Domingo III Ordinario del ciclo B.
Dios, amor y justicia.
El Sacramento de la Penitencia.
Estimados hermanos y amigos:
La interpretación de la primera lectura de la Eucaristía que estamos celebrando,
es muy polémica para nosotros. Entre los cristianos, hay quienes piensan que Dios
es un Juez implacable que nos vigila estrechamente para condenarnos en el infierno
cuando incumplamos el menos grave de sus preceptos. Por el contrario, otros
imaginan que Dios nos ama ciegamente, hasta llegar a olvidar la aplicación de su
justicia con respecto a nuestros pecados. Precisamente, muchas religiones
denominadas protestantes, predican esta segunda idea, de manera que muchos de
sus seguidores creen que Dios no les hará justicia por mucho que pequen, porque,
al estar bautizados, se consideran salvos. Tales hermanos nuestros ignoran que,
aunque estemos bautizados, si incumplimos la voluntad de Dios, El deja de ser
nuestro Padre, por cuanto le desobedecemos consciente y libremente.
¿De qué nos sirve creer en un Dios que no se diferencia de los hombres, en el
sentido de que sólo considera como amigos a quienes se someten a El?
En todas las sociedades existen unas normas que hacen posible el hecho de que
quienes las constituyen vivan en armonía. Los Mandamientos de Dios son de
obligado cumplimiento para sus hijos, pero ello no sucede porque Nuestro Padre
común no se diferencia de los hombres que actúan sin escrúpulos para alcanzar el
máximo poder, sino porque, los citados Mandamientos, nos facilitan la convivencia,
y nos impulsan a encontrar la plenitud de la felicidad.
Pocos meses después de que Moisés liberó a los hebreos de la esclavitud en
Egipto, Dios le dio a su profeta un decálogo de Mandamientos que tenían que ser
cumplidos por sus fieles, los cuales aún siguen en vigencia tanto para los judíos
como para los cristianos, con la diferencia de que estos últimos creen que el
cumplimiento de los mismos no es un fin para alcanzar la salvación, aunque es
necesario, porque es el camino que recorren para cumplir la voluntad de Nuestro
Santo Padre.
¿Cómo puede Dios amarnos y aplicarnos su justicia al mismo tiempo?
La justicia de Dios tiene el fin de corregir la maldad de los hombres, así pues, los
castigos divinos no han de ser vistos como manifestaciones del odio del Creador del
universo a sus hijos. Dios no nos corrige para manifestarnos su odio, sino para
perfeccionarnos, pues todos conocemos el valor redentor que tiene el dolor, cuyo
significado no puedo exponer en esta meditación, para evitar extenderme
demasiado en la presente exposición.
Quienes consideran a Dios como un verdugo sediento de sangre que nos vigila
obsesivamente buscando razones para condenarnos en nuestros incumplimientos
de su Ley, no deben olvidar que, aunque se nos ha enseñado que el pecado original
de nuestros ancestros nos separó de nuestro Padre común, Nuestro Santo Creador
nos amaba antes de que Jesús diera su vida en la cruz para demostrarnos el amor
con que Yahveh nos acoge en su presencia. Tengamos por cierto que, si Nuestro
Padre celestial no nos hubiera amado antes de que Nuestro Salvador fuera
crucificado, no hubiera permitido jamás el sacrificio de su Unigénito. Esta es la
razón por la que el Mesías -o Cristo- dijo en cierta ocasión:
"Tanto amó Dios al mundo, que no dudó en entregarle a su Hijo único, para que
todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Pues no envió Dios a
su Hijo para dictar sentencia de condenación contra el mundo, sino para que por
medio de él se salve el mundo" (JN. 3, 16-17).
Aunque Dios nos ama porque somos sus hijos, y por causa del citado amor nos
perdona cuando nos arrepentimos sinceramente de incumplir los Mandamientos de
su Ley, no hemos de entender que el arrepentimiento correcto ha de ser
únicamente un deseo de no volver a llevar a cabo las obras que nos hemos
arrepentido de hacer, pues también es la adopción del propósito de rehusar todas
las oportunidades de pecar que tengamos. De nada le sirve a un asesino
arrepentirse de cometer un crimen si desea ser acepto por Dios, si después de ser
perdonado por Nuestro Padre común, comete un robo.
Dios nos perdona los incumplimientos de sus Mandamientos porque nos ama,
pero, para que nuestro arrepentimiento sea veraz, y alcancemos su perfección, -en
conformidad con las posibilidades que tenemos de alcanzar tan loable fin-, Nuestro
Señor Jesucristo, instituyó el Sacramento de la Penitencia. Recordemos el texto
evangélico de la institución del citado Sacramento.
