Domingo V Ordinario del ciclo B.
Acompañemos a Jesús durante un día de intensa labor apostólica.
Meditación de MC. 1, 21-39.
“Llegan a Cafarnaúm. Al llegar el sábado entr en la sinagoga y se puso a
ensear” (MC. 1, 21).
Jesús llegó a Cafarnaúm acompañado de los hermanos Pedro y Andrés, y Juan y
Santiago. Tales amigos de Nuestro Señor, aún no habían sido constituidos
Apóstoles por el Mesías, pero Jesús, adaptándose a su capacidad de comprender el
Evangelio, les inculcaba la Palabra de Dios, para que fueran sus ministros.
La forma de actuar de Jesús con sus cuatro amigos, nos hace interrogarnos, a
quienes predicamos el Evangelio, sobre la forma que les transmitimos el
conocimiento de la Palabra de Dios que tenemos, a nuestros oyentes y lectores. Ya
que vivimos en un mundo en que cada día necesitamos más demostraciones
empíricas para creer lo que se nos pretende enseñar, si queremos predicar
exitosamente, no solamente tenemos que valernos para ello de discursos bien
elaborados, pues también necesitamos ser cristianos ejemplares, para que, quienes
nos conocen, sepan que es posible seguir a Jesús.
Jesús se dedicaba a instruir a quienes iban a ser sus Apóstoles, y a quienes se
dejaban evangelizar, y, durante las noches, se dedicaba a orar, y a pensar sobre
cómo iba a seguir evangelizando a sus oyentes y compañeros de peregrinación
durante los días.
Mientras Jesús evangelizaba y hacía el bien sin descansar, a muchos de nosotros
nos cuesta un gran esfuerzo celebrar la Eucaristía, y nos negamos, no sólo a
cumplir la voluntad de Dios, sino a conocerla. A veces nos debatimos entre el hecho
de ignorar a Dios, y entre la posibilidad de crearnos un dios a nuestra imagen y
semejanza.
“Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseaba como quien tiene
autoridad, y no como los escribas” (MC. 1, 22).
Los escribas o maestros de la Ley, eran quienes enseñaban a los israelitas a
interpretar las antiguas escrituras. Mientras que los tales necesitaban referirse
constantemente a los autores del Antiguo Testamento para demostrarles a sus
oyentes que las enseñanzas que les impartían eran aceptables, Jesús predicaba
valiéndose de su conocimiento. La autoridad de Jesús que admiraba a los
habitantes de Cafarnaúm, proviene del hecho de que el mensaje predicado por el
Señor es suyo, así como también, por ser Dios el Mesías, le pertenece el mensaje
contenido en la primera parte de la Biblia.
“Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo,
que se puso a gritar: “Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? Has
venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios”” (MC. 1, 23-24).
Es interesante observar, cómo cuando Jesús predicaba, se encontraba con quienes
lo trataban hostilmente. San Marcos nos habla de un hombre poseído por un
espíritu inmundo, -es decir-, un enviado del diablo marcado por la maldad.
Dado que Jesús no quería darse a conocer al principio de su Ministerio como el
Mesías esperado por sus hermanos de raza, el espíritu inmundo hizo lo posible por
hacer que los habitantes de Cafarnaúm supieran quién era el Hombre que les
predicaba con tan gran elocuencia, que llegó a producirles admiración.
El espíritu satánico le preguntó a Jesús si había venido al mundo a destruir las
fuerzas del mal. Tal demonio era consciente de que se enfrentaba a Dios
inútilmente, dado que sabía quién iba a ganar aquella absurda guerra, y que él
sería uno de los grandes perdedores.
“Jesús, entonces, le conmin diciendo: “Cállate y sal de él”” (MC. 1, 25).
