III Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Segunda Lectura: 1Cor 7, 29-31
“Este mundo que vemos es pasajero”
San Pablo nos recuerda en la Segunda Lectura (1 Cor. 7, 29-31) que “este
mundo que vemos es pasajero”, y que “la vida es corta”. Y nos aconseja cómo
conviene que vivamos desapegados de este mundo pasajero y de esta vida
corta: “los que sufren, como si no sufrieran; los que están alegres, como si no se
alegraran; los que compran como si no compraran; los casados, como si no lo
estuvieran”. Es decir: “estar en el mundo sin ser del mundo” (cfr. Jn. 17, 14-15).
Todo lo que comienza en la tierra, antes o después termina, como la hierba
del campo, que brota por la mañana y se marchita al atardecer. Pero el día de
nuestro bautismo, el pequeño ser humano recibimos una vida nueva, la vida de la
gracia, que nos capacita para entrar en relación personal con el Creador, y esto
para siempre, para toda la eternidad.
Por desgracia, el hombre es capaz de apagar esta nueva vida con su pecado,
reduciéndose a una situación que la sagrada Escritura llama „segunda muerte‟.
Mientras que en las demás criaturas, que no están llamadas a la eternidad, la
muerte significa solamente el fin de la existencia en la tierra, en nosotros el pecado
crea una vorágine que amenaza con tragarnos para siempre, si el Padre que está
en los cielos no nos tiende su mano.
Dios ha querido salvarnos yendo él mismo hasta el fondo del abismo de la muerte,
con el fin de que todo hombre, incluso el que ha caído tan bajo que ya no ve el
cielo, pueda encontrar la mano de Dios a la cual asirse a fin de subir desde las
tinieblas y volver a ver la luz para la que ha sido creado. Todos sentimos, todos
percibimos interiormente que nuestra existencia es un deseo de vida que invoca
una plenitud, una salvación. Esta plenitud de vida se nos da en el bautismo.
Si “este mundo que vemos es pasajero”, y la “la vida es corta”, por
tanto, hemos de vivir por encima de las cosas, no por debajo de ellas, esclavizados
a ellas, pero sin despreciarlas; esta enseñanza de san Pablo nos deja ver el mundo
con los ojos ¡y el corazón! de Dios. Esta doctrina nos permite decir „sí‟, con Dios,
incluso a nuestras limitaciones, incluso a nuestro pasado con sus desengaños, sus
omisiones y sus pecados. Pues sabemos “que Dios hace concurrir todas las cosas
para el bien de los que le aman” (Rom 8, 28). De la fuerza consoladora de esta
verdad florecen el bien, la paciencia, la comprensión y el deseo de Dios, la vida
futura y definitiva.
En efecto, los hombres, todos cuantos hemos venido a la luz de este mundo,
nos reconocemos naturalmente inclinados y razonablemente movidos a la
consecución de un bien último y supremo que, por encima de la fragilidad y
brevedad de esta vida, está colocado en los cielos, y al que todos nuestros
pensamientos se han de dirigir. En la medida en que vayamos creciendo en la fe,
viviremos no como si hubiéramos de permanecer en este mundo, sino como
viajeros y peregrinos que muy pronto lo hemos de abandonar.
Pero no olvidemos contemplar la brevedad de este mundo y la eternidad de la
otra vida nos apremia a comprometernos a construir la „morada de Dios con los
hombres‟. Nadie queda excluido; cada uno puede y debe contribuir a hacer que esta
casa, el mundo en el que vivimos, sea más grande y hermosa, más santa y
fraterna. Al final de los tiempos, quedará acabada y será la „Jerusalén celestial‟:
“Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva se lee en el libro del Apocalipsis
(...). Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios,
engalanada como una novia ataviada para su esposo. (...) Esta es la morada de
Dios con los hombres” (Ap 21, 1-3), esta es nuestra patria que dura para siempre.
“Este mundo que vemos es pasajero”. San Pablo nos invita a dirigir la mirada
a la „Jerusalén celestial‟, que es el fin último de nuestra peregrinación terrena. Al
mismo tiempo, nos exhorta a comprometernos, mediante la oración, la conversión
y las buenas obras, a acoger a Jesús en nuestra vida, para construir junto con él
este edificio espiritual, del que cada uno de nosotros nuestras familias y nuestras
comunidades es piedra preciosa. Porque quien se obstina en el mal camino y no
se convierte al Señor de corazón camina hacia la propia y definitiva destrucción, a
la muerte eterna. Es de esta “segunda muerte” (ver Ap 20,6.13-15; 21,8) de la que
advierte el Señor.
Y Santa Teresa de Jesús, haciendo eco de este fragmento de la carta de san
Pablo, en una de sus carta dice: La representación de este mundo PASA... Pronto
veremos unos cielos nuevos, y un sol más radiante iluminará con sus esplendores
mares celestiales y horizontes infinitos... La inmensidad será nuestra heredad..., ya
no estaremos prisioneros en esta tierra de destierro... ¡todo habrá PASADO...!
Bogaremos con nuestro esposo celestial sobre lagos sin riberas... ¡El infinito no
tiene límites, ni fondo, ni orillas...! (Santa teresa de Jesús: Carta 85 A Celina).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)