Solemnidad de Santa María Madre de Dios
Lecturas : Num 6,22-27; S.66; Gal 4,4-7; Lc 2,16-21
Homilía: P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Por una familia cristiana
constructora de paz y felicidad
El comienzo del nuevo año pide naturalmente al
hombre de fe un examen y una renovación de su impulso
en cuanto a las responsabilidades de las que Dios un día
le pedirá cuentas. Se junta el deseo esperanzado y
renovado de felicidad. Otro deseo universal que aflora es
el de la paz; si falta, no puede haber felicidad. En este día
la Iglesia recuerda a todos la obligación de procurar la
paz, y el Papa en un mensaje al mundo reflexiona sobre
los medios necesarios, exhortando a empeñarse a
naciones, colectividades y personas. Además la Iglesia
celebra hoy dos misterios importantes que reúne en una
solemnidad: La maternidad divina de María y la
circuncisión e imposición del nombre a Jesús. Por fin
parece conveniente recordar también la fiesta de la
Sagrada Familia, que este año no ha podido ser celebrada
en domingo.
El hecho de ser la Madre de Dios es el privilegio
más importante de María. Dios la eligió para madre de su
Hijo al hacerse hombre. Ser la Madre de Dios es para
María la fuente de las demás prerrogativas: haber sido
concebida sin pecado, haber sido llena de gracia, haber
concebido virginalmente a Jesús, haber recibido el
encargo de ser la Madre de la Iglesia, la madre espiritual
de todos los creyentes, haber sido llevada en cuerpo y
alma al cielo tras acabar el tiempo de su vida mortal.
Ninguno de estos dones puede compararse en
importancia al de ser la Madre del mismo Dios. Por eso la
Iglesia la venera, se pone bajo su protección, sabe que en
el orden de la gracia es madre y fuente de esa gracia para
todos los creyentes, que no dejará de escuchar a todo el
que suplicante se dirija a ella, que dirige y allana a todos
el camino hacia Jesús.
Estos días en los misterios de la infancia de Jesús
tenemos los creyentes la experiencia clara de la gracia
que la presencia de María nos aporta para acercarnos y
adentrarnos en el amor de Jesús. Por el camino de María
viene Jesús al mundo; de brazos María lo reciben los
pastores y nosotros en el encuentro de Belén; en brazos
de María lo reconocen y adoran los magos; en casa de
María lo encuentran los habitantes de Nazaret; gracias a
la petición de María los esposos e invitados de Caná,
símbolo de la Iglesia, tienen el mejor vino; a María nos
confía Jesús en el Calvario purificados de los pecados; la
oración de María obtiene la mayor gracia del Espíritu
Santo en Pentecostés para todos los discípulos; estando
el niño en brazos de María, recibe en la circuncisión,
anuncio de su entrega redentora, el nombre de Jesús, que
significa “Dios salva” y anuncia haber venido para ser el
Salvador de los pecados del mundo.
Él nos trae la paz, Él hace de todos los hombres un
solo pueblo, Él los va a reunir en un solo rebaño y los
hará hermanos bajo un solo pastor. Él y sólo Él es el que
libera a los hombres del pecado, del dominio de Satanás y
de la soberbia, de la idolatría de la fuerza y del poder
egoísta, del odio de Caín por ser el primero, de la
disolución del amor fraterno por el egoísmo del
acaparamiento, de la incapacidad de perdonar y de pedir
perdón, de la impotencia para comprender que dar
felicidad y procurar el bien de mis hermanos es la mayor
y más pura fuente de la propia fidelidad, de la
incapacidad para de construir la paz.
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Demos gracias a Dios porque, gracias a la fe en
Cristo y a que su luz ha brillado y brilla en nuestros
corazones, nos bendice “concediéndonos su paz”, “por
Cristo nos ha reconciliado y dado la paz por la sangre de
su cruz” (Col 1,20). En nuestros corazones ha vuelto a
resonar el canto que oyeron los pastores. “Gloria a Dios
en el cielo y en la tierra paz a los hombres” (Lc 2,14).
“Paz al de lejos y paz al de cerca. Así dice el Seor” –lo
dice por Isaías profetizando la llegada de Jesús “el
príncipe de la paz”– (Is 57,19; 9,6). “Mi paz les dejo, mi
paz les doy; no como la da el mundo”, dice Jesús antes
de su pasin (Jn 14,27); “la paz sea con ustedes”, dice y
repite resucitado (Jn 20,19.21.26).
“Bienaventurados aquellos cuyo corazn tiene paz y
la dan a los demás, porque ellos serán hijos de Dios” (Mt
5,9). El Papa, que acentúa en su mensaje de este año la
exhortación a los jóvenes, hace notar también la
importancia de la acción de la familia cristiana para la paz
en la sociedad; podemos añadir que también para la paz
en los corazones. “Si hubieras atendido a mis mandatos,
sería tu paz como un río” –
dice el profeta Isaías al pueblo judío desterrado por sus
idolatrías y ya arrepentido (Is 48,18).
Un deseo expresado por el Papa con tanto interés
en un mensaje que se dirige al el mundo entero, tiene el
valor de expresarnos con especial claridad que se trata de
algo que Dios quiere hoy de su Iglesia y que lo va a
acompañar con gracias especiales para que se realice.
Que este año, pues, todos y cada uno, especialmente en
el seno de sus familias, se esfuerce en pedir con su
oración y en construir con su conducta una familia unida,
una familia en la que el cariño se expresa con palabras y
de obra, en que cada uno procura el bienestar del otro, en
que para lograrlo nadie ahorra los sacrificios diarios y
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necesarios, pequeños y grandes, en el que la alegría y la
felicidad van perfectamente unidos con la tolerancia y el
perdón. Una familia así es un don precioso para sus
miembros, para sus amigos, para la sociedad y para la
Iglesia. Hace visible, es una prueba de que Jesús vino y
está presente para salvar de los pecados y hacer hijos de
Dios.
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