Comentario al evangelio del Domingo 25 de Diciembre del 2011
Misa de la Vigilia: Ha aparecido la gracia de Dios
Escuchemos una vez más la gran y alegre noticia
de la Navidad: ¡Ha aparecido la gracia de Dios! ¡Nos ha nacido un Salvador! ¡Dios ha venido a
visitarnos! El objeto de nuestros anhelos y deseos más profundos y auténticos se ha hecho presente
entre nosotros. En una palabra, ha nacido Jesús, el Salvador y, por Él, Dios mismo se ha hecho
accesible y cercano.
Sin embargo, esta gran noticia tiene el peligro de sonar en nuestros oídos como una fórmula hueca, una
frase retórica, que de tantas veces repetida ya no nos dice nada. Y es que, en verdad, podríamos
preguntarnos, después de más de dos mil años del nacimiento de Cristo (de celebrar la navidad y
anunciar esa alegre noticia), ¿qué ha cambiado realmente? ¿Dónde está ese Sol que nace de lo alto (Lc
1, 78)? ¿No resulta que, tras dos mil años de “era cristiana”, seguimos viviendo en tinieblas y
oscuridad? Porque lo cierto es que en nuestro mundo siguen reinando la injusticia y la violencia, la
pobreza y el hambre, la guerra y la opresión. Las tinieblas tienen muchos rostros, nos rodean de
múltiples formas. A la gran escala, la de las grandes tragedias de la humanidad, y a la pequeña escala
de nuestros pequeños dramas, dolores, frustraciones e insatisfacciones (que para nosotros no son en
absoluto pequeños, ya que están hechos a nuestra medida), parece que las tinieblas tienen las de ganar.
Porque es así: tras dos mil años de celebraciones navideñas seguimos caminando en las tinieblas. Y los
fuegos de artificio que hemos ido inventando con la ilusión de sustituir a la luz nacida en Belén (la
ciencia, la revolución social, el progreso…) aunque al principio nos han deslumbrado, tampoco nos han
traído la salvación prometida y han provocado al final más frustración todavía.
Sin embargo, tenemos que decir que, aun reconociendo su parte de verdad, si nos limitamos a
quedarnos en estas críticas y esta protesta, es que no hemos entendido bien el mensaje de navidad.
Escuchémoslo, pues, de nuevo: “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”. No se dice
ni se anuncia que ya no hay, ni habrá, más tinieblas, sino que en medio de ellas brilla una luz grande,
de manera que el pueblo que caminaba sin rumbo en la oscuridad (todos nosotros) ha encontrado la
posibilidad de orientarse, de dar con el camino, de salir de su extravío y dirigirse a la meta. En verdad,
en medio de la oscuridad basta una pequeña luz para no perder el rumbo. Y nosotros, en esta noche,
hemos recibido no una pequeña, sino una gran luz, la luz de Jesucristo, que brilla en medio de la noche.
Es una luz grande, capaz de iluminar a todo el mundo, a toda la historia. Por eso, Lucas sitúa el
nacimiento de Cristo en el conjunto del cosmos y de la historia universal: “salió un decreto del
emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero”. Pero su modo de aparición no es
deslumbrante ni cegador: esta gran luz está encerrada en la humanidad de un niño recién nacido. De
este modo nos dice Dios (y ya con esto nos ilumina no poco) quiénes somos nosotros, los seres
humanos, para Él. Si Dios mismo adopta la humanidad y se hace hombre en Jesús, es que ser hombre
no es algo insignificante, ni un azar ciego, sino dotado de enorme importancia: le importamos a Dios.
Pero esta apariencia humana que encierra la luz divina requiere por nuestra parte un acto de fe. Para
ver en la oscuridad y caminar en pos de la luz hay que abrir los ojos, hay que creer y confiar. Ahora
podemos entender que creer no es andar a ciegas, sino ir en pos de la luz.
Aquí, en Murmansk, en medio de la noche polar que pone aprueba nuestra paciencia y despierta
incluso físicamente el deseo de luz, uno entiende lo que significa creer. No vemos el sol, que se niega a
asomar en el horizonte. Pero existen signos que hablan de él: a mediodía y durante un par de horas la
noche se atenúa con un resplandor (similar a la aurora y al atardecer) que anuncia que existe el sol del
que brota esa tenue luz. Y, a veces, en medio de la noche sucede un milagro, aparece una gran luz, que
sin el sol no sería posible: una aurora boreal.
