dios, y abstengámonos de proceder a
nuestra manera.
Tratemos a nuestros prójimos, no sólo como lo haría Dios en nuestro lugar, sino
como si los tales fueran nuestro Padre común.
El Adviento es un tiempo propicio para que vuelvan a la Iglesia quienes se han
separado de la institución de Cristo por cualquier causa, por consiguiente, en el
Catecismo de la Iglesia Católica, leemos:
"Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de
los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la
Iglesia que "recibe en su propio seno a los pecadores" y que siendo "santa al mismo
tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la
renovación" (LG 8)" (CF: CIC. 1428).
Merece la pena detenernos a meditar el texto del Catecismo Mayor que hemos
recordado, pues son muy significativas para los católicos.
"La llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los
cristianos". Dios nunca se cansa de llamarnos, a través de las circunstancias de
nuestra vida ordinaria, la lectura de la Biblia, las celebraciones eclesiásticas, la
naturaleza... A pesar de ello, nosotros no siempre estamos dispuestos a
convertirnos al Evangelio, -es decir, nos es muy difícil cambiar nuestra forma de
ser, por la forma de ser del Dios Uno y Trino-.
Aun cuando tenemos el deseo de ser como Dios, este hecho es muy difícil de ser
llevado a cabo por nosotros. San Pablo, -quien es un gran ejemplo de fe a imitar
para nosotros-, a pesar de que tenía un gran deseo de ser Santo, como humano
que era, cometía errores, así pues, esta es la causa por la que les escribió a los
cristianos de Roma:
"Realmente, no acabo de entender lo que me pasa: quisiera hacer lo que me
agrada (quisiera ser un perfecto cumplidor de la voluntad de Dios), pero hago lo
que detesto (caigo en el error y el pecado con demasiada facilidad)" (ROM. 7, 15).
¿Tenemos el mismo problema que tenía San Pablo?
¿Queremos ser fuertes ante la visión de la adversidad que caracteriza nuestra
vida, y perdemos la fuerza y el ánimo que nos son necesarios para vivir fácilmente?
¿Nos falta coraje para declararnos como cristianos ante nuestros familiares y
amigos que rechazan la fe que profesamos, y al mismo tiempo nos sentimos mal
por ser tan cobardes?
El hecho de no superar la adversidad, no significa que somos pecadores, sino que
tenemos que aumentar nuestro conocimiento de Dios, para que El fortalezca la fe
que tenemos, porque aún es débil e inconstante.
Si no nos sentimos fuertes para proclamar a los cuatro vientos que somos
cristianos, ello nos sucede porque apenas tenemos fe. Recordemos el coraje con
que San Pablo, entre dificultades y enfermedades, era un arduo defensor de su fe.
"Estamos seguros, además, de que todo se encamina al bien de los que aman a
Dios, de los que han sido elegidos conforme a su designio. A quienes Dios conoció
de antemano, los destinó igualmente, desde un principio (desde antes de crear el
mundo), a reproducir en ellos mismos los rasgos de su Hijo, de modo que él fuese
el primogénito entre muchos hermanos. Y a quienes Dios destinó desde un
principio, también los llamó, los restableció en su amistad y los hizo partícipes de
su gloria (gloria que experimentaremos cuando Jesús concluya la plena instauración
de su Reino entre nosotros). ¿Qué añadir a todo esto? Si Dios está a nuestro favor,
¿quién podrá estar contra nosotros? Si, lejos de escatimar a su propio Hijo, lo
entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no habrá de darnos con él todas las
cosas?" (ROM. 8, 28-32).
La primera vez que San Pablo estuvo preso, los cristianos de Filipo le enviaron un
generoso donativo, para que pudiera vivir dignamente. Nuestro Apóstol, en
agradecimiento a tan generoso gesto, les escribió una carta a los citados cristianos,
en que, hablándoles de su adversidad, -pues temía por su vida-, les dijo:
"Sé que, gracias a vuestras oraciones y a la ayuda del Espíritu de Jesucristo, todo
(lo que me suceda) contribuirá a mi salvación. Así lo espero ardientemente, seguro
de no quedar defraudado y de que en todo momento, tanto si estoy vivo como si
estoy muerto, Cristo manifestará su gloria en mi persona... Tengo la experiencia de
pobreza y de riqueza. Estoy perfectamente entrenado para todo: lo mismo para
estar harto que para pasar hambre, para nadar en la abundancia que para vivir con
estrecheces. De toda suerte de pruebas puedo salir airoso, porque Cristo me da las
fuerzas" (FLP. 1, 19-20. 4, 12-13).
San Pablo nos invita a vivir como deben hacerlo quienes están seguros de que
Dios cumplirá la promesa de salvarnos.
