Domingo II Ordinario del ciclo B.
1. Comentario de la primera lectura (1 SAM. 3, 3b-10. 19).
Estimados hermanos y amigos:
En la primera lectura correspondiente a la Eucaristía que estamos celebrando,
vemos cómo Dios se le reveló a Samuel sin que éste le conociera. En el citado
profeta se cumple el siguiente texto de los Salmos, que nos hace pensar que Dios
nos ha destinado a alcanzar la plenitud de la dicha, viviendo en su presencia:
"Sí, tú del vientre me sacaste,
me diste confianza a los pechos de mi madre;
a ti fui entregado cuando salí del seno,
desde el vientre de mi madre eres tú mi Dios" (SAL. 22, 10-11).
¿Sentimos que Dios nos ha destinado a que alcancemos la plenitud de la dicha
viviendo en su presencia?
¿ES nuestro mayor anhelo vivir en la presencia del Dios Uno y Trino, no sólo en
su Reino de amor y paz, sino también en este mundo, en que muchos pierden la fe,
por causa de las injusticias que les impiden realizarse personalmente?
En el texto del primer libro bíblico de Samuel que estamos considerando, Dios,
además de manifestársele a su profeta, puso también a prueba a su siervo Elí,
quien, después de comprender que el niño Samuel había tenido una revelación
divina, le enseñó la forma en que tenía que ponerse en la presencia de Dios,
diciéndole a Nuestro Padre común:
"Habla, Yahveh, que tu siervo escucha" (CF. 1 SAM. 3, 9).
Para los hebreos, el hecho de conocer el nombre de una persona, significaba
tener un gran conocimiento, e incluso poder sobre la misma. Samuel era un niño
desconocedor de Dios, quien tenía que pronunciar el Nombre divino, indicando así
su total disponibilidad, a obedecer al Creador del Universo.
Las palabras que Elí le enseñó a Samuel para que pudiera dirigirse a Dios,
deberían ser utilizadas por nosotros, quienes no llamamos a Dios por su Nombre,
porque lo llamamos Padre, pues El es el Padre nuestro, a quien Jesús nos enseñó a
dirigirnos, cuando nos enseñó la más bella y completa oración de cuantas existen,
el Padre nuestro.
¿Vivimos pruebas que creemos insuperables?
¿Nos agobian las enfermedades, las desavenencias familiares, las deudas y otros
problemas?
Digámosle a Dios:
"Habla, Padre Santo, que tu siervo escucha".
No le digamos a Dios que somos sus esclavos, pues queremos servirlo en
nuestros prójimos los hombres, no por obligación, sino, libre y gustosamente.
Si estamos dispuestos a escuchar la Palabra de Dios, dispongámonos a aceptar el
cumplimiento de su voluntad en nuestra vida, porque ello es lo mejor que podemos
hacer.
Si nos disponemos a hacer de nuestra vida lo que Dios desee, nos sucederá lo
que le aconteció a Samuel, por aceptar la Palabra de Dios, y cumplir la voluntad de
Yahveh.
"Samuel crecía, Yahveh estaba con él y no dejó caer en tierra ninguna de sus
palabras" (1 SAM. 3, 19).
Dispongámonos a crecer espiritualmente imitando la obediencia de Samuel para
con Dios.
Si nos disponemos a cumplir la voluntad del Dios Uno y Trino, por más que
prediquemos y seamos un buen ejemplo, y creamos que ello no estimula ni a
nuestros familiares para que se cristianicen, no nos desanimemos, y sigamos
haciendo el bien y predicando con más ilusión que nunca, porque Dios hará que
nuestros esfuerzos y palabras no sean inútiles. Esta es la razón por la que San
Pablo le escribió a su fiel colaborador Timoteo:
"En presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos y
que ha de manifestarse como rey, te suplico encarecidamente: proclama el
mensaje (la Palabra de Dios) e insiste en todo momento, tanto si gusta como si no
gusta. Argumenta, reprende, exhorta, echando mano de toda tu paciencia y tu
competencia en enseñar" (1 TIM. 4, 1-2).
