Domingo III de Adviento del ciclo A.
Lo más esencial del Cristianismo.
Estimados hermanos y amigos:
La meditación que os propongo para este Domingo III de Adviento, me recuerda los
periodos electorales, en que, los miembros de los partidos políticos, con pocas y
sencillas palabras, tienen que explicarles a sus electores, no sólo su programa
electoral, sino todas las creencias que mantienen, dándoles a conocer, -al mismo
tiempo-, todas las respuestas posibles, a las preguntas que puedan hacérseles,
referentes a sus ideologías.
A los cristianos practicantes, -independientemente de que prediquemos el
Evangelio, o de que nos dediquemos a servir a Dios en sus hijos los hombres en
otras áreas pastorales-, nos sucede lo mismo que a los políticos que, en plena
campaña electoral, tienen que estar dispuestos a dar a conocer sus ideologías.
El Catolicismo es una religión muy rica, tanto en ritos litúrgicos, como en el
desarrollo de interpretaciones bíblicas hechas con base teológica, como en la
realización de obras benéficas, pero sucede que nuestras celebraciones
eclesiásticas, no están pensadas para ser comprendidas por la gente de nuestros
días, pues están adaptadas al vocabulario utilizado hace mucho tiempo, y a la
adaptación de prácticas ya prácticamente extinguidas, cuya naturaleza escapa a la
comprensión de nuestros oyentes y-o lectores actuales, lo cual causa el hecho de
que las religiones y sectas cuyo mensaje es muy asequible, se llevan a muchos de
nuestros hermanos a su terreno.
Aunque sabemos que en la antigüedad existían religiones cuyas deidades
principales eran aplacadas mediante el ofrecimiento de sacrificios humanos por
parte de sus fieles creyentes, a los hombres y mujeres del siglo XXI, nos cuesta un
gran esfuerzo comprender esta realidad, porque mantenemos el pensamiento de
que, el Dios que permite, no sólo que su Hijo sea sacrificado, sino que también
consiente que sus creyentes sufran, no puede ser bueno, y, por ello, no merece la
pena que creamos en quien carece de piedad.
Con el paso de la Historia, surgen nuevas civilizaciones, y, con las mismas, nacen
nuevas formas de concebir la vida. Aunque parece ilógico el hecho de pensar que la
Suma Divinidad haya dejado que su Hijo haya sido sacrificado para beneficiar a sus
creyentes, este hecho, ha llegado a ser, una de las bases, sobre las que se
fundamenta el Cristianismo.
Conocemos infinidad de casos de padres que aman mucho más a sus
primogénitos que a sus demás hijos, los cuales, han actuado en conformidad con
sus sentimientos. El caso de Dios es totalmente diferente al de los citados padres,
pues, al Hijo que más amaba, le pidió que se dejara sacrificar, para que, por causa
de su dolor, los hombres comprendiéramos que las dificultades pueden sernos
soportables, y que, la vivencia de la experiencia de las mismas, puede obligarnos a
ejercitar al máximo nuestros dones y virtudes, lo cuál significa, que, cuando
nuestro Santo Padre lo crea oportuno, estaremos dispuestos, para alcanzar la
santidad.
Cuando a muchos cristianos se les habla de los Santos, se les viene a la mente la
concepción de hombres perfectísimos, que parece ser, que nunca han estado
relacionados, ni con la debilidad, ni con el mal de los hombres. A veces la Iglesia,
con la pretensión de hacer de los Santos altísimos modelos de fe a imitar, ha hecho
de ellos héroes de leyendas fantásticas, porque hay mucha gente que no cree que,
si quiere intentar superarse a sí misma, debe estar dispuesta a realizar grandes
esfuerzos.
Hoy empezamos a vivir la semana central del Adviento. Durante los dos últimos
Domingos, y al celebrar la Inmaculada Concepción de Nuestra Santa Madre, y a la
Virgen de Guadalupe, hemos tenido la oportunidad de reflexionar, tanto sobre las
dos venidas de Nuestro Salvador al mundo, como sobre el ejemplo de fe viva, que
es para nosotros, María de Nazaret.
En la semana central del Adviento, la Iglesia, a través de su Liturgia, nos pide
que le ayudemos a evangelizar a nuestros prójimos, para que cada año seamos
más y mejores, los creyentes en el Dios Uno y Trino, que celebremos el Nacimiento
de Nuestro Salvador.
Si queremos que nuestros familiares y amigos tengan cubiertas todas sus
necesidades básicas, y que no tengan carencias de ningún tipo, ¿veremos
pasivamente cómo viven privados de lo principal, que es el conocimiento y
aceptación de Dios, quien desea que todos seamos sus hijos?