De la misma manera que Jesús interrumpió bruscamente al espíritu maligno que
intentaba hacer lo posible para inutilizar su predicación, tenemos que reaccionar
nosotros, antes de ofender a Dios y a nuestros prójimos, impidiendo que el pecado
interrumpa nuestro proceso de santificación. Sabemos que la salvación es
consecuente de la fe que tenemos en Dios, pero también sabemos que no nos basta
creer en Dios para ser salvos sin hacer el bien, porque, Santiago, escribió en su
Epístola -o Carta- Universal:
“Tú crees que hay un solo Dios? De acuerdo; también los demonios creen y se
estremecen de pavor” (ST. 2, 19).
“Y agitándole violentamente el espíritu inmundo, dio un fuerte grito y sali de él”
(MC. 1, 26).
Dado que hemos recordado por medio del primo de Jesús que los demonios sienten
pavor con respecto a Dios, el espíritu inmundo del que se habla en el Evangelio que
estamos considerando, se vio obligado a abandonar el cuerpo de su víctima, de la
que se aprovechó para dañarla todo lo que pudo, antes de dejarla, cumpliendo el
mandato que Jesús le dio, en contra de su voluntad.
No es fácil dejar de pecar para cumplir la voluntad de Dios, y, si lo fuera, el
proceso de nuestra conversión, carecería de mérito por nuestra parte, porque no
nos supondría ningún esfuerzo, el hecho de crecer espiritualmente, y, al creer en
Dios sin dificultades que pujen por obstaculizarnos el crecimiento, tampoco
valoraríamos el amor con que nuestro Padre común nos acoge en su presencia.
Una vez que comenzamos a vivir el proceso de nuestra conversión al Señor, no
debemos permitir que nada nos aparte de Nuestro Redentor, pues, muchas veces,
somos víctimas de tentaciones, cuyo propósito es alejarnos de Dios.
“Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos
en busca de reposo, pero no lo encuentra. Entonces dice: “Me volveré a mi casa, de
donde salí.” Y al llegar la encuentra desocupada, barrida y en orden. Entonces va y
toma consigo otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y el final
de aquel hombre viene a ser peor que el principio. Así le sucederá también a esta
nacin malvada” (MT. 12, 43-45).
¿Qué significan las palabras de Jesús que estamos recordando?
Cuando empezamos a convertirnos al Señor, estamos expuestos a ser tentados
de múltiples formas, y por familiares y amigos a quienes amamos sinceramente,
que pueden impedir que abracemos nuestra fe, si no nos encontramos capacitados
para ser seguidores del Señor. Esta es la razón por la que San Pedro escribió las
siguientes palabras en su primera Carta:
“No os dejéis seducir ni sorprender. Vuestro enemigo el diablo ronda como len
rugiente buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe, conscientes de que
vuestros hermanos dispersos por el mundo soportan los mismos sufrimientos” (1
PE. 5, 8-9).
No nos dejemos seducir por el pecado, ni sorprender por quienes no desean que
creamos en Dios.
Aunque muchos cristianos no tienen a nadie con quien compartir su fe, y pueden
desanimarse pensando que son únicos en el mundo porque se sienten
humanamente desamparados, deben tener en cuenta que no son los únicos que son
víctimas de las asechanzas que tienen que soportar día a día.
Cuando empezamos a convertirnos al Señor, las fuerzas del mal andan buscando
reposo en el mundo, pero sólo se encuentran en paz, si impiden que abracemos la
fe que actualmente nos caracteriza.
Las fuerzas del mal reposan en lugares áridos, en los desiertos de nuestra vida,
en que el padecimiento y las injusticias de que es víctima la humanidad, nos sirven
de cebo para querer dejar de cultivar la relación que mantenemos con Nuestro
Santo Creador.
Cuando el mal se adueña de nuestra vida, coge la casa de nuestra alma limpia y
barrida, no de maldad, sino del conocimiento de Dios que necesitamos, para
rechazar a los espíritus inmundos, que viven para impedir que cultivemos la fe en
Dios. Esto sucede porque no estudiamos la Palabra de Dios ni los documentos de la
Iglesia, por lo que, en consecuencia, no aplicamos dichos textos a la vivencia de
nuestra vida cristiana, y, por consiguiente, tampoco oramos, por lo que no somos
capaces de sentirnos dichosos de tener el privilegio de vivir en la presencia de
Nuestro Santo Padre, y, si no tenemos fe en Dios, los espíritus inmundos verán
cumplido el deseo de dominar nuestra existencia.