Obviamente, no podemos obligar a nadie a creer en Dios a la fuerza, pero no
existe ninguna causa que nos impida intentar ser un buen ejemplo para quienes
nos conocen. San Pablo nos insta a que busquemos la forma de llegar a la gente de
nuestro tiempo, a la que, aunque acusamos de ser muy secularista, quizá no
pensamos que no cree en Dios por nuestra culpa, porque no somos tan buenos
predicadores como se requiere de nosotros. Si queremos tener credibilidad ante el
mundo como evangelizadores, tenemos que ser muy humildes y sinceros, y no
hacer a nadie creyente a la fuerza, porque es el Espíritu Santo quien tiene el poder
de convertir a nuestros oyentes -y lectores- al Evangelio de salvación.
2. Comentario del Salmo responsorial (SAL. 39/40, 2 y 4ab. 7. 8-9. 10).
Meditemos el contenido de la primera lectura de la Eucaristía que estamos
celebrando, a la luz que nos transmite el Salmo responsorial, mientras recordamos
cómo nos convertimos al Señor.
"Yo esperaba con ansia al Señor:
se inclinó y oyó mi grito de auxilio" (SAL. 39/40, 2).
El Salmista no se acercó a Dios porque tenía curiosidad por conocer su Palabra,
así pues, en su oración, exclamó que esperaba con ansia la manifestación del
Señor.
¿Ansiamos nosotros vivir en la presencia del Dios Uno y Trino?
¿Con qué propósito nos hemos acercado a Dios?
¿Nos ayuda la religión a crecer espiritualmente, o nos aprovechamos de la misma
para enriquecernos económicamente?
El Salmista no dice que Dios escuchó sus súplicas desde el cielo cuando sufría,
sino que se inclinó a escucharlo. Este hecho me hace recordar un día en que, para
consolar a una niña pequeña que se sentía muy triste, me arrodillé, puse mi rostro
a la altura de su cara, y jugué con ella. Muchos predicadores se valen de la imagen
del Dios justiciero para asustar a sus creyentes para que se acerquen a dios por
miedo a ser condenados en el infierno, pero Jesús, viendo cómo antiguos profetas
habían fracasado llevando a cabo esa práctica, les contó a sus oyentes parábolas
como la del Buen Pastor que deja noventa y nueve de sus ovejas en un lugar
seguro y busca a la que se le pierde, y la del hijo pródigo, que, aunque malgastó la
parte que le tocó de la herencia de su padre, éste lo perdonó, porque le importaba
más su descendiente, que el dinero que aquél despilfarró.
"Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre las rocas y aseguró mis pasos" (SAL. 39/40, 3).
Cuando Dios nos ayuda a vencer las dificultades que caracterizan nuestra vida, si
le agradecemos el bien que nos ha hecho, le dejamos que afiance nuestros pasos.
El Señor es para nosotros la única roca salvadora que existe. Si creemos en El, le
dejaremos que nos impulse a cumplir su voluntad que consiste en hacernos
plenamente felices, por obra del Espíritu Santo.
"Me puso en la boca un canto nuevo de alabanza a nuestro Dios.
Muchos al verlo quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor" (SAL. 39/40, 4).
Dado que le agradecemos a Dios el bien que nos ha hecho, tanto al redimirnos
por medio de la Pasión, muerte y Resurrección de Jesús, como durante los años que
hemos vivido, el Espíritu Santo nos inspira las oraciones que le agradan al Dios Uno
y Trino.
No siempre que predicamos o hacemos una buena obra conseguimos convertir a
alguien al Señor, pero hay casos en que, aunque la gente se niega a creer en Dios,
no puede ocultar que nuestra religión es buena. Recuerdo un caso que conocí por
medio de una señora no creyente, quien me habló de una mujer que, después de
ver morir a una hija que le nació cuando tenía en torno a cincuenta años, se hizo
cristiana, y en su barrio los vecinos se admiraban, porque se la veía más feliz que
nunca. Según la citada señora, en su barrio nadie quería cristianizarse, pero todos
se admiraban del profundo cambio que observaron en su vecina.
Cuando nos convertimos al Evangelio, adoptamos el ideal de imitar a Jesús, quien
le dijo a Nuestro Santo Padre, por medio del siguiente texto:
"Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y, en cambio, me abriste el oído;
no pides holocaustos ni sacrificios expiatorios" (SAL. 39/40, 7).