"¡Habéis resucitado con Cristo! Orientad, pues, vuestra vida hacia el cielo, donde
está Cristo sentado al lado de Dios, en el lugar de honor. Poned el corazón en las
realidades celestiales y no en las de la tierra (convertíos a Dios, y no os amoldéis a
las creencias contrarias al cumplimiento de su voluntad). Muertos al mundo,
vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vida vuestra, se
manifieste, también vosotros apareceréis, junto a él, llenos de gloria... En fin,
cuanto hagáis o digáis, hacedlo en nombre de Jesús, el Señor, dando gracias a Dios
Padre por medio de él" (COL. 3, 1-4. 17).
"De toda la región de Judea y todos los habitantes salían a escucharle.
Confesaban sus pecados y Juan los bautizaba en el Jordán" (MC. 1, 5).
¿Estamos dispuestos a escuchar y aceptar la Palabra de Dios, para hacer del
cumplimiento de la voluntad de nuestro Santo Padre, la principal meta de nuestra
vida?
Con respecto al Sacramento de la Penitencia, San Pablo, nos instruye:
"Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el
ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo
consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo
en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo,
como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con Dios!" (2 COR. 5, 18-20).
Comprendo la dificultad que podemos tener al confesarnos ante un sacerdote
desconocido, sobre todo cuando los pecados que nos alejan de Dios son graves o
vergonzosos. Les compete a los sacerdotes ser receptivos y comprensivos con los
confesandos, pasar horas en el confesionario aunque no se les acerque nadie
aunque sólo sea para que la gente sepa que los tiene a su disposición, administrar
este Sacramento debidamente, y recurrir a un factor que puede ser muy atractivo
para los confesandos, que es utilizar la confesión como si fuera una especie de
terapia, porque, cuanto mayor es la paz de nuestra alma, somos más receptivos a
experimentar el perdón divino, que cuando estamos preocupados.
Creo que todos los predicadores que hemos sido aceptados por nuestros oyentes
-y/o lectores-, tenemos la experiencia de que se nos ha acercado gente que
necesita ser escuchada, que, aunque carece de nuestra fe, y no desea tenerla,
necesita ser consolada. Nos compete a los predicadores, -especialmente a los
sacerdotes-, abarcar todo el saber divino y humano que nos sea posible, para
intentar hacer felices a quienes se nos acercan durante todo el año, pero lo hacen
mucho más en los tiempos litúrgicos fuertes, tales como Navidad y Semana Santa.
"Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero y se
alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y lo que proclamaba era esto: -Después
de mí viene uno que es más poderoso que yo. Yo ni siquiera soy digno de
agacharme para desatar las correas de sus sandalias" (MC. 1, 6-7).
San Juan el Bautista se formó espiritualmente entre los esenios, que constituían
una secta eremítica, cuyos miembros vivían aislados del mundo, para no
contagiarse del apego de los hombres al pecado, que, con tal de acelerar la venida
del Mesías al mundo, vivían castamente.
A pesar de que, al formar parte de dicha secta, San Juan tenía prohibido el hecho
de relacionarse con quienes no formaban parte de su comunidad, obedeció la
llamada que Dios le hizo para que preparara a sus hermanos de raza a recibir a
Jesús, aunque continuó viviendo apartado del mundo, por lo que sus oyentes tenían
que buscarlo en determinados lugares, de manera que se diferenció de Jesús,
porque nuestro Señor, además de ser buscado por la gente, iba al encuentro de
quienes querían conocer su Evangelio.
Creo que no existe ni una sola religión, que, a lo largo de su historia, no haya
tenido líderes espirituales, que no hayan sido amantes de la obtención de títulos,
que hayan hecho que los tales hayan tenido la categoría de personalidades
importantes. A pesar de este hecho, en el Evangelio de hoy, San Juan el Bautista
aparece como un predicador humilde, reconociendo que Jesucristo es superior a El.
Esta es la razón por la que, el citado profeta, dijo en cierta ocasión, refiriéndose a
nuestro Salvador:
"El debe desempeñar su papel, cada vez más importante; yo, en cambio, he de ir
quedando en la sombra" (JN. 3, 30).
¿Somos capaces de adaptarnos al cumplimiento de la voluntad de Dios, anulando
todo lo que puede impedir que nos relacionemos más y mejor de lo que lo hacemos
actualmente con nuestro Padre común?
En el caso de que trabajemos para el Señor, ¿lo hacemos gratuitamente, con la
pretensión de cumplir la voluntad del Dios Uno y Trino, o buscando satisfacer
nuestros intereses personales?
"Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo" (MC. 1, 8).
Mientras que el bautismo de San Juan era simbólico, el Bautismo de Jesucristo
tiene la cualidad de hacernos hijos del Dios del amor, a quien sean la gloria y la
alabanza de sus fieles hijos, por los siglos de los siglos. Amén.
José Portillo Pérez