En realidad, de las tinieblas de nuestra historia somos responsables nosotros, los seres humanos. No es
Dios, sino nosotros, quienes declaramos guerras (aunque algunos usen abusivamente el nombre de
Dios para justificarlas), nosotros los que nos comportamos injustamente, lo que nos servimos de la
violencia o de la mentira. La historia y el mundo son nuestro campo, y Dios respeta nuestra libertad.
Pero ese respeto que le prohíbe entrometerse en nuestras tomas de decisión (lo que destruiría nuestra
libertad y nos haría marionetas, no sé si felices, pero, desde luego, no con una felicidad humana), no
significa que permanezca indiferente y nos abandone a nuestra suerte. Dios viene a visitarnos para
ofrecernos su luz, para enseñarnos el camino de la verdadera felicidad, del bien, de la salvación.
También de nosotros depende acogerlo o rechazarlo. ¿Por qué después de más de 2000 años de
celebrar la Navidad seguimos en la oscuridad? Porque “no tenían sitio en la posada”. Como dice
también San Juan en el Evangelio del día 25, “la luz verdadera que con su venida ilumina a todo
hombre vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron” (Jn 1, 9. 11).
Sin embargo, el mismo Juan nos recuerda que no es cierto que nadie la recibió y, por tanto, que nada
ha cambiado desde entonces: “A cuantos la recibieron… les dio el poder para ser hijos de Dios” (Jn 1,
12). Lucas identifica en los pastores a aquellos que lo recibieron. Los pastores son los pobres, los que
viven a la intemperie, los que están abiertos, los que velan. Según cómo leamos la canción del coro
celestial, podemos entender que los pastores son “los hombres de buena voluntad”, o, mejor, aquellos
“a los que ama el Señor”; y, por tanto, en principio todos los seres humanos. Los pastores son los que
se ponen en camino, los que caminan en la oscuridad porque reconocen la luz. De manera especial, los
pastores son hoy los niños, que no están maleados por la rutina y son capaces de percibir la novedad
alegre del mensaje de los ángeles; los niños y los que son como ellos: José y María, los Magos de
oriente, Pedro y Pablo y los demás Apóstoles, Justino, Ignacio de Alejandría, Agustín, Francisco,
Domingo, Teresa y un largo etcétera de nombres la mayoría para nosotros desconocidos (pero en el
que estamos incluidos) pertenecen a esa estirpe de pastores, gentes en vela, niños.
Dios nos ha dado la luz de Jesucristo: significa que la oscuridad (el mal del mundo en todas sus
formas) no es una excusa: podemos ir a adorarlo, podemos, si queremos, caminar en su seguimiento,
podemos acoger su palabra y vivir según ella. Tal vez, de esta manera, no disiparemos del todo las
tinieblas a nuestro alrededor pero, al menos, veremos la luz que ha nacido en Belén y podremos no
sólo caminar, sino ser nosotros mismos, por medio de las buenas obras, pequeñas luminarias que
alumbran reflejando la luz recibida de Jesús, dan esperanza y ayudan a otros a caminar.
Será, pues, cierto, que hay oscuridad. Pero hoy nosotros descubrimos que también hay luz, que hay,
sobre todo, luz.
Misa del día: Se hizo carne
El prólogo del Evangelio de Juan, que la Iglesia lee cada día de Navidad, es, en verdad, impresionante.
No en vano se ha visto en el águila (el águila de Patmos) el símbolo de este evangelista, pues el águila
es único animal capaz de mirar al sol directamente. Juan pone ante nuestros ojos al Dios eterno, que es
y existe desde siempre, pero que no es un monarca solitario y ensimismado, sino expresión, Palabra,
tensión comunicativa. Juan nos habla de un Dios lleno de fuerza y de poder, pero de un poder positivo,
creador, luminoso, que disipa las tinieblas de la nada, que, como dice también la carta a los Hebreos,
sostiene al universo con su palabra poderosa, y al establecer el ser de todo por medio de esa Palabra
eterna se comunica, se ofrece y busca entablar un diálogo.