"Aquel mismo domingo por la tarde estaban reunidos los discípulos en una casa,
con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos. Se presentó Jesús en medio
de ellos y les dijo: -La paz esté con vosotros. Y les enseñó las manos y el costado.
Los discípulos, al verle, se llenaron de alegría. Jesús volvió a decirles: -La paz esté
con vosotros. Y añadió: -Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros.
Sopló sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los
pecados, les quedarán perdonados; a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin
perdonar" (JN. 20, 19-23).
Jesús quiso que sus Apóstoles recibieran los dones del Espíritu Santo, para que
gobernaran la Iglesia bajo la inspiración de la tercera Persona de la Santísima
Trinidad, para que, en la fundación de Cristo, nunca dejara de cumplirse la voluntad
de Dios.
La voluntad de Dios consiste en que creamos en Jesús e imitemos a Nuestro
Señor, a pesar de las imperfecciones que nos impiden igualarnos al Unigénito de
Yahveh.
Debemos cumplir la voluntad de Dios evitando que la paz desaparezca de nuestro
interior, para que ninguna contrariedad nos impida obedecer ciegamente a Nuestro
Santo Padre.
Al ser Dios, Jesús puede servirse del medio que considere más apropiado para
perdonarnos los pecados, así pues, El se vale para tal fin de sus ministros, a pesar
de la humana imperfección que caracteriza a los tales.
El Sacramento de la Penitencia se convirtió en una tabla de salvación para
muchos fieles de la Ilesia de los primeros siglos, aunque la recepción del mismo se
limitó mucho para no convertir el citado Sacramento en un acto teatral.
Es cierto que la forma en que se recibe el Sacramento de la Penitencia
actualmente no se practicaba en los inicios de la Iglesia, pero, aunque la misma es
muy polémica, porque es más fácil hacer una confesión general que relatarle los
pecados al sacerdote confesor, no podemos negar que tiene un carácter terapéutico
que motiva a los creyentes a confesarse, lo cuál creo que debe ser aprovechado por
los ministros, para hacer que los penitentes valoren el perdón divino.
De alguna manera, la confesión de los pecados es practicada en muchas
religiones, -especialmente en aquellas cuyos líderes controlan mentalmente a sus
fieles para explotarlos económicamente-, aunque dicha costumbre tiene diferentes
nombres, para que no pueda ser asociada con el Sacramento católico sobre el que
estamos reflexionando.
La penitencia y la conversión tienen la misión de acrecentar nuestra fe en Dios, y,
por consiguiente, de acercarnos a Nuestro Padre común. Esta es la causa por la que
tanto el Adviento como la Cuaresma son los tiempos penitenciales fuertes del año,
en que la Iglesia nos invita a profundizar en nuestra relación con el Dios Uno y
Trino, con tal de que aumentemos el deseo que tenemos de vivir en la presencia de
Nuestro Padre común.
A partir del próximo veintidós de febrero, -el día en que empezaremos a vivir el
tiempo de Cuaresma-, meditaremos con frecuencia el siguiente texto de San Pablo:
"Por tanto, el que está en Cristo (el que se vincula espiritualmente al Señor
Jesús), es una nueva creación; pasó lo viejo (el creyente se deja redimir
renunciando al pecado), todo es nuevo (el cristiano que se vincula a Jesús se hace
una nueva criatura). Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo
y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios
reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los
hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues,
embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre
de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2 COR. 5, 17-20).
San Pablo nos demuestra con gran claridad que Jesús quiere perdonarnos los
pecados que cometemos por mediación de sus ministros, tal como acabamos de
recordar.
A lo largo de la Historia, se ha entendido la penitencia de diferentes formas. Tal
como recordamos anteriormente, en los primeros siglos de existencia de nuestra
Santa Madre la Iglesia, se limitó mucho la recepción del citado Sacramento, para
evitar lo que sucede actualmente en muchos casos, en que es tomado como una
representación teatral de Adviento y Cuaresma, o como la asistencia a la consulta
de un psicólogo, donde, más que el perdón de Dios, se busca, por parte de los
penitentes, tranquilizar sus conciencias, o fortalecer sus almas heridas, por sus
circunstancias vitales.
Hubo un tiempo en que la Iglesia estableció por medio de diferentes Concilios
distintos tipos de penitencias para corregir las dessviaciones en que podían caer los
creyentes, pero muchos de los tales aplazaban el cumplimiento de las mismas
hasta que calculaban que se acercaba el fin de su vida mortal, con la esperanza de
que ello les sirviera para alcanzar la vida eterna. Desgraciadamente, muchos de
nuestros hermanos se han sometido al cumplimiento de la voluntad de Dios, pero
no lo han hecho por amor a Nuestro Santo Padre, sino por el interés de alcanzar
favores terrenales, o la salvación.
