II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Hemos encontrado al Mesías
Antes de reanudar la lectura continua del evangelio de Marcos durante los
domingos este año, la liturgia católica nos ofrece un relato de encuentro de los
discípulos con el Señor, tomado del comienzo del evangelio de Juan, que anticipa
en cierto modo todo lo que a lo largo del año iremos descubriendo en Jesús, a
saber, que él es maestro, el Mesías, el Cordero de Dios y al mismo tiempo nos
revela que el verdadero discípulo es el que encuentra a Jesús, lo reconoce y pone
su vida íntegramente a disposición de Jesús. Las tres lecturas desarrollan alguno de
estos aspectos.
El texto evangélico (Jn 1,35-42) es un relato de vocación-testimonio que revela el
descubrimiento que hacen los discípulos de la persona de Jesús. La comprensión de
la identidad de Jesús se irá desvelando poco a poco a lo largo de todo el Evangelio,
a partir de la contemplación de sus obras y palabras, y especialmente a partir de su
muerte en Cruz y su Resurrección. El evangelista Juan, sin embargo, no espera
hasta el final para mostrar lo que los discípulos percibieron y encontraron en Jesús,
componiendo una escena entrañable. El bautista presenta a Jesús como el Cordero
de Dios, del cual había dicho antes que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Jesús
se ha sumergido con su bautismo en el mundo del pecado para cargar con el
pecado, destruirlo con su muerte y vencerlo para siempre con su vida. Es preciso
que tomemos conciencia de que Jesús es quien quita verdaderamente el pecado del
mundo, todo pecado de este mundo, desde el pecado más personal al más
estructural, puesto que todo pecado aniquila al ser humano. La envidia, el egoísmo,
la avaricia, la lujuria, todos los pecados capitales generan corrupción, violencia,
mentira, injusticia y desigualdad, son la causa última de la crisis económica que
arrasa como u n ciclón el mundo desarrollado y sostiene en la pobreza a sectores
inmensos de la población del mundo, provocando de mil maneras la eliminación y la
muerte de personas. Mostrar a Jesús para seguir detrás de él como verdaderos
discípulos es lo que hemos de hacer en nuestra Iglesia para encontrar caminos
nuevos de convivencia, de justicia y de fraternidad.
Pero para conocer a Jesús no basta con tener noticia de él sino que es preciso
conocerlo a fondo, conviviendo con él, compartiendo su palabra y su mesa, pasando
el tiempo con él y comprobando, desde la experiencia de la relación viva y cordial
con él y con su evangelio, que él es el Mesías, el que tenía que venir, el que tiene
capacidad para cambiar el rumbo de las personas y orientarlas hacia una vida
diferente como le pasó a Simón, a quien, con el cambio de nombre le da otra
misión. Pues así ha de ser la vida de todo discípulo tras el encuentro profundo de su
persona con Jesús.
En la primera lectura (1Sm 3,3b-10.19) tenemos otro relato formidable de
vocación, la de Samuel, a la vida profética. Estructurado literariamente en cuatro
momentos, la escena de la vocación de Samuel es una narración dramática de
emoción y de misterio, a la altura de un contenido extraordinario. Con la vocación
de Samuel nace el profetismo y surge a través de un diálogo misterioso entre Dios
y un joven, Samuel, cuya voz se convertirá en presencia viva de Dios en la historia.
La respuesta última de Samuel, ayudado por Elí, es la de la plena disponibilidad al
Señor que le habla para ser su voz crítica y constructiva en medio de su pueblo.
Con Samuel se produjo un cambio social y estructural en Israel, pues él fue el
último de los jueces que dio paso a la monarquía. Los dos primeros reyes (Saúl y
David) son ungidos por Samuel. El profetismo implica que a partir de ese momento
toda la vida y las instituciones del pueblo de Israel estarán orientadas por la
palabra de Dios. ¡Qué necesidad tenemos hoy en el mundo de nuevos profetas, que
acojan, escuchen y proclamen la Palabra de Dios afrontando e interpretando desde
la fe los graves problemas de la humanidad! ¡Ojalá surjan voces proféticas que
iluminen con esperanza en medio de la gran crisis económica de Europa el
advenimiento de un nuevo sistema social y económico donde el ser humano y el
desarrollo de los valores que lo dignifican, sean pilares de una nueva fase histórica!
Los deseos podemos convertirlos en oración, para que se haga sólo la voluntad de
Dios, y los últimos de la tierra, los que sufren y los pobres encuentren los senderos
de la esperanza en los cuales debemos estar, comprometidos por la verdad y la
justicia, los discípulos y profetas de Jesús.
Un apartado especial merece también la lectura paulina (1Cor 6,13c-15a.17-20),
que está centrada en la transformación personal que lleva consigo la vinculación y
la pertenencia al cuerpo de Cristo. El cuerpo humano es la persona en toda su
integridad, vista desde su capacidad de relación con los demás. El cuerpo es el “yo”
que se comunica, que está en relación con los otros. Y dado que desde el bautismo
ya estamos vinculados a la persona de Cristo, nuestra identidad personal, nuestro
cuerpo y nuestras relaciones personales deben estar impregnadas por el Espíritu de
Cristo que habita en nosotros. Por eso la vocación cristiana más profunda es la de
vivir en el amor. Como el cuerpo de Cristo es un cuerpo de amor, un cuerpo que se
entrega y que se hace don para los demás y por los demás. Es el Cuerpo
eucarístico: “Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros” (Lc 22,10). Desde esta
perspectiva de amor y de donación no cabe en la existencia cristiana una vida de
lujuria. La intimidad más profunda y misteriosa del cuerpo humano en su dimensión
relacional es la sexualidad, que, desde la pertenencia mutua, del cuerpo al Señor y
del Señor al cuerpo, está llamada a vivirse como donación y entrega en el amor
más gratuito, desinteresado y auténtico, y que es el mismo que el amor eucarístico.
Por eso todo comportamiento sexual que no tenga como motivo y como objetivo la
vivencia del amor, de la donación íntegra de la persona en el respeto y
agradecimiento al otro como un don que pertenece a Dios, es porneia , lujuria,
inmoralidad, es decir, uso, abuso, instrumentalización egoísta, explotación y
cosificación de la persona, de la otra persona y de su intimidad, que distan mucho
de la gran vocación cristiana y eucarística a la que hemos sido llamados. También
en este ámbito hemos de ser auténticos discípulos y profetas que iluminen la
realidad preciosa de la sexualidad desde el amor de Cristo.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura