Homilía Papa en la conversión de San Pablo. Clausura Octavario Unidad 2012.
L´Osservatore Romano
Benedicto XVI preside en la basílica de San Pablo Extramuros la conclusión
de la Semana de oración
La unidad de los cristianos
deber y responsabilidad de todos
La tarde del miércoles 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo, como es
tradición, con la celebración de las Vísperas Benedicto XVI clausuró la Semana de
oración por la unidad de los cristianos. Participaron en el rito más de treinta
cardenales, entre ellos Angelo Sodano, decano del Colegio cardenalicio; Tarcisio
Bertone, secretario de Estado; y Kurt Koch, presidente del Consejo pontificio para la
promoción de la unidad de los cristianos; cerca de cuarenta arzobispos y obispos, entre
los cuales monseñor Giovanni Angelo Becciu, sustituto de la Secretaría de Estado;
numerosos prelados, entre ellos el asesor, monseñor Peter Bryan Wells. Asistieron al
Santo Padre en el rezo de Vísperas los cardenales diáconos Francesco Monterisi,
arcipreste de la basílica de San Pablo Extramuros, y Giovanni Coppa. Junto al obispo
secretario del dicasterio, Brian Farrell, L.C., y la comunidad monástica benedictina de
San Pablo, encabezada por el abad Edmund Power, participaron en el rito numerosos
exponentes de otras Iglesias y comunidades eclesiales presentes en Roma. Su eminencia
Gennadios Zervos, representante del Patriarcado ecuménico, y el canónigo David
Richardson, representante personal en Roma del primado de la Comunión anglicana,
rezaron las oraciones de los Salmos. Otros delegados fraternos proclamaron las dos
lecturas breves y leyeron las plegarias de intercesión en ruso, griego, rumano, alemán
y francés. Los cantos corrieron a cargo de la Capilla Sixtina, dirigida por monseñor
Massimo Palombella. Entre los presentes se hallaba también el nuevo director general
de la Tipografía Vaticana-Editrice "L'Osservatore Romano", el salesiano don Sergio
Pellini; el grupo de trabajo polaco que preparó los materiales para la Semana de
oración de este año; los participantes en el "Global Christian Forum" y alumnos del
Instituto de Bossey del Consejo mundial de Iglesias.
Queridos hermanos y hermanas:
Con gran alegría dirijo mi afectuoso saludo a todos los que os habéis reunido en esta
basílica en la fiesta litúrgica de la Conversión de San Pablo, para concluir la Semana de
oración por la unidad de los cristianos, en este año en que celebraremos el
quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano II, que el beato Juan
XXIII anunció precisamente en esta basílica el 25 de enero de 1959. El tema ofrecido
para nuestra meditación en la Semana de oración que hoy concluimos es: "Todos
seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor" (cf. 1 Co 15, 51-58).
El significado de esta misteriosa transformación, de la que nos habla la segunda lectura
breve de esta tarde, se muestra admirablemente en la historia personal de san Pablo. A
continuación del acontecimiento extraordinario que tuvo lugar en el camino de
Damasco, Saulo, que se distinguía por el celo con que perseguía a la Iglesia naciente,
fue transformado en un apóstol incansable del Evangelio de Jesucristo. En el caso de
este evangelizador extraordinario aparece claro que esa transformación no es resultado
de una larga reflexión interior, y tampoco fruto de un esfuerzo personal. Es ante todo
obra de la gracia de Dios que obró según sus caminos inescrutables. Por ello san Pablo,
al escribir a la comunidad de Corinto algunos años después de su conversión, afirma,
como hemos escuchado en el primer pasaje de estas Vísperas: "Por la gracia de Dios soy
lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado" (1 Co 15, 10). Además,
considerando con atención la vicisitud de san Pablo, se comprende cómo la
transformación que él experimentó en su existencia no se limita al plano ético -como
conversión de la inmoralidad a la moralidad-, ni al plano intelectual -como cambio del
propio modo de comprender la realidad-; se trata, más bien, de una renovación radical
del propio ser, similar, por muchos aspectos, a un volver a nacer. Una transformación
semejante tiene su fundamento en la participación en el misterio de la muerte y
resurrección de Jesucristo, y se delinea como un camino gradual de conformación a él.
A la luz de esta consciencia, san Pablo, cuando a continuación será llamado a defender
la legitimidad de su vocación apostólica y del Evangelio que anunciaba, dirá: "Vivo,
pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne la
vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí" (Ga 2, 20).
La experiencia personal que vivió san Pablo le permitió esperar con fundada esperanza
la realización de este misterio de transformación, que concernirá a todos aquellos que
han creído en Jesucristo y también a toda la humanidad y a la creación entera.
En la segunda lectura breve que se ha proclamado esta tarde, san Pablo, después de
desarrollar una larga argumentación destinada a reforzar en los fieles la esperanza de la
resurrección, utilizando las imágenes tradicionales de la literatura apocalíptica
contemporánea a él, describe en pocas líneas el gran día del juicio final, en el que se
cumple el destino de la humanidad: "En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando
suene la última trompeta..., los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos
transformados" (1 Co 15, 52). Ese día, todos los creyentes serán conformados a Cristo y
todo lo que es corruptible será transformado por su gloria: "Es preciso -dice san Pablo-
que este cuerpo corruptible se vista de incorrupción, y que este cuerpo mortal se vista de
inmortalidad" (v. 15, 53). Entonces, finalmente, el triunfo de Cristo será completo,
porque, como nos dice el mismo san Pablo mostrando cómo se cumplen las antiguas
profecías de las Escrituras, la muerte será vencida definitivamente y, con ella, el pecado
que la hizo entrar en el mundo y la ley que fija el pecado sin dar la fuerza para vencerlo:
"La muerte ha sido absorbida en la victoria. / ¿Dónde está, muerte, tu victoria? / ¿Dónde
está, muerte, tu aguijón? / El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado,
la ley" (vv. 54-56). San Pablo nos dice, por lo tanto, que todo hombre, mediante el
bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, participa en la victoria de Aquel que
antes que todos venció a la muerte, comenzando un camino de transformación que se
manifiesta ya desde ahora en una novedad de vida y que alcanzará su plenitud al final de
los tiempos. Es muy significativo que el pasaje concluya con una acción de gracias:
"¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!" (v. 57).
El canto de victoria sobre la muerte se transforma en canto de acción de gracias elevado
al Vencedor. También nosotros, esta tarde, celebrando la alabanza vespertina a Dios,
queremos unir nuestra voz, nuestra mente y nuestro corazón a este himno de acción de
gracias por lo que la gracia divina obró en el Apóstol de los gentiles y por el admirable
designio salvífico que Dios Padre realiza en nosotros por medio del Señor Jesucristo.
Mientras elevamos nuestra oración, confiamos en ser también nosotros transformados y
conformados a imagen de Cristo. Esto es verdad de modo especial en la oración por la
unidad de los cristianos. En efecto, cuando imploramos el don de la unidad de los
discípulos de Cristo, hacemos nuestro el deseo expresado por Jesucristo en la víspera de
su pasión y muerte en la oración dirigida al Padre: "para que todos sean uno" (Jn 17,
21). Por este motivo, la oración por la unidad de los cristianos no es más que
participación en la realización del proyecto divino para la Iglesia, y el compromiso
activo por el restablecimiento de la unidad es un deber y una gran responsabilidad para
todos.