Los ciclos penitenciales han requerido en muchas ocasiones de los penitentes que
demuestren su fe para ser dignos de pertenecer a la Iglesia, pues el estado de
pecado se ha visto como símbolo de enemistad, tanto con Dios, como con los hijos
de la fundación de Cristo. Esta severa conducta eclesiástica que es juzgada por
muchos como fanática, que caracteriza a otras religiones cristianas que también la
practican, tiene la intención de lograr que, quienes se acercan a Dios, lo hagan con
el deseo de ser santificados por Nuestro Padre común. Tengamos en cuenta que el
bien que hacen muchos cristianos pasa ante la sociedad desapercibidamente, pero,
los pecados de un sólo creyente, atentan gravemente contra la imagen de todos los
hijos de la Iglesia.
La confesión privada, -tal como se efectúa en nuestro tiempo-, empezó a llevarse
a cabo en las islas británicas, así pues, fue en Irlanda donde más empezó a
celebrarse el Sacramento de la Penitencia, siguiendo esta práctica, que se extendió
rápidamente por Europa. Dado que dicho Sacramento sólo se podía recibir una vez
en la vida, ello les sirvió a muchos creyentes como pretexto para aplazar el
cumplimiento de la penitencia que se les imponía, -como recordamos
anteriormente-, hasta que veían que se acercaba el día de su fallecimiento. Cada
pecado tenía asignada una penitencia, la cuál perseguía el objetivo de que no se
entendiera el Sacramento de la Penitencia como lo ven muchos creyentes en la
actualidad, que piensan que poco importa pecar, porque, cuando necesiten ser
tranquilizados, les basta hablar con su sacerdote confesor.
Los manuales que conocemos en la actualidad que son utilizados para examinar
las conciencias de quienes desean confesarse mediante largos interrogatorios,
están inspirados en libros de preguntas que no tardaron muchos siglos en ser
utilizados a partir de la fundación de la Iglesia. Tales libros ayudan a los penitentes
a elaborar una lista de sus pecados bastante exaustiva, lo cual no debe servirles
para pensar que son irremediables y que no merecen ser perdonados porque su
valor es el de la Sangre de Cristo, pues tienen el propósito de ayudarles a que se
examinen en oración, para que tengan un gran deseo de someterse al
cumplimiento de la voluntad de Dios, para poder alcanzar la santidad.
Los citados cuestionarios también tienen el propósito de recordarles a los
creyentes, -aunque los lean sin el propósito de confesarse-, que no deben relajarse
a la hora de cumplir la voluntad de Dios, porque, cuanto menos se esfuerzan en
estudiar la Palabra de dios y los documentos de la Iglesia, en hacer el bien
poniendo en práctica lo aprendido mediante su ciclo de formación vital, y mediante
la oración, más se debilita su fe, sin que se percaten de esta realidad,
probablemente, hasta que los afecta el sufrimiento, y se dan cuenta de que han
dejado de creer en Dios.
Los citados libros son una ayuda para que los creyentes puedan comprobar si su
forma de pensar y proceder es característica de los hijos de la fundación de Cristo,
así pues, entre los siglos III y VII, sirvieron para corregir las desviaciones heréticas
que afectaron la espiritualidad de muchos cristianos. Como en la actualidad puede
sucedernos que nos confesemos sin ni siquiera hacer un examen de conciencia
superficial, es muy difícil lograr que algunos de nuestros hermanos de fe no se
vinculen a religiones que dan la impresión de ser muy atractivas, porque su
espiritualidad no requiere de una vida consagrada al cumplimiento de la voluntad
de Dios aunque ello pueda ser doloroso, para demostrar que su fe es real.
A partir de la celebración del Concilio de Trento, la Iglesia consideró el hecho de
administrarles el Sacramento de la Penitencia a todos los creyentes bautizados que
pecaran mortalmente, cuantas veces perdieran los tales el estado de gracia que
debe caracterizar nuestras almas. Tomando esta medida, la Iglesia intentó que los
penitentes tuvieran más oportunidades de sentirse aceptos por Dios, así pues, esta
es la razón por la que actualmente podemos confesarnos cuantas veces lo
estimemos necesario, con la condición de que adquiramos el propósito de no pecar
más aunque no lo cumplamos por causa de nuestra humana debilidad.
José Portillo Pérez