Si fue difícil creer en Dios para nosotros la primera vez que escuchamos su
Palabra, mucho más difícil puede ser recuperar la fe, una vez que se pierde la
citada virtud teologal. Esto es lo que significa el hecho de que el espíritu inmundo
que regresa a su antigua morada busca la compañía de siete demonios más
malvados que él, pues tiene la misión de impedir que su víctima se considere
cristiana.
Sigamos meditando el Evangelio de San Marcos.
“Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros:
“Qué es esto? Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Manda hasta a los
espíritus inmundos y le obedecen. Bien pronto su fama se extendió por todas
partes, en toda la región de Galilea” (MC. 1, 27-28).
Cuando he participado en retiros espirituales, he conocido a quienes se han
impresionado al conocer la vida de Jesús, pero, al concluir los días de retiro, no han
querido vivir como católicos practicantes. Muchos habitantes de Palestina se
admiraron por causa de las palabras que pronunció Jesús y de las obras que realizó
Nuestro Señor, pero no todos ellos optaron por abrazar el Cristianismo.
Pidámosle a Dios que nuestra participación en la Eucaristía nos sirva para tener
más fe en El y un mayor deseo de cumplir su voluntad.
“Cuando sali de la sinagoga se fue con Santiago y Juan a casa de Simn y
Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre; y le hablan de ella. Se
acercó y, tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó y ella se puso a
servirles” (MC. 1, 29-31).
Después de pasar una mañana dedicada a la predicación marcada por dificultades
que formaban parte de la rutina de Jesús, el Señor, cuando se disponía a descansar
con sus amigos, realizó un gesto de revolucionario, pues, además de curar a un
enfermo en un día festivo, -lo cuál estaba prohibido por la Ley religiosa-, realizó el
citado milagro, en beneficio de una mujer, que, por no ser hombre, no tenía los
privilegios característicos de los varones, por lo que, en consecuencia, se supone
que el Señor podría haberla ignorado perfectamente, y haberse dedicado a pasar la
tarde con sus amigos.
La suegra de Pedro sirvió a Simón y a sus invitados, probablemente, porque era
la única mujer que había en la casa, pero, este hecho, es muy significativo para
nosotros, porque nos indica que, independientemente de las circunstancias que
hayamos vivido en el pasado, y del mal que hayamos hecho, dios nos acoge en su
presencia, si lo aceptamos como Padre, y nos disponemos a cumplir su voluntad.
Esta es la razón por la que leemos en la Biblia:
“Acaso me complazco yo en la muerte del malvado -oráculo del Señor Yahveh -
y no más bien en que se convierta de su conducta y viva? (EZ. 18, 23).
Imagino que los que sois trabajadores habréis pronunciado o escuchado palabras
semejantes a las siguientes:
¡Qué cansado estoy de hacer un trabajo tan rutinario!
Este fin de semana tengo que trabajar, ¡qué mala suerte tengo!
Jesús estaba en casa de sus amigos según nos dice San Marcos en el Evangelio
que estamos meditando en esta ocasión, no estaba en su tiempo laboral, pero, aún
así, nuestro Señor no se negó a sanar a la suegra de Pedro.
Muchas veces nos quejamos porque no estamos satisfechos con nuestras
condiciones laborales. Jesús era más humilde que nosotros, por cuanto El se nos
entregaba -y entrega- sin vacilación alguna, y se esfuerza mucho más que nosotros
cuando trabajamos para obtener grandes cantidades de dinero.