Aun experimentando en nuestros días la situación dolorosa de la división, los cristianos
podemos y debemos mirar con esperanza al futuro, en cuanto que la victoria de Cristo
significa la superación de todo aquello que nos priva de compartir la plenitud de vida
con él y con los demás. La resurrección de Jesucristo confirma que la bondad de Dios
vence al mal, y que el amor supera la muerte. Él nos acompaña en la lucha contra la
fuerza destructora del pecado que hace daño a la humanidad y a toda la creación de
Dios. La presencia de Cristo resucitado nos llama a todos los cristianos a actuar juntos
en la causa del bien. Unidos en Cristo, estamos llamados a compartir su misión, que
consiste en llevar la esperanza allí donde dominan la injusticia, el odio y la
desesperación. Nuestras divisiones hacen que nuestro testimonio de Cristo sea menos
luminoso. La meta de la unidad plena, que esperamos con una esperanza activa y por la
cual rezamos con confianza, es una victoria no secundaria, sino importante para el bien
de la familia humana.
En la cultura hoy dominante, la idea de victoria se asocia con frecuencia a un éxito
inmediato. En la perspectiva cristiana, en cambio, la victoria es un proceso -largo y, a
nuestros ojos humanos, no siempre lineal- de transformación y de crecimiento en el
bien. Esa victoria tiene lugar según los tiempos de Dios, no según nuestros tiempos, y
requiere de nosotros fe profunda y perseverancia paciente. Aunque el reino de Dios
irrumpió definitivamente en la historia con la resurrección de Jesús, aún no está
plenamente realizado. La victoria final se producirá sólo con la segunda venida del
Señor, que nosotros aguardamos con esperanza paciente. También nuestra espera de la
unidad visible de la Iglesia debe ser paciente y confiada. Sólo con esta disposición
encuentran pleno significado nuestra oración y nuestro compromiso cotidianos por la
unidad de los cristianos. La actitud de espera paciente no significa pasividad o
resignación, sino respuesta pronta y atenta a toda posibilidad de comunión y fraternidad
que nos dona el Señor.
En este clima espiritual, quiero dirigir algunos saludos particulares, en primer lugar al
cardenal Monterisi, arcipreste de esta basílica, al abad y a la comunidad de los monjes
benedictinos que nos acogen. Saludo al cardenal Koch, presidente del Consejo
pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a todos los colaboradores
de este dicasterio. Dirijo mi cordial y fraterno saludo a su eminencia el metropolita
Gennadios, representante del Patriarcado ecuménico, y al reverendo canónigo
Richardson, representante personal en Roma del arzobispo de Canterbury, y a todos los
representantes de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, aquí reunidos esta
tarde. Además, me es particularmente grato saludar a algunos miembros del grupo de
trabajo compuesto por exponentes de diversas Iglesias y comunidades eclesiales
presentes en Polonia, que han preparado los materiales para la Semana de oración de
este año, a los cuales quiero expresar mi gratitud y mi deseo de que prosigan en el
camino de la reconciliación y la colaboración fructífera, así como a los miembros del
Global Christian Forum que durante estos días están en Roma para reflexionar sobre la
ampliación de la participación de nuevos miembros en el movimiento ecuménico. Y
saludo también al grupo de estudiantes del Instituto ecuménico de Bossey del Consejo
mundial de Iglesias.
A la intercesión de san Pablo quiero confiar a todos aquellos que, con su oración y su
compromiso, trabajan por la causa de la unidad de los cristianos. Aunque a veces se
puede tener la impresión de que el camino hacia el pleno restablecimiento de la
comunión todavía es muy largo y está lleno de obstáculos, invito a todos a renovar la
propia determinación a buscar, con valentía y generosidad, la unidad que es voluntad de
Dios, siguiendo el ejemplo de san Pablo, el cual, ante dificultades de todo tipo, conservó
siempre la confianza firme en Dios que lleva a cumplimiento su obra. Por lo demás, en
este camino, no faltan los signos positivos de una nueva fraternidad y de un sentido de
responsabilidad compartido ante las grandes problemáticas que afligen a nuestro
mundo. Todo esto es motivo de alegría y de gran esperanza, y debe estimularnos a
proseguir nuestro compromiso para llegar todos juntos a la meta final, sabiendo que
nuestro esfuerzo no es vano en el Señor (cf. 1 Co 15, 58). Amén.
(©L'Osservatore Romano - 29 de enero de 2012)