Dios no quiere que le ofrezcamos sacrificios ni ofrendas que no nos sirvan para
aumentar la fe que tenemos en El. De nada nos sirve dejarnos crucificar el Viernes
Santo para sentir el dolor que padeció Nuestro Salvador, si no adoptamos el
compromiso de cumplir la voluntad divina.
Dios no quiere que hagamos de nuestra religiosidad una obra teatral ni que
cumplamos sus Mandamientos como si fuéramos ordenadores, -es decir,
mecánicamente-, pero sí quiere abrir nuestros oídos, para que escuchemos su
Palabra.
"Entonces yo digo: "Aquí estoy",
porque está escrito en el libro que cumpla tu voluntad.
Dios mío, lo quiero, llevo tu ley en las entrañas" (SAL. 39/40, 8-9).
¿Llevamos en nuestros corazones grabados los Mandamientos del Señor?
¿Deseamos cumplir la voluntad de Nuestro Santo Padre?
Si respondemos afirmativamente las preguntas que nos hemos planteado,
prestémosle atención al siguiente versículo del Salmo responsorial:
"He proclamado que eres justo en la gran asamblea,
no he cerrado los labios; Señor, tú lo sabes" (SAL. 39/40, 10).
Pidámosle al Señor que nos conciencie de la necesidad de predicadores y de
almas bienhechoras existente en el mundo, y que el Espíritu Santo nos impulse a
cumplir la voluntad de Nuestro Santo Padre.
3. Comentario de la segunda lectura (1 COR. 6, 13c-15a. 17-20).
En la Biblia, la relación existente entre Dios y sus creyentes, es equiparada a una
relación matrimonial, caracterizada por el amor, el respeto y la fidelidad.
Dado que la fornicación es contraria al matrimonio caracterizado por una relación
que podemos considerar vitalicia desde el momento en que se contrae, la misma se
asocia con toda clase de pecados, con tal de que los creyentes comprendan el error
que cometen quienes mantienen relaciones sexuales sin estar casados.
Nuestro cuerpo no ha sido creado para que nos hundamos en el pozo del pecado,
sino para que glorifiquemos a Dios.
Si servimos al Señor, la expresión paulina de que el Señor es para el cuerpo (CF.
1 COR. 6, 13), significa que El nos revestirá de inmortalidad, cuando concluya la
instauración de su Reino entre nosotros.
Nuestros cuerpos son miembros de Cristo en términos espirituales. Todos los
hijos de la Iglesia formamos un mismo cuerpo espiritual, así pues, esta es la razón
por la que quienes pecan, no sólo ofenden a Dios, sino que también ensucian la
imagen de la Iglesia. Este es el hecho por el que el Sacramento de la Reconciliación
-o Penitencia- nos reconcilia tanto con Dios como con la fundación de Cristo.
No nos pertenecemos, porque, por su Pasión, muerte y Resurrección, Cristo nos
rescató del mundo del pecado, por lo que somos el pueblo de su propiedad
personal, y por ello debemos ambicionar la pureza, porque, ninguna persona ni
ninguna cosa que le pertenezca a Dios, puede tener relación alguna con el pecado.
4. Comentario del Evangelio (JN. 1, 35-42).
La primera lección que nos transmite el texto evangélico que meditamos en esta
celebración eucarística, es la humildad ejemplar de San Juan el Bautista, quien no
predicaba para aprovecharse de sus conocimientos religiosos para obtener bienes
materiales, sino para preparar a sus oyentes para que recibieran a Jesús, una vez
que el Hijo de Dios y María comenzara su Ministerio público.
San Juan llamó a Jesús Cordero de Dios, porque Nuestro Salvador es la víctima
sacrificial profetizada por Isaías, que, por someterse totalmente a Yahveh, nos
obtuvo la filiación divina, por medio de su Pasión, muerte y Resurrección.
En un mundo en que hay gente que no tiene escrúpulos a la hora de no respetar
los derechos de nadie para intentar destacar, llama la atención la forma tan fina en
que hilaba San Juan el Bautista, para conseguir que sus discípulos, gradualmente,
se separaran de él, y se vincularan a Jesús, así pues, los Santos Juan y Andrés,
embargados por el misterio de conocer al Hombre de quien su maestro les dijo que
era el Cordero de Dios, siguieron al Mesías para conocerlo, y, cuando Jesús les
demostró su amistad para con ellos, no se separaron de El.
