II Domingo de Adviento, Ciclo B
Segunda Lectura: II Pedro 3,8-14
Las palabras de la segunda lectura de la liturgia de hoy: “esperamos un cielo
nuevo y una tierra nueva”, nos habla el Apstol Pedro, de nuestra futura esperanza,
como testigo de la primera venida del Señor. El tema de adviento lo orienta, sobre
todo, hacia los últimos tiempos, hacia „el día del Seor‟; los que han experimentado
la primera venida, justamente viven en espera de la segunda, conforme a la
promesa del Señor.
La perspectiva escatológica de la Carta del Apóstol: "un cielo nuevo y una
tierra nueva, en que habite la justicia" ( 2 Pe 3, 13) habla del encuentro definitivo
del Creador con la creación en el reino del siglo venidero, para el cual debe
madurar cada hombre mediante el adviento interior de la fe, esperanza y caridad
“Mientras la Iglesia peregrina en este mundo lejos de su Señor, se considera
como desterrada, de manera que busca y medita gustosamente las cosas de arriba.
Allí está sentado Cristo a la derecha de Dios; allí está escondida la vida de la Iglesia
junto con Cristo en Dios hasta que se manifieste llena de gloria en compañía de su
Esposo” ( LG 6). Estas palabras del concilio Vaticano II señalan el itinerario de la
Iglesia, que sabe que no tiene „aquí ciudad permanente‟, sino que “anda buscando
la del futuro” ( Hb 13, 14), la Jerusalén celestial, “la ciudad del Dios vivo” ( Hb 12,
22).
Una vez que hayamos llegado a la meta última de la historia, como anuncia
san Pablo, no veremos ya "en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara.
(...) Entonces conoceré como soy conocido" ( 1 Co 13, 12). Y san Juan repite que
"cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" ( 1
Jn 3, 2).
Así pues, más allá de la frontera de la historia, nos espera la epifanía luminosa
y plena de la Trinidad. En la nueva creación Dios nos regalará la comunión perfecta
e íntima con él, que el cuarto evangelio llama "la vida eterna", fuente de un
"conocimiento" que en el lenguaje bíblico es comunión de amor. "Esta es la vida
eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo" ( Jn 17, 3).
Allí encontraremos ante todo al Padre, “el alfa y la omega, el principio y el fin”
de toda la creación ( Ap 21, 6). Él se manifestará plenamente como el Emmanuel, el
Dios que mora con la humanidad, eliminando las lágrimas y el luto y renovando
todas las cosas (cf. Ap 21, 3-5). Pero en el centro de esa ciudad se alzará también
el Cordero, Cristo, al que la Iglesia está unida con un vínculo nupcial. De él recibe
la luz de la gloria, con él está íntimamente unida, ya no mediante un templo, sino
de modo directo y total (cf. Ap 21, 9. 22. 23). Hacia esa ciudad nos impulsa el
Espíritu Santo. Es él quien sostiene el diálogo de amor de los elegidos con Cristo:
“El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!” ( Ap, 22, 17).
Hacia esa plena manifestación de la gloria de la Trinidad se dirige nuestra
mirada, rebasando los límites de nuestra condición humana, superando el peso de
nuestra miseria y de la culpabilidad que penetran nuestra existencia terrena. Para
ese encuentro imploramos diariamente la gracia de una continua purificación,
conscientes de que en la Jerusalén celestial “no entrará nada impuro, ni los que
cometen abominación y mentira, sino solamente los inscritos en el libro de la vida
del Cordero” ( Ap 21, 27). Como enseña el concilio Vaticano II, la liturgia que
celebramos durante nuestra vida es casi un "pregustar" esa luz, esa contemplación,
ese amor perfecto: “En la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia
celeste que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la que nos dirigimos
como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro
del santuario y del tabernáculo verdadero” ( SC 8).
Por eso, ahora nos dirigimos a Cristo para que, por el Espíritu Santo, nos
ayude a prepararnos al encuentro de nuestro redentor, revitalizando en nuestra
mente y en nuestro corazón nuestro encuentro con él en el tiempo, que nos
impulse a estar preparados para ir a la casa del Padre al final de nuestros días. En
efecto, Dios, que viene, se acerca al hombre, para que el hombre se encuentre con
El y sea fiel a este encuentro. Para que permanezca en él, hasta el fin.
¡Preparen el camino al Señor! ¡Enderecen sus senderos! Que esto se realice en
el sacramento de la reconciliación en la humilde y confiada confesión de Adviento, a
fin de que ante el recuerdo de la primera venida de Cristo, que es Navidad, y a la
vez en la perspectiva escatológica de su Adviento definitivo, el pecado quede
eliminado y expiado, para que la Iglesia pueda proclamar a cada uno de sus hijos
que ha terminado la esclavitud, y que el Señor Dios viene con fuerza.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)