El Domingo I de Adviento, Jesús nos recordó que debemos vivir una vida de fe
plena, dedicándonos a formarnos mediante el estudio de la Palabra de Dios y los
documentos de la Iglesia, practicando todo lo que aprendemos mediante el citado
estudio haciendo obras de caridad, y aumentando el hábito que debemos tener de
orar.
El Domingo II de Adviento, San Juan el Bautista, nos recordó dos palabras clave
en el camino de nuestro acercamiento a Dios, las cuales, son: Bautismo, y
Penitencia. Si queremos ser hijos de Dios, tenemos que renovar plenamente
nuestra mentalidad, porque no podemos adoptar como creencia la parte de los
Evangelios que nos conviene y rechazar la parte de la Biblia que no nos gusta,
porque, los cristianos, tenemos que asemejarnos a Jesucristo espiritualmente, y
dicha semejanza tiene que ser total, no parcial.
Con Dios no podemos ser como los jóvenes que dicen: Nos gusta mucho de
nuestros padres que piensan en divertirse, pero no nos gusta el hecho de que,
aunque los contrataron para que trabajaran durante siete horas, trabajan tres
horas gratuitamente para su empresa. Esos jóvenes no son conscientes de que sus
padres trabajan denodadamente porque, por causa de la crisis económica mundial
que vivimos, pueden perder su empleo en cualquier momento, pero ellos no son
conscientes de dicha situación, porque sus padres siempre cometieron el error de
no hacerles conocer el significado de la carencia de bienes materiales.
De la misma manera que tenemos que comprender los pensamientos y
actuaciones de nuestros padres, -aunque a veces no estemos de acuerdo con su
forma de ser-, también tenemos que comprender plenamente a Dios, y tenemos
que desear asemejarnos a Nuestro Señor, a cuya imagen espiritual y física fuimos
creados, porque Jesucristo no tomó nuestra naturaleza humana para hacerse
hombre, sino que fuimos nosotros quienes fuimos revestidos de su humanidad, y
aún lo seremos perfectísimamente, cuando nuestra tierra sea definitivamente el
Reino de Dios.
Se acerca, -un año más-, la celebración de la Natividad de Nuestro Salvador. Una
vez más, las calles de nuestros pueblos y ciudades se han llenado de luces, y los
comerciantes no saben qué hacer, para vendernos sus productos.
Un año más, la sociedad de consumo nos recuerda que, si queremos sentirnos
felices, tenemos que hacer y recibir muchos regalos, y comer y beber mucho más
de lo que lo hacemos habitualmente.
Si queremos recibir muchos regalos, no nos queda más remedio que hacer
presentes tan caros, como aquellos que queremos recibir.
quienes tienen dinero y familiares para celebrar la Navidad, fácilmente podrán
olvidarse de la celebración religiosa del Nacimiento de Nuestro Señor. Tal
celebración, no se lleva a cabo exclusivamente en las iglesias, pues se hace
palpable en la vida de los cristianos practicantes, quienes, por sus gestos, y
mediante su forma de comportarse, deben proceder, como el Dios que actúa por su
medio.
¿Qué será de la Navidad de quienes no tienen medios económicos para celebrar
el Nacimiento de Jesús pomposamente?
¿Qué sentirán aquellos padres que sus hijos les pidan regalos caros, y tengan que
decirles que no se los pueden comprar, y quizá se lo digan severamente, para no
ceder ante la impotencia que sienten, por medio de su tristeza?
Todos los cristianos católicos, -independientemente de que seamos ricos o
pobres-, ciframos en Jesús nuestra esperanza.
La Navidad es el tiempo perfecto en que, el Jesús débil y humilde que vino al
mundo para hermanarse con nosotros, sin importarle nuestra condición social, nos
pide que lo imitemos, socorriendo a quienes tienen necesidades, y visitando a los
solitarios, presos y enfermos, haciéndonos partícipes de su dolor.
Sin privarnos de celebrar la Navidad a nivel material, podemos celebrar la
Navidad religiosa, -la Navidad del espíritu-, llevando a cabo las obras de
misericordia que Jesús nos enseñó a hacer, para que, quienes tienen menos bienes,
y se sienten más desamparados, empiecen a creer que, por medio de la gracia de
Dios, y de nuestro amor, también son miembros del Reino de Dios, del cuál nos dijo
Jesús, en cierta ocasión, que ya está en medio de nosotros (CF. LC. 17, 21), por lo
que no debemos buscarlo, más allá de Dios.
José Portillo Pérez