El despliegue de poder divino nos lo presenta Juan en consciente contraste con el poder tal como lo
entendemos nosotros: el poder o los poderes del mundo. En este mundo ser poderoso significa ante
todo tener la capacidad de imponerse, amenazar y destruir, en último término, de matar. Por eso, el
poder es, al mismo tiempo, algo deseado y odiado: deseado para sí, pero odiado cuando lo tienen otros.
Hay un tono inevitable de oscuridad en estos poderes mundanos, por más que no estemos
irremediablemente condenados a usarlos sólo para el mal. Pero, y esta es la cuestión, si de verdad eres
poderoso, es necesario que se sepa que puedes, si quieres, arremeter destructivamente.
Nada de esto encontramos en la Omnipotencia divina que nos revela Juan, junto a la cual, desde el
principio (es decir, de manera esencial, radical, originaria e inseparable) está la Palabra creadora de
todo y, por lo tanto, destructiva de nada . Dios manifiesta paradójicamente su poder ilimitado y creador
en la capacidad de despojarse, en el movimiento de abajarse, de ponerse a nuestro nivel, de ofrecerse y
proponer un diálogo. Dios está empeñado en conversar con nosotros, lo ha intentado “en distintas
ocasiones y de muchas maneras”. Por fin, ha hablado de manera clara y directa, mandándonos no
misivas y emisarios, sino a su propio Hijo, su Palabra misma. Al asumir nuestra carne, nuestra
concreción humana, que es también nuestra limitación, Dios se hace definitivamente cercano y
accesible, pero también se hace débil y vulnerable. Dios asume riesgos para acercarse a nosotros
humanamente, y nos ofrece un diálogo al que podemos responder sólo libremente: aceptando o
rechazando. Podemos (este es nuestro poder) acoger o rechazar, abrir las puertas o expulsar de nuestro
territorio al Dios que viene con la mano tendida.
Muchos son los signos que dicen que, pese a venir a “los suyos”, éstos no lo han recibido, no lo
reciben, lo rechazan y expulsan. Así fue en tiempos de Jesús, así ha sido de múltiples formas a lo largo
de la historia, así está siendo también en nuestros días, en que con mil excusas, con buenas palabras
(políticamente correctas) o, también, con malos modos y violencia, no se quiere escuchar esta Palabra,
no se quiere aceptar esta mano de carne, no se quiere ver esta luz. Preferimos nuestro poder aparente,
poder destructivo y oscuro, que nos ofrece una seguridad engañosa pero que nos evita riesgos.
La Palabra poderosa por la que todo fue hecho se ha hecho niño, rostro, uno de los nuestros, se ha
hecho carne, carne débil y trémula, aterida, hambrienta, necesitada de unos brazos que la acojan (los
brazos de María, pero que también pueden ser los nuestros), y amenazada por manos que quieren
acallarla y suprimirla, ha sometido su poder benéfico al riesgo de los poderes oscuros de este mundo.
Sin embargo, la Palabra no se ha hecho carne en balde. Aunque encarnado, limitado, vulnerable y en
situación de riesgo, el poder de Dios no deja de ser un poder real, positivo, creador, luminoso,
comunicativo. Encuentra también eco, acogida y aceptación. Los que ven esta luz, tocan esta carne y
escuchan esta Palabra se encuentran participando del poder mismo de Dios: no de un poder político,
económico o militar, sino de ese poder propio de la Palabra por medio de la cual todo se ha hecho: es
el poder de ser hijos de Dios en el Hijo Jesucristo, Palabra encarnada. Es un poder que nos purifica,
nos renueva por dentro, nos devuelve la dignidad con la que Dios, en el principio creo todo muy bien,
muy bueno, y que nosotros hemos debilitado y manchado por el pecado. Los que hemos recibido este
poder por la fe y el bautismo adquirimos la capacidad, ni más ni menos, de actuar como el mismo
Dios, con su mismo poder: la capacidad de inclinarnos ante el necesitado, de abajarnos sin violencia,
de ir al encuentro y establecer un diálogo, de dar vida, dando la propia vida, de asumir riesgos sin
temor a las consecuencias. Los que acogen esta Palabra hecha carne participan del poder creador de
Dios que es el Amor, y por eso no se aíslan de los demás, sino que al contrario, se ponen en pie y van
al encuentro de todos para hacerles partícipes de la gran noticia, realizando en sí la luminosa profecía
de Isaías: “Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la
Buena Nueva”.
José María Vegas, cmf