Cuando la suegra de Pedro fue sanada de su dolencia, de inmediato se puso a
servir a Jesús y a sus compañeros. Nosotros tenemos tendencia a acordarnos de
Dios cuando tenemos necesidades que cubrir que escapan a nuestras posibilidades
de hacerlo, pero, cuando nuestro Padre celestial nos ayuda a salir de una
circunstancia adversa, ¿le agradecemos al Señor el don que nos ha concedido
sirviendo al Dios Uno y Trino en nuestros prójimos los hombres?
¡Cuantas veces nos quejamos de que trabajamos demasiadas horas! Es cierto
que hay trabajos que no están bien remunerados, y que también hay situaciones
laborales que deberían ser penalizadas por el desgaste físico y el mal psicológico
que les suponen a muchos trabajadores, pero, hermanos, ¿somos conscientes de
cual era la jornada laboral de nuestro Jesús? El Señor trabajaba veinticuatro horas
al día durante 365 días al año, así pues, -tal como recordamos al iniciar esta
meditación-, durante el día, Nuestro Redentor se dedicaba a predicar el Evangelio,
y, durante las noches, nuestro Salvador se privaba de muchas horas de sueño, y se
dedicaba a orar, así vencí a su cansancio, y se robustecía espiritualmente, para
seguir dando a conocer la Palabra de Dios sin desfallecer, ante la terquedad de
nuestra incredulidad.
Quienes conocían a Jesús, no deseaban separarse de nuestro Señor. Tengo una
amiga que me suele decir estas palabras cuando chateamos:
"Cuando celebro la Misa me siento muy bien. Tengo tantos problemas que,
cuando estoy delante del altar de mi Papito Dios, siento la necesidad de morirme,
entregarme en los brazos de Papito y salir de este infierno, pero El me reconforta, y
así recupero las ganas de vivir”.
No olvidemos que Jesús no vino al mundo para evitarnos las luchas, sino para
enseñarnos a ser buenos cristianos.
“Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados;
la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. Jesús curó a muchos que se
encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios. Y no
dejaba hablar a los demonios, pues le conocían” (MC. 1, 32-34).
Cuando se puso el sol, al acabar el Sábado, la gente llevó a muchos enfermos y
posesos a la presencia de Jesús, para que el Señor los curara. El fanatismo religioso
es perjudicial cuando se prefiere cumplir un mandamiento que para Jesús carece de
valor, a cambio de sacrificar la salud de los enfermos y la felicidad de mucha gente.
Jesús se hubiera sentido mucho más satisfecho, si le hubieran llevado a los
enfermos cuando salió de la sinagoga, porque ello hubiera sido un evidente signo
de que habrían aceptado su Evangelio de salvación.
Jesús no dejaba hablar a los demonios, para que no revelaran su mesianismo,
pues deseaba que se le viera como profeta, por causa de su humildad.
“De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levant, sali y fue a un
lugar solitario y allí se puso a hacer oración. Simón y sus compañeros fueron en su
busca; al encontrarle, le dicen: «Todos te buscan.» El les dice: «Vayamos a otra
parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique; pues para eso he
salido.” Y recorri toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los
demonios” (MC. 1, 35-39).
Simón y sus compañeros buscaron a Jesús cuando el Señor estaba orando, y le
dijeron: Deja de orar, porque tienes una oportunidad de predicar que quizá no se te
presente jamás.
Simón y sus amigos aún no habían sido suficientemente instruidos por Jesús, y
por ello no habían aprendido a acatar la voluntad del Señor sin preguntarse
demasiado por qué Dios hace las cosas a veces de una forma que no podemos
comprender, así pues, viendo que la gente buscaba al Mesías, le recomendaron a
su Maestro que se le hiciera el encontradizo.
Jesús no quiso encontrarse con la gente, porque sabía que no querían que les
predicara el Evangelio, sino alabarlo, a fin de que les hiciera más milagros.
Procuremos, cuando sirvamos a Dios, no actuar pensando en la consecución de
dádivas ni en ser excesivamente alabados, para no desplazar a Nuestro Santo
Padre, convirtiéndonos en el centro de atención, buscado y contemplado, por
nuestros oyentes y lectores.
(José Portillo Pérez