Cuando Jesús se percató de que los citados discípulos del Bautista lo seguían, les
preguntó qué querían, y ellos le respondieron con otra pregunta: ¿Dónde vives?
Obviamente, Juan y Andrés no querían saber dónde moraba aquel misterioso
Hombre, sino conocer su pensamiento, Su forma de proceder y los hábitos que lo
caracterizaban.
¿Conocemos a Jesús?
¿Sabemos cuál es la opinión del Señor, no sólo de los hechos que acontecían en
su tiempo, sino también de los acontecimientos que vivimos en la actualidad?
¿Sabemos lo que haría Jesús si tuviera el poder que muchos tienen en la
actualidad, o si fuera víctima del egoísmo que infecta el mundo de miseria?
Jesús respondió la pregunta que le hicieron los discípulos del Bautista,
diciéndoles: "Venid a verlo".
¿Sabemos dónde podemos encontrarnos espiritualmente con el Señor?
¿Sabemos que, aunque todos somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo que
es la Iglesia, Jesús se manifiesta especialmente en quienes viven la experiencia del
efecto del mal, la traición, el hambre y las enfermedades?
¿Qué podemos hacer para saber dónde vive Jesús, es decir, para conocer
profundamente a Nuestro Salvador?
Podemos encontrar a Jesús por medio del estudio de la Biblia y los documentos
de la Iglesia.
Podemos encontrar a Jesús en las circunstancias sociales que caracterizan el
entorno en que vivimos, e incluso en nuestras vivencias cotidianas.
Podemos encontrar a Jesús haciendo el bien, imitando la conducta de Nuestro
Señor.
Podemos encontrar a Jesús imitando la forma en que Nuestro Salvador oraba
fervientemente, teniendo la plena seguridad de que Nuestro Santo Padre escuchaba
sus oraciones.
Si sabemos dónde y cómo podemos encontrar a Jesús, ¿hemos empezado a dar
los pasos oportunos para conocer al Señor, con la pretensión de que su ideal de
vida caracterice nuestra existencia?
San Juan nunca se olvidó de que se encontró con Jesús a la hora décima, es
decir, a las cuatro de la tarde, porque, esa hora, tiene un simbolismo, que vamos a
considerar a continuación.
Para los israelitas, el día constaba de doce horas, desde las siete de la mañana,
hasta las siete de la tarde, y, en verano, se prolongaba unas horas más.
Las horas del día, tienen su simbolismo, si se relacionan con la historia de la
salvación. La hora décima, por ser una de las últimas horas del día, indicaba que se
acercaba el día de la fundación de la Iglesia, en que el Cristianismo sería la nueva
religión de Dios, y se diferenciaría del Judaísmo, principalmente, en la predicación
de la idea de que la salvación, aunque tiene su vinculación con las obras que
hacemos, -siempre que las mismas no estén caracterizadas por intereses egoístas-,
procede de la fe que tenemos en Dios.
Cuando Andrés se encontró con su hermano Simón, -a quien Jesús llamó Pedro,
indicándole la misión que tenía que desempeñar en el futuro-, le dijo que habían
encontrado al Mesías, es decir, al Ungido por Dios, para consumar la salvación de
su pueblo.
¿Predicamos el Evangelio con entusiasmo, o sólo asistimos a la Eucaristía
dominical por costumbre, o por miedo a que nos lleven al infierno?
Para los hermanos de raza de Jesús, su nombre, describía la misión que tenían
que llevar a cabo en la vida. El nombre de Pedro, es indicativo de la misión que
realizó el primer Papa de la Iglesia Católica, de ser otro Cristo en el mundo, la
piedra sobre la que fue edificada la fundación de Nuestro Salvador.
Concluyamos esta meditación, pidiéndole a Nuestro Santo Padre celestial, que
nos haga buenos seguidores de Jesús, porque, el cumplimiento de su voluntad, es
la vía que nos conduce, a alcanzar la plenitud de la felicidad.
José Portillo Pérez