II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
«Habla, que tu siervo te escucha.»
Los caminos del Señor son inescrutables.
La primera lectura y el Evangelio tienen en común el tema de la vocación en su
sentido más preciso: es Dios quien llama al hombre a seguirle de una manera
misteriosa; misteriosa y plural. En estos relatos vemos como la manera de llegar a
Dios y a Jesús es diferente y sorprendente: Elí, sumo sacerdote completamente
desprestigiado ante los ojos de Dios y de su pueblo, es el encargado de guiar al
gran profeta Samuel hacia la respuesta correcta para Dios, Juan el bautista es el
que señala a los que eran sus discípulos cual es el verdadero “Cordero de Dios” y
uno de ellos, Andrés, es el que va a buscar a su hermano Simón Pedro para llevarlo
ante Jesús. Si continuase el relato evangélico veríamos como se completa con la
vocación de Felipe, al que esta vez el propio Señor llama (Jn 1, 43) y finalmente
con la de Natanael que encuentra a Jesús por indicación de Felipe (Jn 1, 45). ¿De
qué nos está hablando esta variedad de situaciones? En primer lugar de que Dios se
sirve de infinitos caminos e incluso de caminos impensables para los hombres
(como es el caso de Elí) para manifestarse y seducir a los hombres. La vocación,
que es la llamada de Dios para todos los hombres a vivir en su plenitud, siempre
nace de Dios como un don, como un regalo, pero puede llegar a nosotros a través
de muchas mediaciones: un hermano (Andrés), una persona que admiramos
(Juan), nuestra comunidad de fe, nuestro trabajo o desde nuestras aspiraciones
más altas (la verdad o la belleza). Las mediaciones así no sólo se nos presentan
ocasionales sino necesarias para nuestro camino de fe. En definitiva tenemos que
afirmar que los caminos por los que Dios nos llama y entra en nuestra vida “son
inescrutables” (Rom 11, 33).
Conocer a Jesús es una experiencia vital.
Las lecturas de este domingo también nos hablan sobre cómo se conoce a Dios. El
conocimiento de Dios no es un mero acto intelectual sino un acto vital. No es una
actitud estática sino sobretodo dinámica. En primer lugar vemos como Samuel aun
“estar acostado en el templo, donde estaba el arca de Dios (…) no (le) conocía (…)
pues aún no le había sido revelada la palabra del Seor”. La proximidad física e
intelectual no implica el conocimiento, sino que éste sólo se da cuando el hombre
se pone en movimiento (se despierta) y se dispone a la escucha de la Palabra. Lo
mismo le sucede a los discípulos, que al acercarse a Cristo no le preguntan por su
identidad sino por donde vive. La respuesta de Jesús es el paradigma de la forma
de conocer a Dios “venid y veréis” (Jn 1, 39). La búsqueda de Dios es algo que ha
de implicar todas nuestras capacidades y todo nuestro ser. Ha de ser una
experiencia profunda que ponga en juego a la persona. En definitiva nos hemos de
jugar la vida para ganar la vida nueva que Cristo nos regala. Además es una
experiencia dinámica. Si nos fijamos en las dos lecturas cada vez que aparece Dios
o Jesús llamando al hombre implica un movimiento: un desplazamiento desde el
lugar donde estaba dormido (Samuel) o en reposo (los discípulos con Juan). Esto
nos esta hablando de que la única manera de conocer al Dios de Jesús es poniendo
en movimiento nuestras vidas para seguirle, olvidarnos de todas nuestras
estabilidades físicas, mentales y emocionales para estar abiertos a su mensaje; en
definitiva el ser unos peregrinos por la esperanza en este mundo hacia la plenitud
del Reino de Dios.
El encuentro con Jesús cambia nuestra identidad.
Hasta ahora hemos visto que implica esta llamada a la vocación cristiana, al
seguimiento de Jesús, por parte del hombre; pero ahora nos queda por analizar que
implica por parte de Dios. Jesús no sólo invitó a sus discípulos a permanecer con Él
sino que les dio una nueva vida y una nueva identidad. El caso paradigmático de
ello es Pedro. De él nos dice el evangelio que Jesús se le quedó mirando, lo
reconoció y le cambió el nombre (Jn 1, 42). Jesús, cuando nos acercamos hacia Él
para recorrer juntos el camino de la vida, nos trata de la misma forma. En primer
lugar nos mira fijamente y con cariño porque no le somos indiferentes. El camino
del discipulado no es el de una masa siguiendo a un líder mediático o carismático,
sino el de una comunidad viviendo y compartiendo con el Rabí su vida, su
enseñanza y su misión. En segundo lugar nos reconoce, nos llama por nuestro
nombre porque lo sabe, conoce nuestra historia, nuestras debilidades y nuestros
miedos y aún así no tiene reparo en llamarnos y confiar en nosotros. Por último nos
da una nueva identidad: a Simón le llamó Cefas y a cada uno de nosotros nos da
para empezar la nueva identidad de ser hijos de Dios, hermanos en Cristo y
templos del Espíritu Santo como nos recordaba hoy san Pablo. Una nueva identidad
que no anula nuestra antigua identidad, como sería el caso de una secta, sino que
la lleva a la plenitud. Pero este nuevo nombre no es sólo algo propio sino que
implica una misión, un papel en el plan de Dios para con los hombres. Pedro es
llamado así no slo por capricho sino porque “sobre esta piedra construiré mi
Iglesia” (Mt 16, 18).
Todos tenemos un nombre y una misión para la obra de Dios en el mundo.
Descubrirlo es una de las mayores aventuras de amor que implica la vocación
cristiana. Sólo de Dios nos viene este nuevo nombre porque sólo de Dios nos viene
la vida en plenitud. Además estas lecturas nos ayudan a recordar que todos somos
prescindibles para los planes de los hombres, pero ninguno de nosotros somos
prescindible para los planes de Dios.
Fr. Alejandro López Ribao O.P.
Real convento de Predicadores (Valencia)